Para poder “esperar” algo de la clase trabajadora, se la idealizó hasta extremos de grotesco fideísmo, convirtiendo al obrero en una abstracción, depósito vacío colmado con destilaciones entusiásticas de romanticismo y metafísica.

Quienes así procedían, hallábanse asimismo poseídos por la esperanza, y muy pocas veces pertenecían a esa órbita del trabajo físico magnificada como redentora casi profética de la humanidad.

Por extraño que parezca, la mitificación de la Clase Trabajadora como Sujeto de la Historia, agente de la Revolución definitiva, verdugo de la necesidad y de la opresión, se sirvió desde el principio de conceptos religiosos, sutilmente desplazados. Había heredado del Cristianismo, al que sólo superficialmente combatía, una misma formulación de la esperanza. Predilectos los miserables, los pobres, los últimos de la fila, tanto del Cristianismo como del Marxismo, en ellos había que depositar toda la fe: estos últimos que serán los primeros, Clase Elegida, Salvadores de una especie humana hundida para unos en el Pecado y para otros en el Error y el Interés, se hallarían, lo sepan o no, en el verdadero camino liberador, generosos, solidarios, incorruptos, bienintencionados.

De su mano, por su lucha, el hombre arribaría a un Paraíso que la ideología comunista bajó de los Cielos casi intacto. Los hombres serían allí como ángeles, felices y satisfechos. En la base de esta esperanza de un Paraíso, que cuenta ya con su orfebre, se halla siempre la identificación (en el “aquí-y-ahora”) de un Valle de Lágrimas odioso e insoportable, hecho para el Marxismo de fábricas inmundas, patrones despiadados, estómagos vacíos, cerebros confundidos…

Si para el Cristianismo eran las tentaciones, el vicio, las seducciones de la carne, la obra de Satanás, lo que alejaba al hombre de Dios y de su salvación; para el Marxismo serían las falsas conciencias, las ideologías, las mistificaciones, la obra de la Burguesía y de su Estado, lo que distraería al obrero de su misión histórica, obstruyendo la progresión hacia ese Reino de la Libertad sito al final de los tiempos. Embotados de esperanza, los sentidos de estos profetas no percibían el mundo tal y como era, no captaban al hombre de carne y hueso, nada atisbaban de una realidad más ramplona, más ligera, más sencilla.

Como el obrero que asomaba por las calles cada mañana no coincidía con el diseñado para sostener su esperanza de Otro Mundo, considerábanle mixtificado, manipulado, embrutecido, alienado. Cabía esperarlo todo de él, pero cuando llegara a ser él mismo. Se requería así un trabajo de educación, de casi evangelización, de adoctrinamiento, encargado a una “minoría consciente” detentadora de la Verdad y experta en “deshacer” ideologías, espejismos, patéticas ilusiones, arterías de “Satán-El Capital”.

Sindicalistas lo mismo que sacerdotes, dirigentes de partido como jerarcas de la Iglesia, afiliados tal misioneros, simpatizantes-creyentes, se esforzaron entonces en que el Obrero volviera a ser el que de hecho, y a pesar de las apariencias, siempre había sido, y siguiera el camino que no seguía pero que, en el fondo de sí mismo, sabía que debía seguir. En su desnudez, sin mistificaciones, consciente de sí mismo y de cuanto lo erigía en miembro de una clase, el obrero era “bueno” y deseaba Lo Mejor para sí y para los demás. La “bondad’, concepto cristiano, se instalaba de ese modo en el corazón del pensamiento comunista, si bien de forma no-declarada. Y también se enquistaba allí la patraña del “amor”, llamado ahora “solidaridad’. “Amando al prójimo tanto como a sí mismo”, hermano de todos los que, como él, sufrían y eran explotados (es decir, habiendo adquirido “consciencia de clase”), el obrero bondadoso destruiría todo lo que convierte el mundo de los hombres en un Valle de Lágrimas…¡Menuda embriaguez de esperanza! ¡Qué hartazgo de religiosidad! ¡Vaya un derroche de fe!

Mi amigo Basilio, pastor analfabeto, sabe que, mirados de cerca, los obreros ya no son el polo opuesto de los empresarios: el sueño de muchos de ellos radica precisamente en montar un negocio, con empleados bajo sus órdenes. Sabe que, dentro de la esfera reducida de su poder, llegan a ser terribles, tiranos y explotadores -de sus mujeres, de sus hijos, de sus compañeros más débiles. Con sus votos (esto lo ignoraba el pastor, aunque me dice que “puede que sí, qué me sé yo”) los obreros entronizaron el fascismo. Desearon a Hitler como caudillo.

Basta con haber sido obrero para reconocer que la subjetividad proletaria no cobija, ni en el corazón ni en el cerebro, el ideal abstruso de la Emancipación; que le es extraña, ajena, odiosa, la ética de la Solidaridad -descubre más bien una amenaza, algo parecido a un enemigo, en las víctimas de la pobreza profunda y de la marginación: gentes del Sur, razas oprimidas, minorías discriminadas,… Basta con haber trabajado entre trabajadores para admitir que éstos no desean destruir el Capitalismo, sino instalarse mejor en su seno, individualmente, luchando sin clemencia unos contra otros. Y saben muy bien lo que quieren, sin necesidad de que nadie se lo diga; sólo que no anhelan nada sublime.

No están engañados, mixtificados, alienados: son, simplemente, así. La mixtificación y el engaño residen, por el contrario, en la óptica de quienes los imaginan de otra manera. La esperanza que los atenaza es más concreta, terrenal de lado a lado, y múltiple: poseer más cosas, estar más arriba, llegar más lejos… Ni uno solo de ellos cree de verdad que le incumbe, como miembro de una clase, contribuir a una gigantesca tarea histórica liberadora. No cabe esperar nada de los trabajadores, salvo lo que cada uno de ellos espera de sí mismo. Si la desesperación no lleva a ninguna parte, las esperanzas materiales de los asalariados de este mundo tampoco. Y las esperanzas altruistas de esas minorías inebriadas de idealismo encierran a sus esclarecidos sustentadores en las galeras sin destino de una existencia estrictamente religiosa, monjil o pastoral.

El Valle de Lágrimas no es un valle, sino un desierto. Desierto de arena, polvo que arrastra el viento. Cada día de un hombre está hecho de cientos de paraísos y cientos de infiernos, unos dentro de otros, astillados éstos de aquellos, perdidos todos en la selva de las horas… La mixtificación o no existe, o es total y afecta también al campo del denunciante. La lucha contra la tiranía, contra la explotación, no augura el fin del horror, sino su remodelación, nuevas maneras de atar y usar a los hombres.

Y, hoy por hoy, no halla sus agentes mejor armados en el mundo del salario. Podría defender que el Comunismo es preferible al Capitalismo, y que allí donde arraigó dignificó inmediatamente la vida de las poblaciones, pero al precio de apuntar sin demora que se trata también de un sistema opresivo, execrable. ¡Y claro que lo prefiero al Capitalismo! Militaría en todas las insurrecciones sin esperar nada de ninguna. “No simpatizo con la clase trabajadora porque no lucha”: al decir esto me dejo capturar por alguna forma de esperanza, lo sé.

Pero no simpatizo con los obreros. De familia trabajadora, los conozco. Habiéndolo sido, los temo. Me dan miedo los obreros, menos que los funcionarios pero casi tanto como sus patronos. Como privilegio, la desesperación absoluta sitúa al hombre fuera del mundo laboral, extirpa el quiste de obrerismo que llevamos dentro. Desesperado, no se trabaja. Hay un deje aristocrático, elitista, en mi escritura; soy consciente de ello. No temo a Basilio, el más noble, verdadero aristócrata.

Si un hombre se sitúa al margen del burdel de los empleos y, habiendo escapado del salario, vive sin afectar a los demás, ese hombre es más que un rey, reina sobre sí mismo. Nadie depositará en él la menor esperanza, pues sólo sirve a la causa de su persona -una causa muy sencilla, que todos los reyes envidiarían si no los hubiera coronado la necedad y la violencia: comer, beber, hacer cosas con las manos, fornicar a menudo, no soñar jamás despierto, dormir sin sobresaltos…

Pedro García Olivo