“Comunidades… se definen mejor en términos de relaciones de comida, nos preguntamos ¿quién se come a quién?”

Marston Bates

Allá, por donde quiera que voy escucho hablar de la “comunidad”. Parece ser algo que todos necesitan, algo a lo que todo el mundo debe estar dispuesto a someterse. En las grandes ciudades es sencillo ignorar esos llamados a integrarse a la comunidad, pues para los defensores desarmados [1] de la comunidad es difícil entrometerse directamente en la vida de las demás personas. Ahora vivo en una zona rural. Tiene muchas ventajas, pero su población humana incluye muchos izquierdistas, activistas y optimistas, en definitiva, entrometidos para los cuales la comunidad es sagrada, una especie de deidad impersonal a la que estos creyentes quieren que todo el mundo conozca. Los comunitaristas locales definen lo que entienden por “comunidad” muy claramente con sus reproches hacia quienes no se ajustan a los estándares de la comunidad y sus intentos por sumar gente que esté en contra de dichos elementos antisociales. De hecho, es una cuestión de “quién se come a quién”, gastando su tiempo en carcomer la reputación de aquellos que no encajan en sus códigos. La comunidad, como un ideal, está en oposición a la individualidad, ya que requiere de la contención de las individualidades en pos de una supuesta importancia mayor del todo/conjunto. Yo no reconozco tal importancia mayor del todo/conjunto, al cual debería darle poder, por lo  que no me interesa la comunidad. ¿Quiere decir esto que deseo estar aislado? Bueno, a veces, yo valoro mi soledad. Pero a veces me gusta divertirme junto a los demás. Simplemente no quiero entregarme a ningún “todo/conjunto mayor”. Y  el término “comunidad”, como sus defensores lo utilizan, es solo un “todo/conjunto mayor” impuesto. Sus defensores lo usan para cumplir con los roles aceptados que tú y yo desempeñamos, esto nos convierte en meros bits  electrónicos que viajan a través de la máquina social cibernética, suprimiendo  las particularidades que nos hacen interesantes a ti y a mi, el uno para el otro.
Esto aumenta el aislamiento, ya que se vuelve cada vez más difícil para cualquier persona conocer a los demás, excepto que nos comportemos  mediante conforme a esas funciones sociales. En realidad, la función que tengas no me interesa. Tus particularidades, esas propiedades únicas a través de las cuales te creas a ti mismo, son la razón por la que deseo conocerte,  para interactuar contigo, ya que las normas de la comunidad sirven para reprimir esas particularidades. Así las cosas, no quiero una comunidad. Deseo amigos, compañeros, camaradas, cómplices y amantes. En otras palabras,  deseo crear intencional, y apasionadamente, relaciones con individuos específicos, porque veo un potencial para el disfrute mutuo y el beneficio mutuo. Amistades, compañerismo, amantes, camaradería y complicidades  no son cosas a las que pertenezco, sino interacciones que voluntariamente creo con los demás. Los orígenes etimológicos de algunas de estas palabras dejan esto claro.

• Un amigo es alguien con quien se prefiere pasar tiempo, sin sentir amor por esa persona.

• Un compañero es alguien con quien se está dispuesto a compartir la comida.

• Un camarada es alguien con el que se desea compartir una habitación.

• Un cómplice es alguien con el que se desea unir fuerzas para algún propósito.

• Y un amante es alguien con quien se es capaz de disfrutar mutuamente y compartir placeres.[2]

En cada uno de estos casos, no hay un “todo/conjunto”, no hay un poder superior que fuerce a cumplir unas obligaciones, simplemente dos o más individuos que eligen entretejer sus particularidades únicas con el fin de disfrutar mejor sus vidas o lograr un esfuerzo mutuamente beneficioso para ellos. La individualidad, la singularidad incomparable y absoluta de cada uno de los involucrados, proporciona la base para la reciprocidad de este tipo de relaciones –relaciones que nunca son “más importantes que la suma de sus partes”, sino más bien aumentan la grandeza de cada uno de los individuos que participan en ella–.

Hay otras dos formas de relacionarme que puedo no desear o valorar tanto como las que acabo de describir, pero que aún así prefiero antes que la tolerancia mutua y el consentimiento tan necesarios para la comunidad: la enemistad y el desprecio. Limitarme a tolerar a los demás, es intolerable para mí. Si tus proyectos, objetivos o deseos están en conflicto con los míos, vamos a ser enemigos. Si tú no eres un enemigo digno, te despreciaré. Hacerlo de otra manera –en nombre de la comunidad o de “llevarse bien”–sería un insulto  a tu individualidad y a tu singularidad, y reforzaría la mentira de la comunidad.

Apio Ludd

Publicado en el N° 18 de la revista My Own. 6 de febrero de 2016.


1. Por supuesto, las fuerzas armadas de la comunidad, los  policías, tienen la capacidad de imponer estándares para la comunidad.

2. Por supuesto, existen “camaraderías” impuestas, por ejemplo: el prisionero con un compañero de celda o el recluta en el cuartel.