En Italia, aquel tiempo era de tensión, angustia, desconcierto e incertidumbre. ¿Que estaba pasando? ¿A dónde se iba? Derrotadas las fábricas, el descenso de la curva se producía con velocidad progresiva. ¿Era un momento de pausa para tomar aliento y recuperar fuerzas, o era el comienzo de una terrible derrota? ¿Era la ráfaga de una hora, o la tormenta que se enfurece contra la nave poderosa, y la sacude, y la rompe, y la hunde en sus vértices sin fondo? ¿Nos habríamos detenido en el declive para reconquistar la cúspide? ¿Podremos, aunque con dificultad, salir de las gradas sangrientas?

Ciertamente, debo haber intuido nuestro oscuro mañana. Debí gritarle a todos la terrible realidad en la que habíamos caído. En verdad grité, para comprender exactamente aquella hora abrumadora, y ayudar a afrontarla, a superarla. O de lo contrario, abandonando nuestro espíritu a las perniciosas y quiméricas ilusiones, nos habríamos apresurado a la derrota irreparable.

No, no canten, no !Está perdida,

Quizá para siempre, la espléndida batalla!

Su debilidad hoy le sienta bien

A quien con leyes les oprime y aprisiona.

No, no canten, no. Pónganse de luto

Alcen las banderas, bajo el cielo negro.

«El loco sueño, ilusos, ha sido destruido»,

Sonríe feliz el viejo Dronero.

¡Oh, en aquel tiempo, la angustia de nuestros jóvenes! Su ardor; su deseo; su voluntad de hacer algo; de hacer sentir nuestra fuerza, nuestra vida, nuestra respuesta a los golpes ciegos, nocturnos y viles que provenían de los miedos de un enemigo aguerrido, armado y protegido por todas las leyes y por todas las impunidades. ¡Oh, sus ojos ardientes y llenos de lágrimas! Su silencio desdeñoso, más elocuente que cualquier discurso: ¡el temblor de sus labios que no tenían descanso! Había en el aire electricidad dispersa. Vagaba esquiva, el rostro de la muerte. Algo amenazaba con derramarse: preventiva y salvadora al mismo tiempo.

Las noticias que venían de San Vittore, la vieja prisión de Milán, eran graves. Malatesta, Borghi y Quaglino se negaban a alimentarse desde hacía una semana. Estaban agotados y enfermos: sus corazones podían desfallecer en cualquier momento. Tempestuosas habían sido nuestras reuniones aquella noche.

Calor primaveral por las calles de Milán; frescos iris de marzo en cada esquina de la calle; estrellas de oro en el cielo y una red de luces brillantes sobre la palpitante ciudad de la industria y del trabajo. Amargura y veneno en nuestros corazones; lágrimas y latidos en nuestras gargantas, y el hasta mañana, fue como un respiro, como un sollozo ahogado, como un nudo de emoción que se pasa muy mal. Un choque formidable: un grito de lacerante dolor: un temblor desesperado de la tierra y de las almas. La voz de la dinamita había sido poderosa: el aristocrático y opulento Teatro del Diana había sido completamente ensangrentado [1]. Hora triste y dolorosa para nosotros: hora pensativa de infinita angustia que lamentablemente no nos encontró a todos de acuerdo en la valoración del trágico episodio

Pero sea en los primeros momentos, cuando la caterva reaccionaria se abalanzó sobre nosotros causando estragos y burlándose de nuestras ideas; ya sea más tarde, cuando alguien me escribió el nombre de su joven esposa que fue víctima de la explosión; Yo, que siento, y con qué profundidad, la desolación que sigue a estos gestos extremos, gestos que son inevitables porque son consecuencia lógica de causas provocadas, escribí varias veces:

Los bombarderos han sido cargados por la injusticia de la sociedad, por el cinismo y por la cobardía de la reacción. Cuando la tormenta es fuerte y el cielo es negro, los relámpagos destellan rojizos en el horizonte, y el mástil cae repentinamente, decirme, ¿podríamos nosotros hacer juicio al rayo? Busquen en otra parte, busquen entre ustedes a los verdaderos responsables. ¡Guarde la sociedad el velo negro, pida perdón a esos muertos, y pida perdón a quienes fueron enterrados vivos!

Desde entonces han pasado años y nuestros ojos han visto cosas terribles. Han visto la expansión del fascismo con la reacción más abyecta, más salvaje, más bárbara, más cruel que pueda tener una reacción. Esto no es una leyenda: es una dura realidad. El mundo entero está lleno del tormento de los torturados, de los mutilados, de los estrangulados, de los acribillados. Todo el mundo sabe que Italia es una inmensa prisión: una de esas innobles galeras romanas en cuyas bodegas trabajaban con remos los esclavos, encadenados unos a otros, en su lugar de dolor y de muerte. Pensaba que al menos hoy, que finalmente hoy, después de tanta amarga experiencia, después del espectáculo de tanta innoble violencia enemiga, nosotros anarquistas finalmente nos habríamos encontrado de acuerdo sobre la valoración de los gestos de revuelta que explotan de vez en cuando en nuestras filas. Vim vi repellere – rechazar la violencia con la violencia. Pero su artículo, compañero De Santillán, me hizo reflexionar; me ha señalado dolorosamente cuan lejos estamos todavía de una mentalidad adecuada a las exigencias cada vez mayores de la guerra social; en la lucha contra el enemigo. ¡Ah! Entonces, ¿ustedes ponen en el mismo nivel de evaluación, la violencia anarquista y la violencia fascista?

Pero los fascistas golpean para amordazar, para dominar, para esclavizar, para encadenar a todo un pueblo dentro de una prisión de terror y de martirio. Los anarquistas golpean para encender una llama en esta noche profunda: para arrancar las horribles cadenas que nos hacen viles y ineptos: para decirle a la multitud: «Levántate y camina». Los unos son la mano negra de la reacción, los otros el ala blanca palpitante de la libertad: los unos son unos asquerosos sicarios pagados a un tanto por cada cabeza que cae: los otros dejan la cabeza en la horca, o la vida en las galeras.

¿Nosotros auguramos una sociedad basada en el mutuo acuerdo, sobre el amor y la justicia? Muy cierto. Pero si compañeros, si nuestros amigos, con el corazón envenenado por tantos dolores, con el alma llena de hiel por tantas injusticias sufridas o vistas sufrir, recobran de los capitalistas y de los banqueros, de estos corruptos ladrones legales, oh, no teman, un poco, solo un poco de las inmensas riquezas que ellos han robado a manos llenas; si compañeros y amigos nuestros, con la garganta llena de lágrimas y la boca llena de amargura, hacen escuchar el rugido de la dinamita, ¿nosotros tenemos el derecho a rechazarlos y a condenarlos en nombre de la opinión pública, o en nombre de un ideal de amor y de justicia?

¿La opinión pública? Esta se puede dividir en dos categorías. Aquella que nosotros no despreciamos y a la cual dirigimos preferencialmente nuestra propaganda, y aquella que es, y que quedará al otro lado de la barricada. Pues bien, mientras nosotros no debemos contribuir con nuestras ex comunicas a hacer que la primera sea más temerosa y más sorda a la voz de la revuelta, debemos en cambio ignorar la opinión de la otra. ¿Y qué nos puede interesar, de hecho, la opinión de la gente a las que detestamos en virtud de nuestra moral, y a las cual, en primer lugar, nosotros negamos todo derecho a erigirse en jueces, desde el momento que es esta la acusada ​​y nosotros los acusadores?

¿El ideal de amor y de justicia? Pero el prisionero que quiere a toda costa reconquistar la libertad y abrirse una vida de paz y de cariño, recurre necesariamente a un acto de violencia para encontrar un camino libre. Pero el cirujano que quiere salvar al enfermo no duda en sumergir su bisturí en la carne del paciente; no duda en quitarle una parte del cuerpo para que el corazón y el cerebro no dejen de vivir.

Nosotros debemos iluminar las mentes, nosotros debemos hacer un trabajo de persuasión y de propaganda para formar las conciencias del mañana; esto es cierto. Pero cuando delante a tanta opresión que impide incluso respirar, cuando ya no se encuentra descanso, tantas son las voces que se elevan desde las tumbas sin vindicar; si la angustia de uno de los nuestros estalla y excava, aunque sea con una masacre sangrienta, nosotros debemos sentir un grande, un grave y único deber; estar cerca a este joven valiente, y extender los brazos, porque entre tantos insultos, calumnias y maldiciones, el encuentre un poco de consuelo en el cariño de sus compañeros.

Y nosotros que muchas veces, con la palabra y con el escrito, hemos denunciado las criminales injusticias de las cuales estamos rodeados; nosotros que repetidamente, y con la palabra y con el escrito, hemos luchado por la necesidad de la revuelta; nosotros, de la que quizás alguna frase apocalíptica se haya grabado en la joven mente que hoy ha actuado; nosotros debemos sentirnos de alguna manera responsables de su gesto; responsables morales, y como tales, de nada renegar, no renegando él, ¡el vengador!

¡Así que ustedes querían el estético y clásico atentado con la pureza de Plutarco! Bresci, por ejemplo, que se levanta pálido y impasible ante el rey, al frío y cínico responsable de las masacres de Lunigiana, de la Sicilia y de la Lombardía. ¿Quién no querría eso? Pero los tiempos han cambiado y los acontecimientos de estos últimos años nos deben hacer sentir la necesidad, las exigencias de la revuelta y de la conspiración subterránea, para repeler a un enemigo atacándolo con sus propias armas.

Para repeler a un enemigo que es vil cuando asalta: para repeler a un enemigo que, sabiendo muy bien cuánta sangre le gotea de sus manos, se arma, se esconde y se rodea de todas las precauciones posibles, para evitar el gesto del justiciero hacia aquellos que quieren atacarlo abiertamente. Hay algo en la vida más grande que la conciencia del guardia del templo: el dolor y el sufrimiento humanos de los cuales está impregnada la idea.

«Una vez Jesús pasó un día de sábado por los sembrados, sus discípulos tuvieron hambre y comenzaron a arrancar las espigas y a comérselas». A los fariseos que acusaban a estas personas de haber hecho algo que no era lícito hacer en sábado, Cristo les respondió: «Ahora yo os digo que aquí hay algo más grande que el templo. Si supierais que cosa significa querer misericordia y no sacrificio, vosotros no habrías condenado al inocente».

Hoy, toda una nación está dominada por puñales y garrotes. Hoy miles y miles de hombres están esparcidos por el mundo, sin cariño, sin familia, sin recursos. Hoy cada uno de nosotros es una angustia viviente, que aún encuentra la posibilidad de vivir en la fe, única riqueza entre tantas ruinas, que ha quedado en el corazón. Hoy solo hay cadáveres mutilados y ensangrentados a nuestro alrededor: hecatombe sobre hecatombe. ¿Ustedes pueden ser sutiles, pueden complicar las particularidades de un incalificable tolstoísmo, pueden hacer intelectualismo, pueden conmoverse estando al otro lado de la barricada, sin que de sus filas sea enviada una cortés tarjeta de presentación, un salto en el aire, o una innoble fortaleza que se derrumba y desmorona? ¿Es en nombre del sentimiento por el que ustedes hablan? Pero en las luchas sociales, el sentimiento que no se fusiona con la razón y la lógica puede compararse con esas burbujas de jabón de nuestra niñez dorada y lejana. Con cuanta gracia, con cuanta atención, con qué entusiasmo soplábamos en el canuto. Era aquel trabajo toda la tensión de nuestra pequeña y hermosa alma infantil. ¡Pero, Ay! Los diversos, minúsculos castillos y las lumias plateadas y las velas y las pequeñas barcas, todo vivía por un instante, ¡solo un breve instante, todo desaparecía con las burbujas de jabón! ¿Es en nombre del amor que ustedes hablan? Pero en el campo social, el amor que no es hijo del odio es un estéril palo, no es un árbol fructífero. No tiene raíces en la tierra; no bebe sus zumos: no se alimenta de vigorosa linfa: no respira y no vive, no da las reparadoras sombras en los bochornosos mediodías: no concibe, ni germina en los meses de nevoso silencio. Es madera desprendida del cielo y de la tierra: es madera seca y aislada que se deja devorar por el tiempo y la carcoma. ¿Es en nombre de nuestras instituciones que nos son tan queridas, y que nos han costado tantos sacrificios, es en nombre de ellas que ustedes hablan? Pero el mismo militarismo nos enseña alguna cosa, cuando en las horas de lucha y de las necesidades extremas, hace saltar las mismas fortalezas que él ha edificado con dispendio de tanto trabajo y de tantas riquezas.

Compañero De Santillán, le he conocido en Berlín, en los primeros días de mi exilio, cuando las heridas aún estaban frescas, pero no dolían tanto como duelen hoy, que no quieren cicatrizar. En repetidas ocasiones hemos hablado de nuestras ideas en su pequeña habitación atestada de libros, en la habitación en la cual pasaba días enteros encorvado sobre el trabajo. Acepte mi reclamo con ánimo de hermano y, reúna algo de estas reflexiones mías. Que yo he visto a mis mejores compañeros caer traspasados ​​en la terrible refriega; que yo he visto a mis mejores compañeros arrojados y encerrados en las más horribles cárceles; que yo he visto a mis más queridos compañeros esparcidos por países de los cuales no conocen ni a su gente, ni el idioma; solos, a menudo sin un centavo; solos y, a menudo, sin pan. Cuando algún rebelde surge de repente entre nosotros, y algún gesto suyo de venganza aplasta parte de este viejo edificio en el cual estamos encadenados, le tomo de la mano y digo: «Valor; ¡Viva la anarquía!».

Virgilia D’Andrea [2]

 

Del libro: No estoy vencida. Colección de escritos entre anarquía y antifascismo. Ediciones Rina, págs. 125-133.

Fuente


Notas:

[1] En el feroz ambiente social del llamado «bienio rojo» que precedió la Marcha sobre Roma, la alta burguesía de Milán solía frecuentar el Club Kursaal Diana, para realizar actividades deportivas, culturales y recreativas.

El ataque fue diseñado para golpear al comisario de policía Giovanni Gasti quien se supone residía en una habitación sobre el teatro. En la noche del 23 de marzo, se colocaron 160 barras de explosivos plásticos en una canasta, que se cubrieron con paja y botellas vacías, luego fueron llevados cerca de la entrada de artistas, que conducía del hotel al teatro.

A las 22.40 horas, tras el bullicio que anunciaba el inicio del espectáculo, los asistentes tomaron asiento y fue en ese instante cuando estalló la bomba, destrozando la mampostería y alcanzando las primeras filas de espectadores y el foso para orquesta. Unas 80 personas resultaron heridas y 17 murieron al instante, en las siguientes horas el número aumentaría a 21.

Se iniciaron las investigaciones inmediatamente, coordinadas por el comisario Giovanni Gasti, presente en la sala. Apuntaron al joven anarquista Antonio Pietropaolo, detenido en retén de Corso Monforte al intentar escapar en una carreta donde se encontraron pistolas y granadas de mano.

Al mismo tiempo, una escuadra militar emprendió acciones inmediatas en represalia; bombardeando la sede en construcción del periódico socialista Avanti, en via Ludovico Settala (recordada por el estruendo), y prendiendo fuego a la redacción del periódico anarquista Umanita Nuova, en vía Carlo Goldoni.

A las pocas semanas, el arresto de Pietropaolo fue seguido por decenas de detenciones realizadas en el entorno de los anarquistas individualistas de la provincia de Lombardia. Algunos señalados, como Pietro Bruzzi, logran escapar y refugiarse en el extranjero.

El juicio contra los terroristas anarquistas, se inició el 9 de mayo de 1922, ante la Corte de Assise en la Plaza Fontana y en la misma sala donde se había juzgado a Gaetano Bresci. El 1 de junio se dictó la sentencia que identificó a los autores materiales de la masacre y se condenó a cadena perpetua a Ettore Aguggini, de 19 años, de Bergamo, y Giuseppe Mariani, de 23, de Mantova, y Giuseppe Boldrini, de 28, que se declaró inocente. Los otros 16 imputados, considerados cómplices, fueron condenados a penas de entre 15 y 4 años de prisión.

Mariani dijo sobre la masacre:

«… se demuestra la historia «habitual» del anarquista que, abriendo la puerta de un teatro, difunde la muerte y el terror, consciente y voluntariamente. Esa noche la carga de explosivos fue depositada fuera del teatro, con la intención de impactar no en el teatro sino en el hotel superior – que, según información en poder de los atacantes, servía regularmente como lugar de encuentro entre Benito Mussolini y el comisionado de Milán Gasti, ambos enemigos acérrimos de los anarquistas y odiados por estos últimos, en particular, se creía que esa misma noche Gasti debería estar en ese hotel».

[2] La vida de Virgilia D’Andrea fue breve e intensa en pasiones políticas, confinada entre libros y persecuciones. En 1922 publica su primer libro de poesías; Tormento. El 13 marzo del 1923 un burócrata de la comisaria de Milán la denuncia por calumnia e instigar al odio de clase. Once años después, en su exilio americano, publica Antorchas en la noche – un libro que nace del dolor y el sufrimiento – la edición no puede circular en Italia, donde solo llega alguna copia.