Vidas tan y no tan diferentes, una encrucijada de sus destinos hizo que Marcos Vallejos y Ramón Silveyra compartieran, desde los últimos días de marzo de 1923, una celda de la Penitenciaría Nacional de la avenida Las Heras.

Marcos Vallejos

Jornalero según los partes policiales,bandido rural de oficio real, podía contar sus fechorías sin deshonor, pero sus experiencias de fuga eran impresentables. Marcos Vallejos y sus hermanos habían llevado una vida errante, a cielo abierto, pero ya eran así antes de delinquir. No en vano Gastón Gori advierte en “Vagos y mal entretenidos” que para ser sospechado bastaba con merodear. También Pedro Orgambide llamó a estos criollos “nómades de las llanuras” y nos remite a los relatos de Carlos Bustamante “Concolorcorvo” sobre los “gauderios” de hace doscientos años – “…mala camisa y peor vestido… hacen cama con el sudadero del caballo, sirviéndoles de almohada la silla”. Tal semblanza podría aplicarse al “gaucho” Vallejos, un apodo que traía de las pampas y que atravesó las murallas de la penitenciaría. Si bien era analfabeto, la prensa le había otorgado un título: “profesional del asalto en despoblados”, aunque una preocupación quizás superior era que no respetaba alambrados, es decir la propiedad privada. Su llave de torniquetear alambres era una herramienta tan vital como el caballo y el Winchester.

Capturado al fin, había estado detenido junto a su hermano Pablo en la cárcel de Villa Mercedes, en San Luis -ambos eran nacidos allí- por una serie de robos y asaltos en el sur puntano y norte pampeano entre 1917 y 1919. La condena de Marcos fue ratificada en 1921 con prisión por tiempo indeterminado pues debía la muerte de un sargento en una refriega en pleno monte. La cuestión es que se les ocurrió hacer un túnel desde un taller de la cárcel, con tan mala fortuna que cuando la excavación estaba terminada casi al nivel de la calle, pasó un jinete cuyo caballo enterró dos de sus patas en la tierra suelta de lo que en pocos minutos sería el boquete de salida. Abortada la fuga y sin desanimarse, los hermanos Vallejos, obsesionados con un afuera de llanuras tan interminables que la vista no choca con nada, no soportaban la presencia de una muralla de 8 metros y decidieron abordarla, arrojarse desde su cima y de ese modo vencerla. Lo hicieron, pero una levísima inclinación de la vertical de Marcos en pleno descenso hizo que su tobillo quedara hecho trizas contra la vereda. Allí quedó.

Las autoridades del penal no encontraron mejor salida que su traslado a la Penitenciaría Nacional un año después, en los aledaños de la asunción de la presidencia por parte de Marcel T. de Alvear. Si Marcos Vallejos nunca había pisado Buenos Aires, donde todo era inmenso, tampoco pudo imaginar un monstruo con 750 celdas, garitas de vigilancia, torres, talleres, todo un panóptico rodeado por otro cerco de cemento y, como si fuera poco, rejas entre ese murallón y las calles. Claro, los que hoy caminan sobre el Parque Las Heras no imaginan que debajo del césped subsisten secciones subterráneas de la penitenciaría, ni que en 1931 fueron fusilados allí Severino Di Giovanni y Paulino Scarfó, ni que en 1956 hubo nuevos fusilamientos, entre ellos el del general Juan José Valle. O esta historia.

Ramón Silveyra

Gallego de Orense, carrero y anarquista de 27 años, la misma edad de Marcos Vallejos, también sabía de calabozos porque dos años antes había puesto una bomba en una panadería de la calle Estados Unidos al 1.800, en conflicto con sus obreros, sin poder evitar que una vecina quedara estampada contra la pared, herida de pólvora y abombada del estruendo. Para mayor infortunio, para empezar los veinte años de condena, lo esperaba Sierra Chica con su manía de entretener a los presos picando piedras a mazazos en las canteras graníticas de Olavaria. De aquí escapó caminando a paso calmo, cuando comenzaba marzo de 1923, por la puerta principal y saludando a los guardias a medida que dejaba atrás ocho puertas enrejadas. ¿Cómo hizo? Un supuesto familiar introdujo debajo de sus ropas domingueras un segundo traje que Silveyra pudo calzarse encima de su uniforme presidiario. La tarjeta de entrada y salida fue la duplicada en una de las tantas imprentas anarquistas.

Los tentáculos de Orden Social llegaron hasta Carmelo, Uruguay, donde fue capturado con el mismo traje con que se había fugado y como trascendió que ácratas uruguayos y argentinos habían planeado el rescate lo fue a buscar nada menos que un buque de la Marina de Guerra para cumplir la extradición. Cuando fue avistado en el acceso al puerto de Buenos Aires, de los restantes barcos y remolcadores partieron fuertes sirenazos saludando a un Ramón Silveyra de oídos exultantes.

¿Cómo coincidieron en una misma celda? Además del azar, no es extraña la mutua atracción de bandidos rurales con los anarquistas, siempre dispuestos a valorizar la libertad individual y el rechazo a la disciplina de cualquier sistema. Y la vida al margen de toda institución era total en Vallejos: nunca fue a una escuela ni a una iglesia, como tampoco a cuartel alguno por ser desertor del servicio militar. Ramón Silveyra resumía todas esas vivencias en consignas y racionalizaciones que el “gaucho”, pese a admirarlo, nunca pudo comprender del todo.

Vallejos y Silveyra + dos + cuatro

¿Qué hacer? O mejor dicho ¿cómo hacer? La situación era difícil pues  Marcos Vallejos arrastraba un antecedente de fugas precipitadas por abajo y por arriba de una muralla y Ramón Silveyra era, lejos, el preso-estrella que había abochornado al sistema penitenciario argentino. A la par que estaba doblemente vigilado, pensaba y repensaba que algo tenía que hacer antes de que se le aplicara la Ley de Residencia. Además, encontrar el punto débil de todo sistema de autoridad era una cuestión de principios.

Concebir una fuga era imposible sin tener un panorama del espacio donde estaban parados, teniendo en cuenta que no veían más que cielorrasos y herrajes. Por los presos que salían a la intemperie a cultivar las huertas y por una visita que recibió Ramón Silveyra, tuvieron noticias de que el pabellón que habitaban -el N° 3- partía desde un centro común e iba en dirección contraria a la avenida Las Heras, es decir que apuntaba a la calle Juncal. Bien, en abril de 1923, cuando aún todo era incertidumbre, confiaron la idea de fuga a otros dos presos a quienes también aguardaba toda una vida entre rejas: Domingo Rodríguez, con veinticinco años de condena y Laureano Fernández Macaya, con perpetua.

Durante todo un mes recorrieron con la vista cada metro del pabellón a medida que lo transitaban obligados por alguna tarea. Ya casi desalentados y cuando los dos presos sumados al proyecto llevaban desde su trabajo -la panadería- los elementos de limpiezas a su lugar de depósito, encontraron el punto débil. Las medidas del cuarto eran reducidas, 5 x 3,5 metros, pero estaba ubicado casi en un extremo del pabellón, el que daba no al centro de la penitenciaría sino a la calle Juncal. Entonces, ya no hubo dudas,el escape podía, tenía que ser un túnel.

Otros cálculos con ayuda externa los llevaron a inferir que la escobería –así llamaban al sitio- distaba unos 25 metros de la muralla. También que  entre ésta y la verja había un espacio de pasto donde podría aparecer el boquete de escape, a pasos de la calle Juncal y a escasos 20 metros de Bulnes. Con esos parámetros sólo faltaba organizar el trabajo.

En principio, se tenían que conseguir las herramientas básicas y al pensar en ellas tomaron conciencia de que los cuatro no alcanzaban, había que duplicar el número de excavadores y ejecutantes de tareas conexas. Las condiciones eran que también debían guardar los elementos de limpieza en la escobería, estar recluidos en celdas cercanas y arrastrar largas condenas. Esta búsqueda de recursos humanos y materiales, sin provocar sospechas, determinaron que la tarea concreta diera comienzo el 13 de mayo de 1923.

Rumbo a la muralla

Levantar la capa de cemento de la escobería para hacer una abertura de unos 65 o 70  centímetros no fue tarea sencilla y para ello se emplearon tres días a puro martillo y cortafrío forrado en trapos mojados. Por seguridad, pegaron los trozos de cemento sobre papeles de diario y éstos sobre una hojalata, de tal manera que todo hacía de tapa. El operativo dependía de que se pudieran armar turnos de excavación entre las 6 y las 16 horas, momento en que los guardias cerraban con llave las celdas. Aunque suene cinematográfico, las fuentes consultadas indican que los complotados, en horarios claves, colocaban muñecos tapados en las tarimas de los que estaban trabajando en el túnel. También se habían prometido algo que desbarató más de un plan: no cometer errores por ansiedad.

Mientras una larga manguera llevaba agua para facilitar el trabajo, la tierra removida era extraída mediante un balde con una correa. Como era inimaginable arrojarla en las huertas, se optó por almacenarla en las bolsas vacías de harina que habían conseguido y transportado con sumo sigilo, debajo de sus uniformes a raya, los que trabajaban en la panadería.

Estaba claro que el túnel debía prever los cimientos de la muralla. Entonces, era vital tener en cuenta los metros que tendría ésta bajo tierra -calcularon que no podía ser más de dos- de modo que en base a esa mera suposición fue diseñada la orientación. Para facilitar el cálculo fue desechado el plano inclinado. Era más práctico excavar unos dos metros en forma perpendicular y luego veinticinco metros de tramo horizontal. A medida que progresaba el túnel, la atmósfera se tornó enrarecida, irrespirable y también complicaba la respiración la forma de iluminar que habían ideado, improvisando pequeñas botellas alimentadas con aceite.  Para superar ese problema, se apropiaron de un aparato para matar hormigas, a cuyo pico adosaron un caño de bronce de dos metros de largo y luego añadieron segmentos de goma a medida que podían robarlos. Entonces, cuando se necesitaba inyectar aire, uno de los presos accionaba el émbolo de la máquina.

El trabajo continuó, pesada pero pausadamente, hasta que tocaron la muralla, momento en que la estiba de bolsas de tierra amenazó con cubrir casi toda la escobería. Para no llamar la atención se acudió a fundas de almohadas sustraídas de la lavandería, sitio que estaba reservado para lograr la ropa de escape. Facilitaba esta organización el hecho de que Silveyra, atento a estos detalles, no participaba de las tareas para no alertar a los guardias, dado el plus de la vigilancia a que era sometido.

A medida que la galería entraba en su tercer mes fueron necesarias otras previsiones, por ejemplo cuántos metros habría desde la muralla a la verja, pues entre ambos debía aparecer la abertura de escape. Cuando llegaron a los cimientos le tocó el turno al plano inclinado ascendente del túnel, unos tres metros según las consultas, y precisamente por indicación de Marcos Vallejos, la excavación se detuvo a 50 centímetros de donde calculaban se produciría la salida.

Había llegado el momento de estimar el día de la fuga y quedó fijada en el 23 de agosto, a tres meses y diez días del inicio de la faena. Sin embargo, el día anterior sucedió algo que hizo peligrar todo el esfuerzo. Los excavadores perforaron un caño de agua y, como resultado, disminuyó  el caudal de agua que salía de las canillas de la penitenciaría. Las autoridades convocaron a varios mecánicos para recorrer el sistema y dos de ellos amagaron con entrar a la escobería, con la imaginable angustia de los presos que a duras penas lograron disuadirlos con el argumento de que ya habían revisado voluntariamente ese sector. Finalmente el desperfecto fue reparado por los mismos excavadores con mucho esfuerzo, arpillera, brea y lodo, sin alterarse entonces la fecha de fuga.

La hora fue convenida entre las 18.50 y las 19 horas, en que los presos abandonaban las celdas para trasladarse a las aulas y aumentaba el movimiento en el pabellón. El operativo fue clandestino para los guardias y también para la mayoría de los presos, de tal modo que media hora antes de la hora señalada, los ocho implicados le comunicaron la novedad a otros  de mayor confianza y aún así no les indicaron el sitio exacto de escape. Resultó a todos “natural” que Marcos Vallejos encabece el cortejo portando un barrote de hierro con el que tenía que abrir los 50 centímetros que faltaba perforar. Entraban de cabeza, con poco espacio entre unos y otros y se arrastraban en fila, boca abajo, para cubrir la distancia entre las dos bocas, veintiocho metros, lo que podía insumir hasta quince minutos.

Del otro lado de la muralla

Así, catorce presos lograron deslizarse y salir por el boquete hasta que el siguiente no respetó la consigna de entrar de cabeza y lo hizo con los pies para adelante. Provocó un atascamiento y una demora fatal, de modo que cuando pudo reingresar y salir, ya el fusil de un guardia, advertido de los movimientos de saltar la reja, lo estaba apuntando desde una torreta de vigilancia. La parafernalia de alarma no se hizo esperar y los primeros que irrumpieron en el cuarto de las escobas encontraron unos pocos presos apiñados esperando su turno, más de cincuenta bolsas de tierra y todo el instrumental utilizado. Los fugados aparecieron frente a Juncal N° 3.170 y de ellos, los cuatro iniciadores del plan no tardaron en subir a un vehículo dispuesto por los anarquistas y que los esperaba estacionado sobre Bulnes. Marcos Vallejos no podía contener el alivio de haber vencido el estigma de la fuga anterior en San Luis y Ramón Silveyra pudo leer en el diario “La Protesta” que lo ubicaban en un pedestal similar al del justiciero Kurt Wilckens, asesinado en la cárcel dos meses atrás. La edición del 26 de agosto de 1923 afirmaba:

Silveyra se transforma, gracias a su segunda evasión, en un símbolo. Es la encarnación del espíritu de libertad, de la voluntad indomable del rebelde que no se resigna a una vida vegetativa y miserable.

En realidad, toda la prensa se hizo eco de la fuga con gran despliegue, de modo que el boquete de salida se convirtió pronto en una atracción pública. “La Nación” y “La Prensa” volcaron detalladas descripciones del túnel y de los antecedentes de Vallejos y Silveyra. “Caras y Caretas”, fiel a su estilo visual, presentó un dibujo con políticos conocidos gateando en varios túneles y “La Protesta” le dio un tono de hazaña:

¡El túnel! Esa obra que es de topos y que es de gigantes…esa vía subterránea con una boca en la libertad y otra en la mazmorra.

Unos pocos evadidos fueron recapturados, pero la espina clavada era la forma en que los cuatro, en especial Ramón Silveyra, escapaban a los allanamientos y razzias que se realizaban en su búsqueda. Sólo los prolegómenos de la pelea de Luis Angel Firpo y Jack Dempsey, anunciada para el 14 de setiembre, competía en centimetraje.

Luego que los cuatro cambiaran de escondite varias veces en Buenos Aires y Rosario, Marcos Vallejos se las ingenió para llegar al oeste pampeano, última guarida de los gauchos alzados. Allí conoció a Juan Bautista Vairoleto, con quien realizó varios asaltos entre 1928 y 1930 para luego cruzar la cordillera. Ramón Silveyra inició un épico escape hacia el norte andino desde Tucumán. Los diarios anunciaban su captura en cuestión de horas por parte de partidas que estaban sobre sus talones. Finalmente, tras pasar por Rosario de la Frontera, llegó al límite con Chile y desde allí dejó este mensaje:

Al abandonar estas tierras quiero estrechar en un gran abrazo a todos los que hiciéronme gustar el pan de los dioses: la solidaridad… Voy rumbo a lejanas tierras ¡Ande irá el buey que no are y dónde un libertario que no sea peligroso para los gobiernos!

¡Salud hermanos! 

Jorge Etchenique

Revista “Sudestada” N° 106 – marzo de 2012.