Gestión política de la desobediencia
El Capitalismo demofascista no se sostiene desde la inmovilización de la ciudadanía, desde la simple represión del descontento: al contrario, prefiere una población involucrada en las cuestiones sociales, políticamente «activa». Desde hace décadas, los defensores teóricos de la democracia representativa han insistido en la necesidad de que los ciudadanos «participen» en todo tipo de asociaciones y movimientos (vecinales, laborales, políticos, religiosos…). Esa recomendación es el «leit motiv» de toda la literatura de la «sociedad civil», de E. Gellner a Ch. Taylor, pasando por J. Rawls y J. Habermas. Se asume la tradicional «apatía» de la población ante las cuestiones políticas, la «insuficiencia» del mero acto de votar y, estimándose «utópica y técnicamente inviable» la democracia directa, todo se espera de esa «reactivación» y «movilización» de los ciudadanos en las diversas tramas relacionales de la sociedad civil. De ese modo, la democracia se haría más verdadera y se fortalecería… M. Walzer: «La política en el Estado democrático contemporáneo no ofrece a muchas personas una oportunidad para la autodeterminación rousseauniana. La ciudadanía, considerada en sí misma, tiene hoy en día sobre todo un papel pasivo: los ciudadanos son espectadores que votan. Entre unas elecciones y otras se les atiende, mejor o peor, mediante los servicios públicos (…).
No obstante, en las tramas asociativas de la sociedad civil —en los sindicatos, partidos, movimientos, grupos de interés, etc.— estas mismas personas toman muchas decisiones menos importantes y configuran de algún modo las más distantes determinaciones del Estado y de la Economía. Y en una sociedad civil más densamente organizada tienen la posibilidad de hacer ambas cosas con mayores efectos (…). Los Estados son puestos a prueba por su capacidad para mantener este tipo de participación en la sociedad civil —que es muy distinta a la intensidad heroica de dedicación implícita en la ciudadanía de Rousseau».
Son conocidos, por otro lado, los conceptos que esgrimiera M. Foucault a propósito de la gestión política de la desobediencia: «ilegalismo útil», «disidencia inducida», «transgresión tolerada»… A esa ciudadanía «reactivada» se la invita también a protestar de manera no absolutamente legal; y se administran estratégicamente los juegos de las transgresiones y de los delitos. Diseñados los escenarios de la contestación, concediendo espacios para la violación regulada de las leyes, conforme a una lógica política tendente a la «seguridad» y ya no tanto a la «disciplina», el Sistema descarta los peligros de la novedad y del imprevisto. Al frente del ámbito de la Norma queda el de la Desobediencia Inducida, casi saturando todo el horizonte socio-político y conjurando en buena medida el riesgo de lo no-conocido y lo no-contemplado…
El doble plano de la domesticación de la protesta
La protesta ha sido domesticada en sus dos vertientes: la intra-institucional, que tiene que ver con el desenvolvimiento de los individuos en las «instituciones de la sociedad civil» (A. Gramsci) o en los «aparatos del Estado» (L. Althusser), desde la Escuela o la Fábrica hasta el Hospital o el Cuartel, y la extra-institucional, que recoge las formas clásicas de la reivindicación y de la denuncia popular (manifestaciones, huelgas, marchas…).
Subjetividad Única Demofascista
Para lo primero, ha sido decisiva la emergencia y consolidación de la Subjetividad Única demofascista, plegada sobre la figura del Policía de Sí Mismo. Las más diversas instituciones han conocido, desde hace décadas, un proceso de reforma y modernización orientado a su «dulcificación» calculada. Al mismo tiempo que se arrumbaban los procedimientos coactivos directos, del orden de la violencia física, y se manifestaba una preferencia muy neta por las estrategias de control de índole simbólica, psicológica, comunicativa, colocando al frente de tales instituciones «profesionales» con perfiles cada vez menos agresivos y más dialogantes, se implementó una técnica novedosa, que optimizó definitivamente el campo de la coerción: se transfirieron, a las víctimas y a los sujetos dominados, atribuciones y prerrogativas que tradicionalmente habían correspondido a los detentadores del poder y a los dominadores. Se hizo así factible la auto-vigilancia, la auto-represión e incluso el auto-castigo; y, repletas de «policías de sí mismos» (el estudiante como auto-profesor, el trabajador como «patrón de sí», el preso en tanto auto-carcelero, los enfermos auto-medicándose, la comunidad toda colaborando con las fuerzas de seguridad…), las instituciones se pacificaron definitivamente. En El enigma de la docilidad expresamos así esta idea:
“El demofascismo se caracteriza por la subrepción progresiva (invisibilización, ocultamiento) de todas las tecnologías de dominio, de todos los mecanismos coactivos, de todas las posiciones de poder y de autoridad. Tiende a reducir al máximo el aparato de represión física, y a confiar casi por completo en las estrategias psíquicas (simbólicas) de dominación. La dialéctica de la Fuerza debe ceder ante una dialéctica de la Simpatía… La represión posdemocrática resulta, francamente, muy buena como represión. Decía Arnheim que, en pintura como en música, “la buena obra no se nota” —apenas hiere nuestros sentidos. De este género es, me temo, la represión demo-fascista: buenísima, ya que no se nota, casi no se ve. Su ideal se define así: “convertir a cada hombre en un policía de sí mismo”. Y, en la medida en que deban subsistir figuras explícitas de la autoridad, posiciones empíricas de poder, estas habrán de dulcificarse, suavizarse, diluirse o esconderse: policías “amistosos”, carceleros “humanitarios”, profesores “casi ausentes”,… En los espacios en que deba perdurar una relación de subordinación, un reparto disimétrico de las cuotas de poder, se procurará que los dominados (las víctimas, los subalternos) tomen las riendas de su propio sojuzgamiento y ejerzan de “doblegadores de sí mismos”: los estudiantes que actuarán como autoprofesores, damnificados de sí, interviniendo en todo lo escolar, opinando sobre todo, dinamizando las clases, participando en el gobierno del Centro y, llegado el caso, auto-suspendiéndose orgullosamente, valga el ejemplo. Por esta vía, el “objeto” de la práctica institucional asumirá parte de las competencias clásicas del “sujeto”, una porción de las prerrogativas de este y también de sus obligaciones, convirtiéndose, casi, en sujeto-objeto de la práctica en cuestión. Los estudiantes haciendo de profesores; los presos ejerciendo de carceleros, de vigilantes de los otros reclusos; los obreros, como capataces, controlándose a sí mismos y a sus compañeros,… De aquí, de esta hibridación, de esta semi-inversión (seudo-inversión) de los papeles, se sigue una invisibilización de las relaciones de dominio, un ocultamiento de los dispositivos coactantes, una postergación estratégica del recurso a la fuerza…
No todos los estudiantes, los obreros, los presos, etc., caen en la trampa, por supuesto: Harcamone, el criminal honrado de Genet, que verdaderamente se había ganado la Prisión (asesinando niños), y no como aquellos otros que recalaban en “la mansión del dolor” (Wilde) por razones patéticas —víctimas de errores judiciales, ladronzuelos arrepentidos, delincuentes ocasionales y hasta involuntarios…—, quiere un día regalarse el capricho de matar a un carcelero. Y no se equivoca de objeto: no elige a la sabandija de turno, al sádico prototípico, cruel e inhumano; sino a aquel jovencito idealista, lleno de buenas intenciones, que habla mucho con ellos, dice ‘comprenderlos’, les pasa cigarrillos, critica a los mandamases de la Prisión, y no se permite nunca la agresión gratuita. Harcamone se da el gusto de asesinar al carcelero a través del cual la institución penitenciaria enmascara su verdad, miente cínicamente y aspira incluso a “hacerse soportable”… Tampoco los pobres de Viridiana se dejaron engañar del todo por la cuasi-monja que los necesitaba para sentirse piadosa, generosa, virtuosa, y que no escatimaba ante ellos los gestos (indignos e indignantes) de una conmiseración imperdonable. Estuvieron a un paso de asesinarla… La pobreza profunda es terrible (“Mi privación mata”, parece querer decirnos, después de cada asesinato, el Maldoror de I. Ducase): con ella nadie puede jugar, sin riesgo, a ganarse el Cielo… Por desgracia, ya no quedan prácticamente asesinos con la honestidad y la lucidez de Harcamone, ni pobres con la entereza imprescindible para odiar de corazón a los “piadosos” que se les acercan carroñeramente… La posdemocracia desdibuja y difumina las relaciones de sometimiento y de explotación, ahorrándose el sobre-uso de la violencia física represiva que caracterizó a los antiguos fascismos…
Y es que el demofascismo será, o es, un ordenamiento de hombres extremadamente civilizados. Es decir, parafraseando y sacando de sus casillas a N. Elias, hombres que han interiorizado, en grado sumo, el aparato de autocoerción y se han habilitado de ese modo para soportarlo todo sin apenas experimentar emociones de disgusto o de rechazo; hombres sumamente manejables, incapaces ya de odiar lo que es digno de ser odiado y de amar de verdad lo que merece ser amado; hombres amortiguados a los que desagrada el conflicto, ineptos para la rebelión, que han borrado de su vocabulario no menos el “sí” que el “no” y se extinguen en un escepticismo paralizador, resuelto como conformismo y docilidad; hombres que no han sabido intuir los peligros de la sensatez y mueren sus vidas “en un sistema de capitulaciones: la retención, la abstención, el retroceso, no solo con respecto a este mundo sino a todos los mundos, una serenidad mineral, un gusto por la petrificación —tanto por miedo al placer como al dolor” (Cioran). Nuestra Civilización, nuestra Cultura, en su fase de decadencia (y, por tanto, de escepticismo/conformismo), ha proporcionado a la posdemocracia los hombres —moldeados durante siglos: “aquello que no sabrás nunca es el transcurso de tiempo que ha necesitado el hombre para elaborar al hombre”, advertía A. Gide— que esta requería para reducir el aparato represivo de Estado; hombres avezados en la nauseabunda técnica de vigilarse, de censurarse, de castigarse, de corregirse, según las expectativas de la Norma Social.
En aquellos países de Europa donde la Civilización por fin ha dado sus más ansiados frutos de urbanidad, virtud laica, buena educación,… (civilidad, en definitiva), el Policía de Sí Mismo posdemocrático es ya una realidad —ha tomado cuerpo, se ha encarnado. Recuerdo con horror aquellos nórdicos que, en la fantasmagórica ciudad del Círculo Polar llamada Alta, no cruzaban las calles hasta que el semáforo, apiadándose de su absurda espera (apenas pasaban coches en todo el día), les daba avergonzado la orden. Y que pagaban por todo, religiosamente, maquínicamente (por los periódicos, las bebidas, los artículos que, con su precio indicado, aparecían por aquí y por allá sin nadie a su cargo, sin mecanismos de bloqueo que los resguardaran del hurto), aun cuando tan sencillo era, yo lo comprobé, llevarse las cosas por las buenas… Para un hombre que ha robado tanto como yo, y que siempre ha considerado la desobediencia como la única moral, aquellas imágenes, estampas de pesadilla, auguraban ya la extinción del corazón humano —será solo un hueco lo que simulará latir bajo el pecho de los hombres demofascistas…”.
Bienestarismo del Estado Social de Derecho
Para la segunda vertiente de la domesticación de la protesta, ha sido fundamental el ascenso y la consolidación de la ideología y de las prácticas bienestaristas, ligadas al Estado Social de Derecho. El Estado del Bienestar es el referente final de todas las luchas contemporáneas, que mueren en la simple demanda de servicios públicos «de calidad y gratuitos». Para atender tales solicitudes, toda una «burocracia del bienestar social» convirtió las necesidades originarias (salud, saber, tranquilidad, seguridad, opinión, movilidad, vivienda, vestido, alimentación, labor …) en necesidades postuladas, inductoras de un consumo indefinido. Paralelamente, las libertades fueron sacrificadas en nombre de respectivos derechos, prerrogativas que siempre ocultaban obligaciones: derecho a la salud, a la educación, a la seguridad, a la información, al transporte público, a la vivienda, al trabajo…
De la mano de las burocracias del bienestar social y de los nuevos “profesionales sociales”, el objeto de la protesta ya ha sido definido de antemano. Asesorados por “pedagogos”, han terminado estableciendo, de una vez y para siempre, todo el campo de la reclamación.
De la “necesidad” a las “pseudo-necesidades”
Antes del advenimiento de la sociedad industrial, pudieron darse mundos en los que reinaban las “necesidades originarias”. En ellos, la “carencia” y cierta precariedad existencial eran menos un problema que un estímulo. De una tal “dulce pobreza”, de semejante “humilde bienestar” (F. Hölderlin), brotaban “deseos”, que conducían a la libre satisfacción trans-individual o comunitaria de las necesidades naturales. En esos mundos, a veces agrícolas, a veces pastoriles, en ocasiones nómadas, masivamente indígenas, la “ayuda mutua”, los “contratos diádicos” (G. Foster), el “don recíproco” (M. Mauss), señalando la vigencia de la comunidad y de los seres particulares autónomos —capaces estos y aquella de la auto-organización y hasta de la auto-gestión—; todos esos hábitos de apoyo y de solidaridad colectiva, decíamos, no dejaban lugar para el Estado, lo descartaban prácticamente. Así como la democracia liberal no había acabado aún con prácticas demoslógicas tradicionales, con una gestión directa, horizontal y asamblearia de los asuntos públicos, el Poder Judicial estaba excluido radicalmente debido a la vigencia de un “derecho consuetudinario oral” vivificado cada día a través de las mil maneras concretas de “hacer las paces” entre hermanos. En este universo, la propiedad privada se desconocía o desempeñaba una función muy secundaria; y la fractura social no era más que un muy ilustre ausente…
Pero esos mundos ya no se reconocen en los nuestros. En las tan “civilizadas” sociedades industriales, tecnológico-capitalistas, son las necesidades postuladas las que reinan. Estas llamadas “sociedades de la abundancia” o “de la opulencia”, con el “sucio disfrute” y el “lamentable bienestar” (F. Nietzsche) que las caracteriza, sustituyeron los “deseos” por “reclamos”, satisfechos siempre por el Estado y por las “profesiones tiránicas” que lo respaldan. Lo que se “exige”, lo que se “demanda”, ya no es una “necesidad originaria” o “natural”, sino una “pseudo-necesidad”, ideológicamente gestada (J. Baudrillard), al servicio de una lógica productivista-consumista y bajo una forma de racionalidad estrictamente burocrática. Y tenemos, entonces, un consumo inducido y maximizado de “elaborados institucionales”, de productos y servicios que polarizan socialmente, en sí mismos ecodestructores, “inhabilitantes” y “paralizantes” de la población (consumo sin fin reanudado que genera, en términos de I. Illich, autor que estamos siguiendo, una casi irreversible “toxicomanía” o “dependencia” de la protección estatal). Culminada la aniquilación de la comunidad, de los vínculos primarios, de la fraternidad genuina y del apoyo mutuo solidario, como denunciaron J. Ellul y L. Mundford, se entroniza definitivamente, en lo real-social, al “individuo”, necesariamente heterónomo, psicológicamente impotente, incapaz de organizar su vida o de inventar un futuro al margen de los servicios, la tutela y el patronazgo del Estado. Este “individuo”, excrecencia final del Occidente capitalista, preeminente a nivel sociológico, epistémico, ontológico y axiológico, afianzado en la propiedad privada y sujeto a los códigos de la Jurisprudencia, perfectamente alfabetizado y convenientemente escolarizado, se contentará con una “democracia representativa” resuelta como gobierno de los expertos, tecnócratas y profesionales que gestionan las “necesidades postuladas”…
Continuando con I. Illich, cabe establecer estas manifestaciones del tránsito entre esos dos mundos, el de las “necesidades originarias” y el de las “pseudo-necesidades” ideológicas y reproductivas: donde se necesitaba salud, se acabó reclamando médicos y hospitales; donde se deseaba saber, se terminó pidiendo profesores y escuelas; donde cuidado de la comunidad, trabajadores sociales y oficinas; donde tranquilidad, policías y cárceles; donde seguridad, ejércitos y cuarteles; donde opinión, periodistas y agencias; donde movilidad, transporte público; donde vivienda, constructores, inmobiliarias y unidades habitacionales; donde vestido, agentes de la industria textil y de la moda, marcas y ropas diseñadas; donde alimentación, industria alimentaria y tráfico de víveres; donde labor, empleo…
De las “libertades” a los “derechos”
Cada “derecho” (estipulado, sancionado por la Administración) recorta una “libertad”; y, así como las “libertades” llevaban a prescindir del Estado, los “derechos” lo refuerzan.
La libertad de gestionar el propio bienestar físico y psíquico, confiando para las crisis y dolencias mayores en los saberes curativos comunitarios, tradicionales, ha cedido ante un “derecho a la salud” resuelto como obligación de consentir la medicalización integral del cuerpo, con su dimensión bio-política y su apelación al consumo (de fármacos, análisis, tratamientos, servicios hospitalarios…).
La libertad de aprender sin encierro y sin profesores, tal y como se respira, murió en el “derecho a la educación”, vale decir, en la obligación de propiciar el enclaustramiento intermitente de los menores y el monopolio educativo de los docentes. Obligación, también, de “comprar” libros, currículum, material escolar, clases…
La libertad de defenderse uno por sí mismo y de contribuir en la medida de lo posible a la tranquilidad de la comunidad fue cancelada por el “derecho a la seguridad personal”, que se traduce en obligación de someterse a la vigilancia policial y militar. Y entonces nos “venden” gendarmes, uniformes, cámaras, porras, balas, pistolas, centros penitenciarios…
La libertad de forjarse la propia opinión, individualmente o en grupo, sucumbió ante el “derecho a la información”, devenido obligación de abrazar la “doxa” escolar, universitaria, mediática. Para ello, adquirimos periódicos, revistas, espacios televisivos, horas de conexión a las redes…
La libertad de construir el propio habitáculo, con la ayuda de los compañeros, de forma “orgánica”, sin pagar a nadie por ello, pereció ante el “derecho a una vida digna”, que incluía el disfrute de una vivienda “formal”, y que abocaba a la obligación de residir en una “unidad habitacional” estandarizada, acabada de una vez, edificada por técnicos separados y accesible solo a traves del mercado. Y pagamos por el proyecto, por los planos, por las autorizaciones y permisos, por la mano de obra, por los materiales…
La libertad de desplazarse por uno mismo, con la fuerza motriz del cuerpo (a pie o en bicicleta), fue sofocada por el “derecho al transporte público”, esa obligación de dejarte mover, llevar, conducir. De algún modo, al adquirir el billete, “compramos” el abandono y anquilosamiento de nuestro ser físico…
La libertad de ocupar el propio tiempo en la producción de bienes de uso no mercantilizables, para uno y para la comunidad, de forma creativa, no-reglada, autónoma, da paso al “derecho al trabajo” como obligación de dejarse explotar para subsistir y consumir, creando bienes de cambio para el mercado, de manera alienada, disciplinada, heterónoma.
Función pública “inhabilitante”
Para I. Illich, a partir de este doble proceso se hace evidente el carácter “inhabilitante” de la función pública: la provisión estatal de servicios y prestaciones, acentuada con el Estado Social de Derecho, o Estado del Bienestar, desposee al sujeto y a la comunidad de capacidades y facultades que antes ostentaban y los convierte en “dependientes” de esa garantía y de esa protección. Genera en el individuo “impotencia física y psicológica”, “desvalimiento existencial”, arrojándolo sin remedio a una forma laica de fundamentalismo: el fundamentalismo estatal.
Disuelta la comunidad e inhabilitado el individuo, no queda más referente que el Estado. En la medida en que, como señalan las tradiciones marxistas y libertarias, la organización estatal tiene por objeto reproducir la dominación de clase y salvaguardar los intereses de las oligarquías, de las burguesías hegemónicas, un Estado amplio, sólido y expandido, un Estado del Bienestar, se convierte precisamente en la Utopía del Capital, pues es la modalidad de administración que mejor lima los descontentos e integra a las oposiciones.
A las “burocracias del bienestar social” (estatales o para-estatales, pero siempre reglamentadas institucionalmente), a los médicos y enfermeros, profesores y maestros, jueces y abogados, periodistas, ingenieros, comisarios, políticos, científicos e investigadores sociales,…, a todos estos “profesionales despóticos” corresponde fijar nuestras “necesidades” y determinar los modos de su satisfacción, estableciendo de paso las vías de una obediencia y un consumo que nos arrojan, desnudos y desarmados, a las playas del Estado del Bienestar. Son estas las fuerzas que prefiguras nuestros “derechos”, afectadas muy a menudo por el ya referido “Síndrome de Viridiana”. Son estos los agentes concretos, encarnados, de la inhabilitación de la población…
Paz en las instituciones y delimitación asumida del horizonte de la reivindicación: he aquí las dos dimensiones de la domesticación de la protesta, que salda la disolución de la comunidad y el fin de la autonomía de los individuos. El “policía de sí mismo” es también un “toxicómano de la protección estatal”: con una vida perfectamente sistematizada, demanda lo que la Administración ha determinado que debe demandar.
Pedro García Olivo
Fragmento del libro “La doma de la protesta y el anarquismo existencial”