Yo sé quién mató al jefe de policía Luigi Calabresi, el 17 de mayo de 1972, afuera de su casa, en la calle Cherubini 6 de Milán, a las nueve y cuarto de la mañana.

La afirmación es grave, no por las implicaciones judiciales, que por fortuna, me importan poco, sino por muchas otras razones, y son estas razones las que me gustaría discutir con mis atentos lectores.

En el fondo, si reflexionamos un poco, ¿de qué podemos tener certeza? Por la mañana nos levantamos de la cama, desayunamos de prisa, salimos a la escuela, al trabajo, a algún parque cercano para encontrarnos con los amigos, en fin, todo el mundo se dedica a sus asuntos cotidianos. Al oscurecer, regresamos a cobijarnos, casi siempre de la misma manera que la noche anterior, ¿qué podemos decir con certeza, entre el conjunto de hechos que hemos visto pasar ante nuestros ojos durante todo el día? Apenas logramos hacer un balance de algún suceso, por simple que sea, como el café que tomamos en el restorán por la mañana, todos los contornos son difusos, tienden a oscurecerse en los detalles, y cada aspecto se desvanece en un deseo insatisfecho de precisión.

Al final, tenemos un recuerdo de lo que pasó, de lo que hicimos, mas nuestras afirmaciones, en relación con los hechos singulares, son muy inadecuadas para poder obtener una conclusión, por eso, no podemos tener certeza de nada.

Pero, ¿cómo puede ser posible?

La respuesta es sencilla. Únicamente tenemos la certeza, dentro de límites sólidos y cerrados, de aquello que realmente nos interesa, cuando es cercano a nuestros sentimientos, deseos, sueños y proyectos personales, y se convierte en un puñetazo en el estómago. Solo recordamos los golpes al estómago.

La vida en sí misma no da muchos golpes en el estómago, y tal vez eso sea lo mejor.

Pienso en cómo sería una vida continuamente al límite por tensiones emocionales, casi al borde de la muerte, abrumado por la adrenalina. ¡Un poco de calma, por favor!

Pero como no somos bestias sometidas, sino personas deseosas de vivir esta existencia, la miramos selectivamente. Filtramos los hechos que suceden a nuestro alrededor, no solo los que vemos directamente con nuestros ojos, sino también aquellos que las grandes prótesis modernas de los medios nos permiten retomar; hechos que están a miles de kilómetros de distancia, lejanos en el espacio y, sin embargo, tan cercanos que uno pensaría que están ocurriendo en el patio de la propia casa.

Nos hemos acostumbrado a estos acontecimientos, pero algunos se presentan de tal manera que nos golpean profundamente.

¿Qué significa ser golpeado, especialmente, profundamente? Significa que nos quedamos sin palabras, con una sensación de dolor, ansiedad, indignación, asco, o, lo que es lo mismo desde el punto de vista de los mecanismos biológicos que se desencadenan en nuestro cuerpo, de alegría, entusiasmo, exaltación, etc.

Estos acontecimientos entran en nosotros y dejan su huella en nuestra certeza.

Sé bien que no hay certeza alguna, si se le considera en términos de una certeza objetiva validada por todos, y que pretenda verificarse con la balanza de un farmacéutico. Pero cuando la sangre hierve en las venas por las quince personas masacradas en el vestíbulo del Banco Agrícola de Piazza Fontana en Milán, aunque pasen cien años, tendríamos la certeza de que este hecho indignante solo lo pudieron haber cometido miserables agentes del Estado.

Este es el tipo de certeza del que quiero hablar.

Cada vez que pienso en Pinelli siendo arrojado desde la ventana del despacho del comisario Calabresi en el patio de la fiscalía en la calle Fatebenefratelli de Milán, la sangre me hierve en las venas.

Es así, que yo tengo una certeza. Si mil bufetes de abogados intentaran explicarme las razones por las que al pobre comisario le sorprendió ver el cuerpo destrozado de Pinelli tras salir volando por el cielo nocturno de Milán, no podrían convencerme. Ni siquiera necesito leer los testimonios de los compañeros que se encontraban al lado del despacho y que escucharon como crecía la hostilidad del interrogatorio y las imprecaciones que precedieron y siguieron al asesinato de Pinelli. Estos testimonios no añaden nada a mi certeza.

No cambian nada las exoneraciones de los tribunales, ni las declaraciones de sus jóvenes hijos que crecieron con la sombra de la culpabilidad paterna, ni los recuerdos de una viuda por la que nunca sentí compasión.

Un hombre decidido y seguro de sí mismo, como caricatura cinematográfica, aunque dueño de la situación. Era el mejor en la región de Milán en el momento que estallaron las bombas, y fue él quien se dedicó a dar impulso a los acontecimientos, tal vez lo rebasaron, pero fue incapaz de desviar su corazón y corregir un poco, sobre todo para sí mismo. Pero, ¿de qué tipo de corrección puede ser capaz un policía, y además un policía que quiere hacer carrera a cualquier precio?

Ya nadie habla de este sujeto de manera concreta; no puede ser un mito, parece más bien una fantasía. Los últimos años han atenuado al personaje, la muerte parece haber aplanado sus características hasta convertirlo en el ícono del mártir de Estado.

El pobre Calabresi, de treinta y cuatro años, flor de caballero, con una esposa embarazada y dos hijos menores. Un pequeño apartamento en un tercer piso de la calle Cherubini 6, una vivienda modesta. Tras su muerte, la esposa tuvo que esperar casi un año para recibir la pensión de 156 000 liras al mes.
Qué triste.

Pero el pobre Calabresi veía la vida de otra manera. Quería ser un ganador, no jugaba limpio y había conseguido crearse una reputación de hombre duro e imbatible.

En todos los sitios era el primero, aplastaba a la competencia, sus colegas lo odiaban, sus superiores le temían. Hombre de karate y del culto a la fuerza, era tan hipócrita con todo el mundo que pretendía ser un sentimental, un católico practicante, un hombre temeroso de dios. Básicamente, había aprendido esta enseñanza en Estados Unidos, donde había trabajado con la CIA. Una experiencia que pocos superpolicías italianos habían tenido en ese momento.

En los días febriles, después de la masacre, todo el mundo en Milán temía a los demás. Por primera vez, la marca del terror empezó a penetrar seriamente en el ambiente provinciano y sencillo de nuestro país. Inclusive, esa ciudad industrial por excelencia jamás experimentó una época como la que estaba a punto de vivirse. La gente casi podía sentir en la piel el nuevo discurso trágico que comenzaba.

¿Por qué Pinelli? Desconocemos el porqué, nunca lo sabremos. Pudo haber sido cualquier otro compañero. La prueba de que cualquiera sería arrojado por esa misma ventana del despacho de Calabresi se demostró unos meses antes con Braschi[1], también él pudo ser tirado por esa cornisa. Se salvó de casualidad. El contexto de los atentados de la Feria Comercial no fue igual que el de Piazza Fontana.

Su objetivo era consolidar al máximo la tesis de la causa anarquista; él se especializaba en anarquistas milaneses, y en las conexiones con compañeros de Milán. ¿Quién mejor que él podría unir los hilos del discurso iniciado por Ventura[2], con la publicación de textos anarquistas en una editorial abiertamente fascista financiada por el Ministerio?

De hecho, la selección de anarquistas se puso en marcha desde hacía meses, habiéndose encontrado como prueba definitiva las bombas de la Feria Comercial. Muchos compañeros estaban presos en ese momento. Y alrededor de esto, por decirlo suavemente, el pobre Calabresi, con su traje recién planchado, su actitud dura y educada, su cultura (por así decirlo, siempre se las arreglaba para tomar prestado algo de aquí y allá), y su rapidez para tomar decisiones.

Rapidez en la toma de decisiones. Un hombre que había trabajado para la CIA solo podía tener la velocidad de los hombres de la CIA, despiadados y fríos ejecutando su trabajo. Solo con el tiempo se han ido desmontado esos lugares comunes, mostrando cómo los servicios secretos, desde la CIA hasta el MI5, pasando por el infame Mossad, no son más que bandas de asesinos pagados y protegidos con la inmunidad del Estado. Por lo regular, un montón de incompetentes depravados, dotados de medios que de alguna manera los hacen ver más grandes y fuertes de lo que realmente son.

El comisario Luigi Calabresi fue uno de estos asesinos pagados y protegidos. A su alrededor se creó el mito del invencible, cuya fuerza esencial derriba todo obstáculo que se le presentan.

La primera grieta en este mito apareció en el juicio contra Lotta Continua[3], donde Calabresi se vio en dificultades. Se le acusó, precisamente, de lo antes señalado; de haber matado, o al menos participado en el asesinato de Pinelli. Su respuesta balbuceante aún es recordada por muchos compañeros.

El 17 de mayo fue un mal día para el jefe policíaco. Todo parecía ir como de costumbre, la rutina matutina habitual: el desayuno, el saludo a la esposa embarazada, los dos niños, uno de dos años y el otro de once meses, ¡qué escena familiar!

Incluso el verdugo tiene familia. Parece imposible, pero es así. Y la familia del verdugo ve el trabajo del verdugo como el de un funcionario de Estado con cierto nivel, ya que el trabajo del verdugo requiere especializaciones que no todos pueden alcanzar. Detrás de la máscara que oculta al verdugo, también hay espacio para la prolífica esposa y la numerosa descendencia.
Aquel fatídico día, sobre las nueve de la mañana, más o menos, el jefe de policía Luigi Calabresi sale a la calle. Allí le espera su destino, exactamente a las nueve y cuarto, en forma de dos balas, la primera y luego la segunda.

Informe: Lesiones craneales, meninge-cerebrales, causadas por dos proyectiles de arma de fuego (región occipital derecha).
La ambulancia de la Cruz Blanca de Vialba grita su emergencia por las calles de la ciudad. A las nueve treinta y siete minutos, el comisario Calabresi muere en el hospital de San Carlo.

A la autopsia del cadáver de Pinelli asistieron los profesores Ludovi, Mangigli y Falsi. ¿Quiénes eran estas personas? No se sabe. ¿Algún tipo de forenses? No lo creo, al menos uno de ellos era de los servicios secretos, como vimos en una nota marginal publicada varios años después.

¿Por qué esta presencia? Porque, una vez más, no estaban seguros de que todo se hiciera según las normas (¿demasiada gente en el despacho de Calabresi?), y querían terminar cuanto antes, masacrando con prisa y furia lo que quedaba de nuestro compañero.

Una cosa es cierta: si el trabajo de Calabresi fue un desastre macabro (resultó que Pinelli tenía tres zapatos en los pies), el trabajo de los anatomistas se hizo perfectamente. Después de eso, no fue posible ningún contraexamen.

Calabresi, después de salir por el portón de su casa se dirigió a mitad de la calle donde estaba el Fiat 500 de su esposa. A los lados había dos autos, un Primula y un Opel. Un primer disparo impacta el hombro derecho y cae, el segundo le vuela parte del cráneo. El espacio entre el Fiat 500 y el Opel se va llenando de sangre.

La gente presente no corre inmediatamente del lugar de los hechos, casi nadie se dio cuenta de que se han realizado disparos. En la atmósfera primaveral sonaron como explosiones producidas por un coche deteriorado. Entonces alguien ve el cuerpo tendido en el suelo, la sangre todavía extendiendo su mancha púrpura. Se llama a la policía, a los carabineros, a la ambulancia, en fin, pasa todo lo que suele suceder en estos casos, como una vieja escenografía repetida. La diferencia es que también intervienen altos mandos de la policía milanesa. Guida tiene los ojos llenos de lágrimas. El viejo carcelero de las prisiones fascistas, experimentado en tantos crímenes y torturas, se conmueve al ver el cuerpo del fiel colaborador en el suelo, bañado en sangre.

El funeral del “comisario de la ventana” fue fastuoso, con muchas coronas de flores. El cadáver fue llevado a la iglesia. El obispo auxiliar de Milán celebró el rito fúnebre: «un brillante ejemplo de devoción al deber». Es increíble ver cómo esta gente no tiene ni un mínimo sentido del pudor. El cardenal Colombo, refiriéndose a una declaración de la señora Gemma Calabresi, dijo: «El perdón de la viuda es la flor más hermosa que florece sobre la sangre del comisario asesinado». Cosas que no se pueden creer.

Perdón. Qué palabra tan mágica. Tendríamos que esperar años para volver a escucharla, por otras personas, en otros contextos, pero siempre en relación con la muerte de Calabresi.

Pero vayamos en orden.

De aquella mañana de mayo, alguien, después de tantos años, parece recordar algo. Qué mecanismo tan espléndido y maravilloso es la memoria. La memoria del arrepentido, además, merece un estudio aparte. En la localidad de Massa, hay un tipo que vende crepas, que tiene un puesto de crepas, tal vez también vende cocacola y naranjada, no lo sé, pero parece un vendedor honesto que se gana la vida. Al contrario, bajo ese aspecto pacífico se esconde un peligroso criminal.
Además, este peligroso delincuente habla, cuenta historias, relata lo que hizo la mañana del 17 de mayo de 1972 en la calle Cherubini cuando, en un coche, estaba esperando, esperando, esperando.

¿Pero a quién esperaba?

Nuestro amigo dio un nombre, luego otros dos, señalándolos como responsables del asesinato de Calabresi.

Él solo era asistente, chofer del autor material del atentado.

Pero vamos, mi querido amigo arrepentido, ¿es posible que los carabineros solo tengan un registro y que siempre hagan recitar la misma historia a todos los que aceptan ponerse el traje del infame?

Lo mismo hizo aquella jovencita en el proceso de Roma contra los anarquistas (aún activo en la Corte de Assise), entre constantes “no recuerdo”, repite solo lo aprendido de memoria del informe preparado por carabineros.[4]

En su relato, el arrepentido solo recita un guión detestable.

Por último, hay una cosa que los magistrados no saben, que el arrepentido en cuestión no sabe, que nadie sabe, y es que yo sé quién mató al jefe de policía Luigi Calabresi, el 17 de mayo de 1972, en la calle Cherubini 6, en Milán, a las nueve y cuarto de la mañana. Y eso resuelve el caso, definitivamente.

Pero no nos anticipemos.

Lo que le esperaba al comisario en la calle Cherubini era una vindicación.

El cuerpo de Pinelli salió de la morgue el 20 de diciembre de 1969 en un absoluto silencio.

Eran las tres y cuarto. Empezaba a llover.

Nos dirigimos hacia la calle Prenestre.

La esposa, Licia, había emitido un comunicado: «Deseo firmemente que el funeral de Pino Pinelli, abierto a todos los amigos que deseen participar, se celebre de forma estrictamente privada, sin la participación de grupos organizados, delegaciones o símbolos».

No sé por qué hizo esa declaración, ciertamente no por las mismas razones que personalmente, en mi corazón, también había alcanzado: los símbolos, las pancartas de agrupamientos, quizás incluso las banderas al viento, habrían estado fuera de lugar.

Solo debía estar una bandera negra, pero al final hubo banderas más que suficientes.

Una corona de flores llevaba las palabras: «Los anarquistas no te olvidarán».

Me pregunté si no íbamos a olvidar a Pinelli, al menos lo que le habían hecho. La duda se mantuvo hasta el Cementerio Mayor.

Fosa 434, lote 76.

Ya no había dudas. Yo, igual que los mil compañeros presentes no tuvimos más dudas.

Había que matar a Calabresi.

Addio Lugano Bella[5].

La vindicación es una cuestión de dignidad. La enormidad del acto no debe ser proporcional a la muerte de Pinelli, ni siquiera a la masacre de quince personas y noventa heridas. Se trataría de un cálculo puramente jurídico, quizá no muy diferente al previsto en el código penal. Y, en ese sentido, no me interesaría.

La vindicación es un exceso en sí misma, no por el ataque que realiza. Por tanto, si miramos la relación en sentido contrario, el asesinato de Calabresi no fue una venganza proporcional, proporcional a las muertes en Piazza Fontana o a la muerte de Pinelli. Incluso visto en este sentido, volvemos a caer en el cálculo legal anterior.

La vindicación es, por tanto, un exceso.

No ojo por ojo, diente por diente, que ya en la formulación bíblica constituía una racionalización de los anteriores comportamientos vengativos e imprevisibles, y por tanto un auténtico código penal, mientras que a la mayoría le ha parecido, de forma equivocada, una simple venganza.
El exceso contenido en la vindicación barre toda equivalencia, toda proporción. No es vindicación si no va más allá, si no borra bárbaramente al enemigo, si no lo elimina, o al menos si le inflige un daño de tal magnitud que haga imposible olvidarla.

Si la vindicación hubiera sido proporcional, entonces habría sido impuesta por todo el sistema social, por lo que también estaría encerrada en un código, tal vez no escrito, pero aún así un código.
El entorno me obligaría a vengarme, siguiendo las normas, porque de lo contrario estaría mal visto y mal considerado, si no me vengara o si lo hiciera en exceso, creando repercusiones perjudiciales para el propio entorno.

En cambio, si es mi dignidad lastimada la que me impulsa a la vindicación, solo soy responsable ante ella, y es con ella, es decir, con la parte lastimada de mí mismo, con mi conciencia, con la que tengo que ajustar cuentas. Y conmigo no hay medias tintas, soy una totalidad indisoluble conmigo mismo, soy el mundo, la totalidad del mundo, y quien viola mi dignidad anula el mundo, me destruye como conciencia del mundo a través de mí mismo, y merece ser borrado de la faz de la tierra.

Ciertamente, pocas personas comprenden el profundo significado de su dignidad. Ahí radica el misterio de ciertos comportamientos que nos parecen inexplicables. Nietzsche se siente lastimada en su dignidad humana al ver a un cochero azotar a su caballo, e incapaz de resistirse al mundo que ha caído en una brutalidad insensible, decide borrar ese mundo, borrar su propio mundo, borrarse a sí mismo en la locura. Por la misma razón, otros compañeros, ante su dignidad lastimada, borran el mundo de otra manera, se borran a sí mismos en el suicidio.

Esta forma de ver la vida se desarrolla y acaba convirtiéndose en esencial a medida que nos damos cuenta de lo absurdo de las reglas formales que sancionan a la llamada sociedad, por no hablar de las leyes que determinan las condiciones de existencia del Estado. Leyes y comportamientos que, si vamos más allá, aparecen no sólo como instrumentos del enemigo para asfixiar e imposibilitar esa poca libertad que es posible arrancar, incluso en una sociedad administrada y controlada, sino en sí mismos como verdaderas deformaciones, comportamientos aberrantes aunque parezcan motivados por la mejor de las buenas voluntades.

La crítica de la vida cotidiana produce una conciencia que, con el tiempo, se vuelve cada vez más aguda y sensible, cada vez más activa en el descubrimiento de otros terrenos de desolación y aislamiento.

Todos los lugares comunes del posibilismo democrático, las ilusiones de la política, las posibilidades del movimiento histórico, las concesiones institucionales, el carácter saneado de ciertos reconocimientos, todo se desmorona. Queda la tierra arrasada, entonces debe tomarse una decisión. Si la conciencia es capaz de penetrar la realidad, se descubre el tejido que constituye la trama de las relaciones sociales, esa tela fina y casi intangible que a menudo se cubre con atrayentes colores de la oferta con la que se viste la miseria de la dominación, si consigue hacerse patente esa noche intemporal, entonces uno se siente lastimado, profundamente lastimado.

Es la ofensa de milenios de esclavitud y encarcelamiento, milenios de sufrimiento y genocidio, milenios de sumisión a unos pocos grupos dominantes. Nada de lo que ha constituido nuestro pasado merece ser salvado, nada nos ha sido dado, y nada hemos conseguido arrebatar al enemigo, salvo en la perspectiva de una concesión competitiva para entrar en el banquete, aunque sea por unas migajas, por algún estatus marginal, por una insignia, por la reverencia de imbéciles que se creen inteligentes.

Puedes pensar durante años y años en estos temas, leer y pensar, hasta que te sientas cansado y triste, no hay ninguna página, ninguna palabra, ningún gesto de ningún hombre o mujer cerca de ti que te diga algo claro. Puedes permanecer en la oscuridad durante años, como los galeotes antiguos, hasta el extremo, hasta que caigas muerto sobre el remo sin que los demás se den cuenta.

Por el contrario, puede ocurrir que un hecho ilumine por un momento el fondo de la calle, que un hecho atroz te haga ver con nitidez cómo es en realidad el enemigo, de qué material está hecho, de qué crisol infernal ha salido su alma. Si pasa algo así y te encuentras ahí con otras personas como tú, sabiendo que están pasando por la misma experiencia traumática, y los ves, tipos gordos con manos callosas, niños pequeños tratando de tomar una actitud, mujeres maduras corriendo de un lado a otro pensando en los años de la guerra, y los ves, todos con lágrimas en los ojos, impotentes pero con los músculos tensos, si ocurre un evento de este tipo y tú estás en el centro, ya no es un acontecimiento más, un hecho como cualquier otro (millones de personas mueren asesinadas de forma cruel son llevadas al cementerio más o menos de forma precipitada), sino que este hecho tiene un peso diferente, lleva consigo una tensión que no te deja escapar, despiertas sudando por la noche, sentado en la cama, te preguntas qué haces ahí, en tu cama, si por casualidad no eres tú el muerto que se revuelve en su tumba, mientras que el que está vivo, muy vivo, es Pinelli, con su barba franca de ferroviario.
Me doy cuenta de que todo esto puede parecer una lista de sensaciones nacidas de un cerebro exaltado, de mí que, debo confesarlo, aquella tarde en el Cementerio Mayor, tumba 434, lote 76, me puse a llorar sin freno. Efectivamente, se trata de recuerdos que provienen del estado emocional del momento, y a menudo estos estados emocionales exaltados, incapaces de expresarse inmediatamente en algo activo (golpear a un policía, por ejemplo), dan lugar a una frustración que nos hace estallar en lágrimas. Eso es, estoy de acuerdo.

Pero al razonar así se pierde algo de su importancia, reduciendo todo a una suma de personas únicas que viven estados de ánimo únicos, dejamos de lado lo esencial, esa fuerza excepcionalmente importante que surge de muchas personas teniendo las mismas sensaciones emocionales, atraídas por sentimientos casi idénticos (pero nunca totalmente idénticos, por supuesto, lo sé), se sienten mutuamente atraídas hacia la construcción de un todo homogéneo que no necesita de pactos, ni de contratos escritos ni de deudas para constituirse. De repente, esta fuerza colectiva emerge, está ahí, es tangible, puedo tocarla, puedo escuchar su voz, puedo dejarme arrastrar por sus sugerencias, dirigir mi mirada hacia donde me dice que mire, ver con sus ojos hechos de mil pupilas lo que mis pobres ojos miopes no pueden ver, recordar lo que mi pobre mente no puede recordar.

De repente, como si saliera de la cabeza de Zeus, totalmente armada, surge la idea de la justicia. Pero es una idea muy extraña, porque no se basa en ningún pacto, en ningún sistema preferencial. No es una idea que pretenda poner las cosas en su sitio, cambiar el cadáver de Pinelli por el de Calabresi, que no son productos intercambiables. No es una idea que busque garantizar la acción revolucionaria, considerada en general, una legitimidad de continuación: qué confianza pueden tener los explotados en los revolucionarios, si uno es arrojado por la ventana como un montón de cosas viejas, y no hay una reacción. No, tampoco es eso. No es una idea que busque ser conocida, que surja de la propia gente, ya que es cierto que no habrá demandas ni conversaciones de organizaciones específicas de ningún tipo, y hay que decir que un gran número de estructuras han surgido en este tiempo. No es una idea que se eleve por encima de las demás para llamar al orden, que fuera alterado por comportamientos que no respetan las normas, por las fechorías de un cierto comisario Calabresi. Después de todo, no es normal que un acusado sea arrojado por la ventana de una fiscalía durante el interrogatorio.

Si este mundo se basa en la justicia proporcional, en los cálculos numéricos de dar y recibir, de un castigo por la falta cometida y un agravio por el castigo sufrido, es un mundo que no tiene nada que ver con esa idea de justicia que surgió colectivamente en aquel momento, aquella tarde, en el Cementerio Mayor de Milán. Así, esa noche, sin que nadie lo quisiera ni lo supiera, surgió una idea de justicia que no había existido hasta entonces, una idea que supera y hace risible el deseo individual, la fantasía individual de disparar a bocajarro al buen comisario Calabresi, un deseo y una fantasía que ciertamente cultivaron casi todos los presentes, pero que, como todos los deseos y fantasías, poco después, con la vuelta a la vida cotidiana, desaparecen en la nada.

Por el contrario, esta idea de justicia (que podría llamarse “proletaria” si, como se ha señalado acertadamente, el polvo de los milenios no hubiera caído sobre este término, haciéndolo inservible), que, al no saber cómo llamarla, seguiremos llamando, simplemente, justicia; esta idea de justicia ha seguido abriéndose paso entre todos nosotros, nos ha mantenido unidos, compañeros que nunca han estado cerca de mí, que estuvieron presentes aquella noche, a los que solo he visto algunas veces después, en otros lugares, ocupados en otros asuntos, ellos y yo, compañeros para quienes, que quede claro, tengo muy poca estima, cuando no franca antipatía y desprecio, pues por el simple hecho de que ellos también estaban allí esa noche, cada vez que la lejana pero muy viva voz de la justicia me llama, agitando mi corazón, me siento de nuevo cerca de estos compañeros.

Por eso sé quién mató al jefe de policía Luigi Calabresi el 17 de mayo de 1972, afuera de su casa en la calle Cherubini 6, en Milán, a las nueve y cuarto de la mañana.

Esos mil compañeros, o más, presentes en la tumba 434, lote 76, del Cementerio Mayor de Milán, todos apretamos el gatillo.

No hay perdón, no hay piedad.

Addio Lugano Bella.

Catania, 12 de julio de 1998
Alfredo M. Bonanno

 

Introducción a la primera edición del libro Io so chi ha ucciso il commissario Luigi Calabresi

 

Notas agregadas:

[1] Paolo Braschi, anarquista de Livorno, detenido en 1969, acusado junto a otras cinco personas de los atentados en la Feria Comercial y en la estación de trenes de Milán, que causaron varios heridos. Calabresi dirigió las acusaciones contra los anarquistas. Braschi estuvo encarcelado por dos años, luego fueron exonerados.

[2] Giovanni Ventura, neofascista que abrió una librería y una editorial de publicaciones reaccionarias, aunque también textos marxistas y anarquistas. Fue coacusado con Franco Freda de colocar bombas en trenes de pasajeros y en la Piazza Fontana que provocaron numerosas víctimas. Se les absolvió.

[3] Lotta Continua, organización marxista-leninista cuyos dirigentes fueron denunciados, en 1988, por un antiguo miembro de supuestamente haber ordenado la ejecución de Calabresi. Tres acusados fueron condenados a veintidós años de prisión en 1997, mientras que el delator fue perdonado.

[4] En 1995 se inició el Proceso Marini contra decenas de anarquistas. Las acusaciones de pertenencia a una organización insurreccional se fundamentan en la colaboración de una mujer arrepentida cuyos testimonios le fueron dictados por la policía. En 2004, once compañeros son condenados a penas de prisión, entre ellos Bonnano.

[5] Adiós, bella Lugano. Canto tradicional anarquista compuesto por Pietro Gori, a finales del siglo XIX, durante su encarcelamiento, tras ser expulsado de la población suiza de Lugano. Es una poesía sobre la anarquía, el amor, el exilio y la venganza. Se le han ido añadiendo versos que exaltan la vindicación anarquista.