El ser humano vivió durante el 99% de su historia de la recolección y de la caza. La agricultura no apareció hasta hace unos 12.000 años de forma precaria e incipiente en el Creciente Fértil. En la que posiblemente sea la primera ciudad de la historia, Çatal Höyuk, fundada hace unos 9.000 años en la península de Anatolia, las prácticas agrícolas eran tan precarias como subsidiarias. La mayoría de su alimento, a pesar de su sedentarismo, provenía de la caza y de la recolección. En América la agricultura no apareció hasta el 5000 a.C. Y tan sólo en cinco zonas se ha podido constatar que se haya desarrollado la producción de alimentos de forma original: en el Creciente Fértil, el Sureste chino, los Andes, Mesoamérica y en el Este de América del Norte. Según parece lo más probable, en el resto de los espacios la agricultura se desarrolló por imposición o por imitación. Por otra parte, el ser humano tuvo capacidad cognitiva y técnica desde hace decenas o cientos de miles de años para adoptar la agricultura. Es difícilmente sostenible que no se haya iniciado la producción agrícola durante este largo periodo de tiempo por el hecho de carecer de la idea de cómo hacerlo. Como señala Diamond, cualquier grupo humano que tenga una relación tan íntima con su entorno como la que tienen los grupos de cazadores-recolectores, capaz de acopiar registros de plantas y pautas ecológicas al nivel que lo hacían ellos, a un nivel tal que a veces rivaliza con los propios conocimientos de los etnobotánicos actuales, cualquier grupo humano así, debería saber cómo poder favorecer la reproducción de la especies vegetales. Al fin y al cabo, podemos constatar que no pocas de estas sociedades forrajeras utilizaban técnicas para aumentar la reproducción de ciertas plantas y árboles, como lo es la limpieza del terreno en torno a ciertos árboles frutales, con el fin de defenderlos de otras especies indeseadas y que compiten con estos árboles en su reproducción. Podemos constatar que conocían estas técnicas y las utilizaban pero aún así no decidían dar el salto a la vida agrícola. No se trataba de un asunto de carencia de know how, por tanto. Podemos afirmar con bastante seguridad que el ser humano vivió durante un inmenso periodo de tiempo sin querer sedentarizarse ni dedicarse a trabajar la tierra. Entonces la pregunta es por qué no surgió la agricultura antes, y también, por qué apareció en tan pocos lugares. ¿No deseaban todas esas gentes el progreso?

Marvin Harris ironizaba sobre la respuesta tradicional de corte progresista que solía darse con respecto a este dilema:

“Los cazadores-recolectores ocupaban todo su tiempo en la búsqueda de lo suficiente para comer. No podían producir un ‘excedente más allá de la subsistencia’ de modo que vivían en el límite de la extinción, padeciendo enfermedades crónicas y hambre. En consecuencia, era natural que desearan establecerse y vivir en aldeas permanentes, pero no se les ocurrió la idea de plantar semillas. Un día, un genio anónimo dejó caer unas simientes en un hoyo y muy pronto se iniciaron los cultivos en forma regular. La gente ya no tenía que trasladarse continuamente en busca de caza y el nuevo tiempo libre favoreció el pensamiento. Este hecho condujo a nuevos y más rápidos progresos en la tecnología y, por ende, a más alimentos –un ‘excedente más allá de la subsistencia’-, lo que, finalmente, hizo posible que algunas personas se apartaran de la agricultura y se convirtieran en artesanos, sacerdotes y gobernantes”.

Este tipo de explicaciones, de las cuales cómicamente se mofaba Harris, se han visto desmentida con los trabajos de las últimas cuatro décadas. Marshall Sahlins, uno de los principales disidentes de este paradigma explicativo, descubrió en esta argumentación el legado de una visión etnocéntrica y burguesa: al considerar al ser humano “primitivo” desde la óptica del ser humano moderno, al atribuirle los deseos y aspiraciones de éste y una tecnología precaria para saciar las necesidades que estos deseos y aspiraciones producen en la actualidad, se concluía que el hombre primitivo debía sentirse frustrado y miserable. En palabras de Sahlins: “habiéndole atribuido al cazador impulsos burgueses y herramientas paleolíticas juzgamos su situación desesperada por adelantado”. Este mismo error de la antropología progresista había sido denunciado dos siglos antes por Rousseau al respecto de sus contemporáneos y antecesores. El ginebrino, muy especialmente en relación a Hobbes, advertía que “todos hablando sin cesar de necesidad, de avidez, de opresión, de deseos y de orgullo, han trasplantado al estado de naturaleza ideas que habían tomado en la sociedad; hablaban del hombre salvaje, pero dibujaban al hombre civil”. De tal manera, siendo observable que en nuestras propias sociedades a pesar de los avances tecnológicos no somos capaces (por cuestiones políticas) de satisfacer las necesidades más básicas de una importante fracción de la población, ¿cómo los primitivos, dotados solamente de “un arco con unas flechas”, podrían haberlo hecho? Tenían que ser pobres…

No obstante, la pobreza no tiene por qué guardar relación con el nivel tecnológico, por muy extraño que nos pueda parecer. La pobreza es una relación entre medios y fines; es una cuestión de deseo y carencia, es una cuestión también de representaciones culturales. Como decía Marx, una chabola al lado de una chabola no es riqueza ni pobreza, pero en el momento en que junto a la chabola se ubica un castillo, la chabola deviene pobreza.

La Economía Política es la ciencia de la escasez. La necesidad no es evidente por sí misma. Aun a pesar de las llamadas a lo biológico, la necesidad es siempre construida por el deseo. En palabras de Deleuze y Guattari, “la carencia es preparada, organizada, en la producción social”. Así, podemos decir que de lo que trata realmente la Economía Política es de “organizar la escasez, la carencia, en la abundancia de la producción, hacer que todo el deseo caiga en el gran miedo a carecer, hacer que el objeto dependa de una producción real que se supone exterior al deseo (las exigencias de la racionalidad), mientras que la producción del deseo pasa al fantasma”. La economía olvida que el deseo no puede ser sino producción, como el elán de Bergson, y lo trata como si fuese carencia y como producto de algo ajeno: las necesidades. Pero, ¿acaso la carencia puede producir? ¿Acaso puede haber transformación y movimiento en la ausencia?

La Economía Política parte de un supuesto de necesidades infinitas para medios limitados y trata de cómo adecuarlos de la mejor manera. Pero, como señalaba Polanyi, no es evidente por sí mismo que haya necesidades infinitas ni medios limitados. Puede ocurrir lo contrario. Tenemos aire en abundancia que respirar, pero no de forma perentoria mucha necesidad de surcarlo con aviones. Realmente lo que ha hecho la economía capitalista es producir la carencia (atrapar el deseo en el fantasma). Sin embargo existe un camino zen, nos dirá Sahlins, para llegar a la riqueza: teniendo pocas necesidades; produciendo deseo y no carencia, dirían Deleuze y Guattari. Un camino parecido a éste puede ser el de distintos grupos cazadores-recolectores, por eso no deberíamos catalogarlos como pobres sino que, tal vez, como en su momento hizo Sahlins, es decir, como sociedades de la opulencia: sociedades de festín o carestía, pero carestía muy esporádica y asimilada como parte de la opulencia, una sociedad de prodigalidad a fin de cuentas.

El capitalismo es una creación constante de carencias. Podría decirse que las crea de forma compulsiva, produciendo simulacros deseados. Toda adquisición de productos en el reino del capital suele ser al mismo tiempo una privación. De nuevo Sahlins:

“El sistema industrial y de mercado instituye la pobreza de una manera que no tiene parangón alguno y en un grado que hasta nuestros días no se había alcanzado ni aproximadamente. (…) el mercado pone a disposición de los consumidores un deslumbrante conjunto de productos: todas las cosas deseables al alcance de la mano pero nunca del todo al alcance de su mano. Lo que es peor, en este juego de libre elección del consumidor, cada adquisición es al mismo tiempo una privación, porque cada vez que se compra algo se deja de lado otra cosa, en general poco menos deseable, e incluso más deseable en otros aspectos, que podríamos haber tenido en lugar de la otra. (…) La escasez es el juicio dictado por nuestra economía y, por lo tanto, también el axioma que dicta nuestra Economía”.

Pero, aunque el problema real efectivamente guarda relación con la producción sociocultural del deseo como carencia, va más allá de lo que escribía aquí Sahlins. Pues la privación –la carencia- no se construye sólo en la elección entre productos distintitos sino en el seno del propio producto. Lo que se compra nunca es el producto total que realmente se desea. Quien desea el “original” en el turismo sólo lo encontrará en la postal pues el lugar que simula es, muy posiblemente y como consecuencia de la conjunción del flujo capital-turismo, una simulación de la imagen publicitaria. La mayoría de las veces no deseamos un simple producto desnudo en su materialidad. Lo que deseamos es toda una puesta en escena a la que no tenemos un acceso en su totalidad. Deseamos mucho más que cierta materialidad: nadie desea simplemente un coche de cierta forma, color y potencia, sino todo un conjunto que lo rodea y se inscribe en él. Deseamos todos los valores, estatus y sensaciones con los que se agencia, pero la sensación de libertad después es frustrada por la realidad congestionada de los atascos o por el precio de la gasolina (y el trabajo que requiere para ser pagada; trabajo siempre como contraparte sacrificial del ocio, cuando no ocio como prolongación del trabajo). Aunque evidentemente no todo es tan terrible y en el consumo encontramos grandes dosis de gozo es también cierto que, en buena medida, la sociedad del espectáculo produce un volumen realmente alto de carencias y de deseos-carencia destinados a convertirse en escasez en tanto que o bien no tienen contraparte en lo real, que son simulacros y no se pueden materializar o bien solo se puede aspirar a sucedáneos, o bien están completamente fuera del alcance. Un volumen alto de carencia y escasez; alto en términos relativos. Alto, por ejemplo, en comparación con los grupos cazadores-recolectores que estaban escasamente tocados por la producción de carestía capitalística. Indudablemente, los grupos de cazadores-recolectores eran más felices hace “x” décadas que, una vez incluidos por completo en el circuito capitalista, se convirtieron en obreros, amas de casa, alcohólicos y prostitutas. Los antropólogos o las organizaciones de apoyo a los pueblos indígenas como Survival pueden dar fe de esto. La “civilización” es muy probable que no sea un gran progreso para muchos de ellos.

Ahora bien, no quiere esto decir que entre los grupos forrajeros su deseo no produjese carencia –pobreza- ni tampoco que, al igual que a nosotros, los objetos no saciasen su apetito de forma demasiado efímera en muchos casos. Pero, según nos informaban los relatos etnográficos, la “carestía” se vivenciaba de otra manera, con menos angustia si acaso. Entre los San, por ejemplo, las posesiones se guardaban caóticamente sin ninguna consideración ni preocuparse demasiado por conservarlas o si se rompían. Los Batek trocaban aparatos radiofónicos por piezas de caza y descuidaban su uso sin importarles mucho el que se estropeasen. Entre los Mbuti Turnbull observó que un hombre dejaba estropear a su hijo pequeño una pipa que acababa de fabricar. Alegaba que no le importaba demasiado ya que fácilmente podría reemplazarla. Los objetos construidos socialmente como necesidades podían ser repuestos sin demasiado esfuerzo, siempre había tiempo para ello, y el esfuerzo no era tan penoso como en nuestras jornadas de trabajo. Con el fin de conseguir otro más, y otro, desperdiciamos la mitad de nuestra vida de vigilia en largas jornadas en trabajos que no deseamos, incluso odiamos.

En términos de deseo-necesidad no sería justo decir que nosotros somos más ricos que las sociedades forrajeras. Pero es que, además, la lógica de los sistemas de dominación capitalista provoca que incluso las necesidades biológicas de subsistencia queden en muchos casos sin saciar. Suelen citarse apabullantes estadísticas de hambre y desnutrición en el mundo (800 millones de lo primero y unos 2.000 millones de personas desnutridas), y tal vez sean cifras exageradas, pero lo que parece cierto es que incluso en términos de subsistencia biológica el mundo de hoy es más pobre.

El reformador Tomás Moro se quejaba: “si vais a castigar definitivamente a los que de mayores cometen las infamias que ya desde la niñez se veía que iban a cometer (…) ¿qué otra cosa hacéis, pregunto, sino hacer ladrones, a los que luego vosotros mismos ejecutáis?” Ser mendigo, una consecuencia de la pobreza creada por las pautas de la dominación, era castigado con la pena capital en tiempos de Moro. En la sociedad actual ocurre algo de lo mismo con los emigrantes que mueren en las pateras o se dejan la piel en las cuchillas de la valla fronteriza. De nuevo las “víctimas” acaban siendo culpabilizadas: ¿Acaso no carecen de derecho a circular? ¿Por qué iban a tener derecho a la movilidad donde debe imperar el estriamiento de la soberanía estatal? El capital debe tener libertad de movimiento, las personas sólo el necesario para los fines de éste.

El hambre y la desnutrición hoy en día son un efecto político. Una condición inmanente al juego económico capitalista. El hambre y la desnutrición son una mera consecuencia de la dominación. Pero, ¿acaso fue esto siempre así? ¿Siempre ha existido explotación económica y dominación política? Bajo muchos regímenes agrícolas e industriales el hambre se ha constituido en una epidemia crónica. ¿Fue alguna vez de forma diferente?

En 1960 un estudio sobre los aborígenes australianos realizado por McArhur y McCarty comenzó a desmentir otro de los mitos progresistas que dice que los avances tecnológicos acarrean necesariamente reducción de horas de trabajo y reducción de esfuerzos físicos. Haciendo un recuento del tiempo de “trabajo” de dos poblaciones aborígenes llegaron a la conclusión de que estas labores no les quitaban demasiado tiempo: dedicaban en total una media de entre 3 hs 45 min y 5 horas diarias a un conjunto de actividades diversas que abarcaban la caza, la recolección, la preparación de comida, la preparación y reparación de herramientas, la construcción y reparación de la exigua vivienda. No necesitaban invertir en todas estas tareas ni la mitad del tiempo que dedicamos nosotros al mero hecho de conseguir dinero (a parte debemos contabilizar todo ese tiempo que gastamos en comprar, arreglar la vivienda, limpiarla, vestirnos de la manera requerida para producir, desplazarnos al lugar de trabajo, etc.). Pudieron constatar también que estas actividades no eran para ellos ni una ardua labor ni nada frustrante. No las toman “como un trabajo desagradable que haya que completar cuanto antes sea posible, ni tampoco como un mal necesario que deba posponerse tanto como se pueda”. Más aún, lo cierto es que no las tomaban como “trabajo” alguno. De hecho, no tenían palabras para diferenciar trabajo de juego, ni para diferenciar el trabajo como una actividad diferenciada en términos de “producción”.

McArthur y McCarty obtuvieron estos datos a partir de una observación de una semana (en el campamento donde se “trabajaba” 5 horas) y dos semanas (en el de las 3hs 45 min.). Una observación mucho más prolongada y minuciosa fue la efectuada por Richard B. Lee en el desierto del Kalahari. Sus resultados fueron aún más sorprendentes: los bosquimanos dedicaban a la caza y a la recolección una media diaria de 2 hs y 9min los hombres y 2 hs y 10 min las mujeres. Las tesis que consideraban la vida primitiva como una vida al borde de la subsistencia, aquí, como en el caso australiano, eran negadas, precisamente para las poblaciones que se suponían más acuciadas por la subsistencia: los cazadores-recolectores que viven en zonas desérticas.

Los bosquimanos “trabajando” poco más de una media de dos horas al día (15 horas semanales) obtenían al día, contabiliza Lee, unas 200 calorías más de las que necesitaban y, aunque el 90% de su aporte calórico provenía del consumo de las nueces mondongo, comían una variedad de alimentos mucho mayor de la esperada. De hecho, no comían muchas especies animales y vegetales de las que aún así consideran comestibles. Y no lo hacían por el hecho de que a su paladar tenían peor gusto. Por último, Richard Lee rechazaba la hipótesis de “al borde de la subsistencia” al percatarse de que cada año se pudrían en el suelo millones de nueces mondongo, como decía, su principal fuente de alimento. Definitivamente, dedicaban mucho menos tiempo que nosotros a labores de subsistencia (ni la tercera parte) por el simple hecho de que no querían y porque tampoco necesitan más. No ansiaban la maximización de “beneficios”. Preferían organizar su vida para el placer, la ritualidad social y para el relax antes que para la acaparación. Su organización social era contraria al homo oeconomicus, como también era contraria a las formas del autoritarismo despóticas (según Silverbauer nada está peor visto que esto entre los San). En este sentido parece que no es del todo exagerado decir que la organización de su vida era más racional que la nuestra, a mucho menor “nivel” de “progreso”.

Pero esto no sólo ocurre entre los cazadores-recolectores que aún persisten en las tierras desérticas, sino también en las zonas selváticas y los bosques. Los Hadza estudiados por Woodburn vivían en un terreno más fecundo. Según Woodburn, las gentes de esta tribu parecían mucho más preocupadas por los juegos de azar que por los azares de la caza. Dedicaban alrededor de un par de horas al día para la consecución de alimentos. Entre los Mbuti de la selva del Congo estudiados por Turnbull la realidad era parecida. Las fiestas entre ellos eran muy numerosas. Cuando daban caza a un elefante trasladaban el campamento a donde moría el animal y se pasaban una semana de fiesta continua sin preocupaciones. Cuando había alguna riña o disputa se convocaba el molimo (una fiesta tribal asamblearia para dirimir litigios) y una vez solucionados los problemas se realizaban fiestas exuberantes de comida que duraban toda la noche. El fin era devolverle la alegría al espíritu de la selva, al grupo también. Cualquier excusa valía para hacer una fiesta. La temporada de la miel, que dura un par de meses al año, era ya de por sí una fiesta continua, como también ocurre entre los Semang malayos, que de igual modo gustaban de este producto que la naturaleza les regalaba con prodigalidad.

Los bosquimanos vivieron durante siglos rodeados de bantúes que practicaban el pastoreo y la agricultura pero nunca lo adoptaron. Esto a un progresista del viejo paradigma le podía parecer sorprendente. Richard Lee les preguntó el por qué, los bosquimanos le contestaron con otra pregunta: “¿para qué plantar cuando hay tantas nueces de mondongo en el mundo?” A los bosquimanos la agricultura les parecía algo inútil. A los Mbuti incluso algo despreciable. Ellos rechazaron por largo tiempo (y aún hoy algunos siguen rechazando) la agricultura y la “civilización”: es demasiado dura, demasiado penosa. El trabajo agrícola es más duro y más aburrido, ¿si hay alimento suficiente para qué iban a querer adoptar estas prácticas?

Un error del viejo paradigma era partir de la base de que la agricultura además de reducir el tiempo de trabajo, algo que no es cierto, mejoraba también el nivel de vida, mejoraba la alimentación y la esperanza de vida. Pero esta hipótesis, complaciente con las teorías del progreso, también se ha visto desmentida. Como señala Livi Bacci, se ha podido constatar que con la adopción neolítica de la agricultura el nivel de vida bajó, las horas de trabajo aumentaron y la rentabilidad del mismo disminuyó. La alimentación se hizo más pobre y menos variada. La mortalidad aumentó debido a la precarización del alimento (reducido a unos pocos productos cultivados) y a las nuevas enfermedades, derivadas de la contaminación ambiental de la producción sedentaria y de las enfermedades provocadas por el contacto estrecho con los animales domesticados. Aún así, la agricultura sedentaria supuso un aumentó drástico de población al aumentar la fecundidad y la producción total de alimentos. Lo cierto es que en lo único en que la agricultura aventajaba a la caza-recolección es precisamente en que es capaz de alimentar a más población en un determinado terreno. Tiene otra segunda “ventaja”: permite desarrollar con mucha más facilidad instituciones autoritarias que puedan crear y gestionar ejércitos más efectivos, más grandes y más disciplinados que las pequeñas hordas guerreras de los nómadas cazadores-recolectores. La agricultura favoreció la aparición del estado y la guerra, si bien solo allí donde las relaciones de poder se articularon de una manera muy concreta.

Es difícil defender que la adopción de la agricultura con respecto a la vida forrajera haya representado algún progreso, como tampoco representó ningún progreso la constitución de la “civilización” y su formación estatal. Desde sus inicios todo lo que cosechó fueron guerras, saqueos, epidemias y trabajos forzados para levantar templos en honor al déspota. El progreso es un mito complaciente con el estado de las cosas.

Hemos intentado argumentar que no es posible hablar de progreso a la hora de comparar las sociedades forrajeras conocidas con distintas sociedades agrarias (por lo demás, extremamente heterogéneas), que no es posible hacerlo ni en términos de deseo ni de bienestar material. Más aún, ni siquiera podemos hablar de un progreso económico comparando los grupos cazadoras-recolectoras con las sociedades agrarias, ni siquiera en comparación con las civilizaciones. Como decíamos, la pobreza es una construcción social relativa, “y como tal es un invento de la civilización. Ha crecido con la civilización, a la vez como una envidiosa distinción entre clases y fundamentalmente como una relación de dependencia que puede hacer a los agricultores más susceptibles a las catástrofes naturales que cualquier campamento o poblado de invierno de los esquimales de Alaska”. Lo cierto es que, cuando Lee midió el tiempo de trabajo de los bosquimanos del Dobe se hallaban en una fuerte sequía, que había repercutido gravemente entre los bantúes pero había pasado casi desapercibida entre los bosquimanos.

Antón Fernández de Rota

Fragmento del texto publicado en la revista “Estudios Humanísticos. Historia”, nº6, 2007