He criticado a Malatesta por su actitud, poco cordial, asumida en lo concerniente a la bomba del Diana. De hecho a él lo arrestaron un mes después que a mí, el 17 de Octubre de 1920, por instigar a la revolución.

En Italia estaba por desencadenarse la furibunda reacción fascista, ante la cobarde rendición de los socialistas que no supieron levantar barricadas; ésta reacción, ayudada y subvencionada por la burguesía y su Estado, tuvo la necesidad de quitar de la circulación al único revolucionario con cierta seriedad, supuestamente, en la fosa que es la península itálica. Malatesta, encarcelado hacía varios meses, empezó en San Vittore una huelga de hambre en protesta contra el tribunal liberal que no se decidía nunca a fijar la fecha de su proceso. Pero el tribunal no cedía y Malatesta, después de varios días de ayuno, extenuado por la debilidad, estaba a punto de morir.

Nadie se levantaba en su favor. El proletariado, el eterno cordero cornudo y balante, revestido con cabellera de león por sólo un instante pero que, luego, envilecido por la indecisión y la cobardía de sus jefes y aterrorizado por los garrotes de los fascistas, reculaba como humilde siervo, no se sacudía de la inercia y dejaba al viejo agitador morir de hambre en las mazmorras, después de tanto haberlo homenajeado al momento de su regreso a Italia.

Los socialistas que estaban divididos de los comunistas, no pensaban más que en arremeter contra ellos mismos. Gramsci, en sus columnas de “L’Ordine Nuovo”, lanzaba contra Nenni todos los calificativos tomados del vocabulario de los burdeles, y Nenni (valiente defensor de los comunistas, en la actualidad) contestaba a Gramsci y a los bolcheviques, desde su columna en “L’Avanti!”, valiéndose de los epítetos utilizados en las peleas más feroces. Así entre las acusaciones que se lanzaban recíprocamente, la lucha intestina que los despedazaba y la reacción que los debilitaba, no pensaban, los militantes de ambos partidos, siquiera lejanamente, en mover un dedo en defensa de Malatesta. En realidad no les hubiera desagradado si un negador del Estado desapareciera de la tierra.

Los anarquistas organizadores hacían mucho ruido pero nada en concreto. Gigi Damiani, desde las columnas de “Umanità Nova”, instigaba a la acción declarando que si nadie se movilizaba en defensa del viejo, él rompería su pluma como protesta. Pero nadie se movía, y Damiani no rompía su pluma porque ésta le hacía falta, como a los siervos actuales, para mantener su sueldo de reportero anarquista.

Los únicos que intervinieron en favor de Malatesta fueron los individualistas. Aquellos individualistas contra los que él siempre había luchado y que eran objeto de sus burlas. Actuaron, véase, no sólo para defender a un pobre viejo abandonado por todos, después de una vida entera de lucha revolucionaria, sino porque creyeron que así sacudían la pacífica resignación de las multitudes que toleraban, sin decir palabra, el martirio de quien había sido su Apóstol, y golpeaban la siniestra ferocidad de la clase dominante que quería, con la violencia, mantener imperturbable su poder.

Giuseppe Boldrini, Ettore Aguggini y Giuseppe Mariani hicieron estallar una bomba en el teatro Diana de Milán. Hubo muertos y heridos. La opinión pública se indignó con los anarquistas. Malatesta, a penas conocida la noticia, condenó el atentado y, en signo de protesta, interrumpió la huelga de hambre. Con esa evasiva se salvó. De lo contrario no hubiera podido volver a alimentarse sin que el ridículo lo cubriera, y en consecuencia terminara su fama de héroe que prefiere morir antes que ceder. Siempre condenó el atentado del Diana, y acabó definiéndolo como obra de “desesperados que ni siquiera son anarquistas, porque el anarquista cree en el porvenir”. Él se presentó en la Corte de Assise en Milán, bajo la pelusa del utopista que aborrece el terror, y fue absuelto.

Pero Mariani, Aguggini y Boldrini, que habían actuado en su defensa, sufrieron una condena de ergástula. Además fueron condenados más duramente pues, en la audiencia, se afirmó que su acción fue tan infame que suscitó la reprobación del mismo Malatesta. En la cárcel, Boldrini y Aguggini murieron; y el pobre de Mariani salió después de 25 años, débil en extremo, y fue a caer en las manos de los secuaces de San Errico Malatesta, los cuales lo han obligado a renegar de su gesto.

Las consideraciones no favorables a la actitud de Malatesta, en lo concerniente a los terroristas, yo las exponía con franqueza en las reuniones de exiliados de la “Casa Común” atrayéndome las protestas y la ira de los imbéciles idólatras malatestianos. Me decían estos que San Errico había sido coherente porque siempre condenó la rebelión individual. Yo contestaba con naturalidad, que el caso del Diana le había sido, convenientemente, de mucha utilidad, además que selló su infamia contra los terroristas. Discutíamos ferozmente y, muchas veces, llegamos a los golpes.

Enzo Martucci

Tomado del libro “La Setta Rossa”, 1953.