Tendencias salvajes misantrópicas: otras expresiones de autoritarismo y de pensamiento sagrado

Ante la reciente proliferación del eco-extremismo y algunas opiniones vertidas en los medios de difusión afines a esta tendencia, surge la necesidad de este texto. Sin pretender entablar un diálogo, aclararemos unas pocas cosas que nos parecen esenciales.

Desde hace algunos años diversas individualidades de distintas localidades del continente americano (en especial del territorio dominado por el Estado mexicano) cercanxs a las posturas y luchas contra la civilización, dieron forma a una tendencia a la que denominaron “eco-extremismo”. ¿Qué es el eco-extremismo? Aunque hay sutiles diferencias entre quienes se sitúan bajo ese concepto, más o menos podemos hablar de un consenso entre ellxs, ya que ven como a su enemigo al conjunto de la humanidad; ésta con su civilización serían incompatibles con la Naturaleza Salvaje. Entienden que la guerra contra la civilización es indiscriminada, por lo que cualquier persona representaría unx enemigx. Al ser la humanidad el problema, cualquiera puede ser el objetivo, no importa el género, condición económica, edad, etc. Las formas de ataque de estos grupos se inspiran en las más diversas experiencias, no les importa recoger las “enseñanzas” de fanáticos religiosos como ISIS o de partidos que apuestan por la liberación nacional, mientras las formas sean indiscriminadas les sirven.

Uno de los grupos de acción más emblemáticos de esta corriente es “Individualidades Tendiendo a lo Salvaje” (ITS). En el año 2011 comenzaron a atacar con explosivos diversos centros de investigación tecnológica en algunas ciudades mexicanas. Con el transcurso de los años, los ataques continuaron y a su vez aparecieron varios grupos afines, teniendo todos estos como objetivo común de su lucha la civilización. En el año 2014 aparece “Reacción Salvaje” (RS) concentrando a varios grupos eco-extremistas y dejando de lado las siglas ITS. Ya para el año 2016 vuelve ITS con el objetivo principal de expandir el proyecto a nuevas localidades. Ese mismo año desde los territorios dominados por los Estados chileno, argentino y brasileño surgen ataques y reivindicaciones afines a ITS. También existen organizaciones simpatizantes de esta tendencia que van desde una óptica individualista hasta la anticivilización, como por ejemplo las Sectas Egoarcas en Italia, y también han surgido afines al eco-extremismo en Alemania, Francia, Finlandia, etc.

Para conseguir su objetivo, que es el fin del humano civilizado, se han adjudicado todo tipo de ataques que van desde el abandono de artefactos explosivos en la vía pública durante el día hasta incendios, cartas bomba y algunos asesinatos. Además, creen que cada fenómeno natural que dañe a los humanos en sus vidas y propiedades es afín a sus principios de acabar con la civilización, por lo que han reivindicado en sus páginas de internet marejadas, terremotos, nevadas etc.

Entre la radicalidad estética y lo sagrado

Los eco-extremistas se autodenominan individualistas y nihilistas, muchxs de ellxs provienen del anarquismo y, según sus propias palabras, se acercaron al anarquismo buscando “la salvación” y la “comunidad libre” y solamente vieron “un conjunto de cristianxs moralistas” por lo que optaron por irse hacia algo “más radical”. Esta búsqueda de “la radicalidad” la entendemos más como la apropiación de todo lo que se vea como “políticamente incorrecto” según los parámetros de lo que la ciudadanía recoge. De esta manera, si el día de mañana hay un nuevo concepto que moleste o perturbe al “humano normal” ellxs, sin duda, se lo apropiarán. La radicalidad es acabar con la raíz del problema, no ir hacia lo más extremo o provocador.

Han cimentado sus bases teóricas en el estudio de algunos pueblos cazadores-recolectores nómadas; según sus propias palabras, han rescatado el animismo pagano, sin embargo, han creado una nueva fe basada en diversas deidades ancestrales. Su pensamiento sagrado politeísta quizá no es tan violento como el Dios cristiano, pero es un (o unos) Todopoderoso al fin y al cabo… Nos parece curioso que se llamen a sí mismos individualistas y nihilistas siendo que creen en entidades que están por sobre ellos, ¿cómo se puede desarrollar el individuo integralmente si su realidad está supeditada a algo que lo controla? Apelamos y luchamos por destruir todas las cadenas, credos y leyes. Somos y seremos enemigxs de cualquier religión, se llame cristianismo, paganismo animista o Naturaleza Salvaje. Ninguna doctrina está por sobre nosotrxs.

«Liberémonos de todo lo que es sagrado, no tengamos ni fe ni ley, y nuestros discursos tampoco las tendrán»

– Max Stirner

Vemos en sus escritos cómo tratan de ser dueños de la Verdad y sacralizan su guerra contra la civilización en una suerte de neo-inquisición contra todo lo que, para ellxs, no es correcto o contra todo lo que represente valores “civilizados”. Al validar su postura como “la única realidad posible” necesariamente se sitúan por sobre el resto, marcando la pauta de “lo bueno y lo malo”. Sus evidentes posturas autoritarias están estrechamente ligadas al absolutismo de sentirse poseedores de una determinada sabiduría y de creerse lxs elegidxs para la Cruzada naturalista.

«Sagrada es entonces la más alta de las esencias y todo aquello por lo cual se revela o se manifiesta a sí misma, y también sagrados son los que reconocen a ese supremo en su propio ser, es decir, en sus manifestaciones. Lo que es sagrado santifica a su vez a su adorador, quien por su culto se convierte el mismo en sagrado; y del mismo modo santifica todo lo que hace; santo comercio, santos pensamientos, santas aspiraciones, santas acciones, etc…»

– Max Stirner

Sobre las críticas oportunistas

Como bien afirman, somos cosas distintas, por lo que no nos interesa hacer una crítica a su quehacer ni mucho menos caer en la salida fácil del insulto. Los cuestionamientos que ellxs hacen al anarquismo no nos afectan, ya que no compartimos la forma en que lo ven, como una doctrina con pautas de comportamientos rígidos e inamovibles. Nosotrxs lo entendemos y lo vivimos como un conjunto de ideas y prácticas antiautoritarias que se enfrentan a toda forma de dominación. Es una tensión constante, no una realización o una ideología. Es la destrucción de todo lo que nos hace esclavxs, construyendo nuevas formas de relacionarnos entre todxs lxs seres que habitamos este mundo y éstxs con la Tierra.

Cuando se critica a lxs anarquistas de tener una moral como si fuésemos unxs religiosxs o dueñxs de la Verdad, nosotrxs decimos claramente que rechazamos la moral, entendiendo ésta como la institucionalización de ciertas pautas y comportamientos que son inamovibles, es decir, cuando pasa a ser un “porque sí” y no un aprendizaje basado en la experiencia de lo que nos resulta beneficioso. Preferimos la terminología de ética, que viene de ethos o costumbre, pero no referido a una tradición, sino a la experiencia, a lo que es habitual. No somos ingenuxs ni conformistas, sabemos que dentro del anarquismo existe un amplio abanico de tendencias y que, entre éstas, las hay opuestas. Hay quienes ven al anarquismo como un dogma, tomando los postulados de algunxs compañerxs de otras épocas como si fuesen sagradas escrituras. De esta forma, pensamos, se coarta la libertad individual dentro de sus formas organizativas. Las críticas a estas formas de pensamiento y las diferencias en lo referido al accionar existen desde que hay anarquistas que primaron la integralidad del individuo y/o dieron un salto cualitativo y radical en las formas de ataque. Las críticas que hacen algunxs eco-extremistas a ciertas formas del anarquismo no son nuevas… hay quienes llevamos varias décadas (por no decir más de un siglo) haciéndolas. No esperamos un día para la revolución, ni la legitimidad de las masas, y no tenemos un patrón uniforme de conducta a seguir.

Nuestra opción es destruir cualquier autoridad.

Como ya explicábamos anteriormente, muchxs de lxs eco-extremistas provienen del mundo ácrata, específicamente de la lucha eco-anarquista y primitivista, por lo que es lógico que puedan haber muchas cosas que compartamos, pero hay muchas otras de fondo que nos hacen estar en lados opuestos. Podríamos explayarnos en varias pero abordaremos específicamente la visión de la autoridad. En un texto que encontramos en sus medios de difusión digital titulado “Mito anarquista” señalan:

«Entendemos que la autoridad y la organización jerárquica no es, por ende, ni “buena” ni “mala”, sino que es algo que simplemente es, les guste o no, muy natural en el comportamiento humano desde siempre. Por tanto podemos ser unos falsos y caer en la hipocresía de los anarquistas y los “anti-autoritarios” o asumir la realidad y usarla en lo que nos conviene.»

No obstante, de forma curiosa, en el mismo texto se denominan como individualistas que no “agachan la cabeza ante nadie” y que además “no necesitan que les digan lo que tienen que hacer, pensar o qué decisiones tomar”. Esta dicotomía que une a la jerarquía y a la libertad individual expresada por el o la autorx, nos parece profundamente contradictoria. Nuestra idea de individualismo parte de la base de ubicar al individuo en el centro de todo accionar, es decir, no está por sobre el colectivo ni por debajo de él, nada lo somete. Somos completamente contrarios a la postura de lxs eco-extremistas, somos enemigxs de cualquier forma de autoridad y no vemos a la jerarquía como algo “muy natural” en las organizaciones humanas. Para dejarlo claro, anarquía proviene del prefijo griego “an-” que significa “sin” o “no” y de la raíz “arké” que se traduce en “poder” o “mandato”.

Entendemos que para que se generen relaciones de poder básicamente tiene que existir algún tipo de mandato y una obediencia, la cual puede ser coercitiva o no, pero no deja de ser violenta. Para respaldar su “jerarquía natural”, suelen analizar varios comportamientos de algunos pueblos cazadores-recolectores. Nosotrxs haremos lo mismo. Según lo planteado por Pierre Clastres en “La sociedad contra el Estado”, al estudiar los distintos comportamientos de varias tribus del cono sur (eso sí, dejando de lado a las grandes civilizaciones de los Incas y los Mayas), dice:

«Como rasgo pertinente de la organización política de la mayoría de las sociedades indígenas está la carencia de estratificación social y de autoridad del poder: algunas de ellas como la Ona y la Yagan de Tierra del Fuego, no poseen ni siquiera la institución del liderazgo; se dice de los Jíbaros que su lengua no tiene término para designar al jefe.»

Casi todos los escritos que se conocen sobre el comportamiento de muchos pueblos originarios americanos son de sacerdotes evangelizadores, conquistadores europeos e investigadores contemporáneos. Los primeros y los segundos venían de tierras donde existían grandes reinos, por lo cual conocían perfectamente lo que es la obediencia, y los estudios posteriores reafirmaron lo señalado anteriormente. Clastres lo explica claramente:

«Ahora bien, la experiencia directa sobre el terreno, las monografías de los investigadores y las más antiguas crónicas, no dejan lugar a duda sobre ello: si hay algo completamente ajeno a un indígena es la idea de dar una orden o tener que obedecerla, salvo en circunstancias muy especiales, como sería la expedición de la guerra.»

Miramos, analizamos y aprendemos de distintos pueblos, pero tenemos claro que no somos ni queremos ser como ellxs e incluso desde nuestra visión occidental (la cual intentamos destruir) hay muchas cosas que nos cuesta entender. Queremos acabar con la dominación, y en ese ejercicio construimos nuevas formas de relacionarnos, creamos nuevas dinámicas y no queremos las de otrxs, sean partidos, vanguardias o indígenas.

Lo más seguro es que con lo escrito anteriormente nos tilden de antropocentristas hipercivilizadxs cristianas; puede que lo seamos, no intentamos dar lecciones a nadie, sino simplemente queremos dejar las cosas claras. De este mundo no queremos dejar ni sus sombras, queremos destruir cada uno de los eslabones de esta gran cadena que nos hace esclavxs, entre ellos también incluimos a la civilización, ya que somos conscientes del daño que hace a todo lo que la rodea, pero con esto no creemos que la solución sea la misantropía y sacralizar a la naturaleza, es más, creemos que es parte del problema.

Tomado de la revista Kalinov Most

Primitivismo e historia

I. La secta del perro

 Allá por la mitad del siglo IV aC vivió en Atenas y Corinto un filósofo vagabundo, quien con gestos extravagantes y actitud provocadora predicaba el rechazo de todas las convenciones civilizadas y el retorno a lo natural y espontáneo. Diógenes el cínico, originario de Sinope, ciudad a orillas del Mar Negro, no hablaba en vano: vivía dentro de una tinaja de barro, no votaba ni participaba en el quehacer ciudadano, no trabajaba en oficio alguno y lo mismo hacía en público “las cosas de Démeter” (sus necesidades corporales) que “las de Afrodita” (sus necesidades sexuales). Ayudándose con un bastón, una burda manta le servía de vestido por el día y de resguardo por la noche, y un hatillo contenía las sobras de una dieta frugal, mendigada, en la que no entraban los alimentos cocidos. Al criticar los falsos ídolos que regían la vida de sus contemporáneos, o las instituciones democráticas pervertidas por los tiranos y los demagogos, o la hipocresía social escondida tras valores supuestamente sagrados, contraponía las leyes de la naturaleza a las de la sociedad y escogía a los animales como modelo, buscando la libertad en una vida sin lastres fuera de la polis, lejos de sus leyes y prejuicios. Se reía del destierro, la peor condena en el mundo griego, proclamándose ciudadano del mundo; decía que “sólo hay un gobierno justo: el del universo”. Negaba también la propiedad y la familia y proponía la comunidad de bienes, mujeres e hijos: “Lo poseído no es mío. Parientes, familiares, amigos, fama, lugares habituales, modo de vida, todo eso no son sino cosas ajenas”. Ante la ley de la naturaleza, los hombres, las mujeres y los animales eran iguales, y por eso eran legales, por naturales, todas las variedades de incesto (un detalle menor del amor libre) e incluso el canibalismo (porque “todo estaba en todo y circulaba por todo”).  No lo eran en cambio la violencia, fuente de todos los males, ni la idea de patria o el dinero. La armonía con el universo debería resultar de la abolición de la guerra y los guerreros, de la desaparición de la moneda y del patriotismo. En esa misma dirección, Epicuro, fundador de una escuela de pensamiento posterior, desaconsejaba la instrucción ciudadana y condenaba la práctica política. Se dirigía, como Diógenes, al individuo cosmopolita, la gran invención del mundo griego, proponiéndole una vida retirada y tranquila rodeado de amigos y mujeres, basada en la alimentación sencilla, la satisfacción de deseos naturales y la entrega a los placeres auténticos, a saber, la sabiduría y la ausencia de dolor.

 Las enseñanzas de la escuela filosófica cínica, en la que se incluye a Diógenes, constituyen pues la primera crítica primitivista de la civilización. Su aparición al final del periodo clásico griego, en plena crisis de la polis, vendría a ilustrar por contraste la separación entre la letra de la ley y la prosa de la realidad cotidiana. Las guerras civiles entre Esparta y Atenas habían provocado el derrumbe de los valores de la civilización griega. Las palabras, cambiaron de significado y las virtudes cívicas se trocaron en su contrario por culpa de la sed de dominio y del espíritu de partido. La corrupción y la guerra de intereses campaban a sus anchas. Según Tucídides, “quienes despreciando las leyes divinas cometían alguna perfidia bajo capa de una causa noble eran los más apreciados. Los ciudadanos que se mantenían aparte caían bajo los golpes de ambos partidos, ya sea porque se negaban a participar en la lucha, ya sea porque su tranquilidad encendía los celos de todos” (“Guerras del Peloponeso”). Poco tiempo después, al comienzo del periodo helenístico, las ciudades griegas agonizaban bajo la bota del poder organizado y las clases favorecidas. Entonces nadie se sentía protegido por leyes y, por lo tanto, nadie se sentía miembro de una comunidad ciudadana. Decía Hegel que, “para que la filosofía surja en un pueblo tiene que haber ocurrido una ruptura en el mundo real.” El hombre se refugia en el pensamiento cuando la vida pública ya no le satisface, cuando la vida moral se ha disuelto. Los griegos empezaron a pensar en la naturaleza cuando habían perdido todo interés por su mundo y todo a su alrededor era turbulento y desdichado. El fenómeno no tiene nada de extraño. Los griegos no concebían al hombre emancipado del universo o separado de la naturaleza, y por tanto, no veían oposición entre ella y el hombre. El universo era un mundo ordenado, generador de relaciones justas, un modelo en donde encontrar aquél orden social “conforme a la naturaleza”. Las obras de los hombres no podían ser superiores a las obras de la naturaleza; a lo sumo, podían acercarse a la perfección en la medida en que se insertaban en ella y reflejaban su orden. En ese sentido Epicuro decía: “Si en cada ocasión no diriges cada uno de tus actos hacia el fin de la naturaleza, sino que te desencaminas y apuntas hacia algún otro fin para huir de aquella o para perseguir éste, tus palabras nunca estarán de acuerdo con tus actos.” La polis había sido un sistema basado en las leyes cósmicas, un sistema natural que se había pervertido, convirtiéndose en algo ajeno, “bárbaro”. Era “más griego” entonces volver a la naturaleza. Dada la ausencia de dimensión histórica del tiempo entre los griegos, el final era sólo el principio. Los romanos tuvieron ese mismo estado de ánimo cuando cayó la república.  En la siguiente etapa, el Imperio Romano, la negación primitivista resurgirá como mito en la literatura y como realidad en la periferia.  

II. La edad de oro

     En el siglo III aC, Zenón el estoico empezaba sus disertaciones con la descripción de una sociedad en la que no hubieran diferencias de estado, ni de raza, ni de partido. Una especie de comunidad mundial igualitaria entregada al culto solar. Ya desde Hesiodo había existido una tendencia primitivista en el pensamiento griego que concebía la vida en tiempos remotos como el reino de Pan, una edad de oro de la abundancia, inocencia y felicidad. Los poetas cantaban a unas Islas Bienaventuradas habitadas por los “heliopolitas”, y gracias al historiador Diodoro Sículo sabemos que en ellas abundaban las flores y los frutos, y que nada pertenecía a nadie; que todos usaban de la tierra, los alimentos o los utensilios por turnos, y ni que decir tiene que la promiscuidad era absoluta. Teócrito situó la escena pastoril en Sicilia, pero fue una agreste e inhóspita región de la Grecia central, Arcadia, la que encarnó más que ninguna otra el mito de los orígenes felices. Virgilio en sus “Bucólicas” describe el lugar con una vegetación frondosa, presta para la recolección, en eterna primavera, sin sufrimiento, donde todo es ocio y amor: “Lejos de la discordia y de las armas, la tierra que siempre prodiga en justicia una sustancia fácil… El hombre no tiene más que coger los frutos de las ramas y cuanto en su provecho produce, espontáneamente, la campiña. Goza de un reposo sin inquietud y de una existencia rica en recursos variados.” Ovidio, en sus “Metamorfosis” da una versión similar de los comienzos de la historia, “antes de que Saturno fuera desposeído por Júpiter”: “los hombres cultivaban la buena fe y la virtud espontáneamente, sin leyes ni restricción alguna. No existían ni el castigo ni el miedo, ni era necesario leer frases amenazadoras escritas en placas de bronce… La misma tierra, sin ser molestada ni tocada por la azada, sin ser herida por ninguna reja de arado, producía todas las cosas gratuitamente…”. Saturno tuvo que refugiarse en Italia con sus primeros habitantes y según Trogo Pompeyo “era tan justo que bajo su gobierno nadie fue esclavo y tampoco nadie tuvo propiedad privada: todas las cosas eran tenidas en común y sin división, como si hubiera una sola heredad para todos los hombres.” La aspiración a la felicidad derivaba no de la imposible edificación de una sociedad nueva, sino de la evocación de un paraíso primigenio que retornase al final de un ciclo marcado por la decadencia y la ruina. Para el Imperio Romano este ciclo había empezado en el siglo III. En efecto, desde entonces hasta el final, en la Galia y en Hispania se sucedieron levantamientos masivos de extrañas gentes, los bacaude, a los que grandes ejércitos no llegaron a someter. Se trataba de esclavos fugitivos, soldados desertores, colonos empobrecidos y ciudadanos arruinados que huían a los bosques buscando la libertad que no tenían en la vida cívica. Allí formaban bandas que expropiaban a terratenientes y asaltaban ciudades, rigiéndose por una justicia “natural”, separados del Imperio, sin magistrados ni gobernadores. En un diálogo conservado de esos tiempos (“Querolus”) un ciudadano pide a los lares que le indiquen un lugar donde pueda ser feliz. Le responden que se vaya a las márgenes del Loira, territorio de los bacaude, pues “Los hombres viven allí bajo la ley natural. Allí no hay dolor. Las sentencias capitales se pronuncian allí bajo los robles y están grabadas en hueso. Allí incluso los rústicos hablan y los particulares emiten juicios. Puedes hacer lo que te plazca…”. Sería el caso de la primera revuelta primitivista de la historia.

    Ni la desagregación del imperio ni las invasiones germánicas acabaron con el mundo grecorromano. El radical cambio en la concepción del mundo inducido por el cristianismo fue el verdadero responsable. Los dioses abandonaron el universo, ahora pura creación de Dios, y la armonía cósmica fue rota en provecho del hombre, hecho a su imagen. El mundo interpretado antropocéntricamente quedó devaluado y la realidad perdió sustancia en provecho del más allá. Era un lugar de paso, un episodio en el drama trascendente de la salvación. El espíritu y el mundo, el hombre y la naturaleza, se separaron irremisiblemente. Tal dualismo rigió en Occidente hasta que el desarrollo de las condiciones materiales y espirituales de la sociedad medieval provocaron tensiones y conflictos que llevaron a dos vías de superación: una, dirigida por teólogos, basada en el desencantamiento del mundo llevado hasta sus últimas consecuencias; la otra, encabezada por intelectuales, fundamentada en la exaltación de la cultura antigua y el redescubrimiento de la naturaleza mediante la observación y la experiencia. La Reforma y el Renacimiento.

III. El milenio

      La religiosidad reformista negó la doctrina de la salvación mediante los sacramentos, lo cual dejaba al hombre solo ante las consecuencias de sus actos y lo forzaba a racionalizar su conducta. El mundo –y en consecuencia, la civilización– quedaba todavía más desvalorizado que en el catolicismo. Un paso más en esa dirección llevaría a la aparición de sectas que huían del “mundo” y evitaban relacionarse con los no creyentes. Aferrarse al mundo impedía la revelación de la fe por parte del Espíritu Santo, y por consiguiente, la superación de la subjetividad irracional (del estadio primitivo del hombre). En un intento de adoptar el estilo de vida de los primeros cristianos, las sectas predicaban la comunidad de bienes y seguían la Biblia al pie de la letra, rechazando cualquier otra lectura. Ya entre los adeptos al Espíritu Libre, un movimiento sectario que bajo diferentes nombres se extendió a partir del siglo XIII por buena parte de Europa, se perseguía la emancipación espiritual del hombre mediante la identificación con Dios y la negación radical de la propiedad privada. Uno de ellos, Juan de Brünn, predicaba a sus seguidores: “Dejad, dejad, dejad vuestras casas, caballos, bienes, tierras, dejadlo, haced cuenta de que nada es vuestro, tened todas las cosas en común…” No obstante, la vuelta a una perdida Edad de Oro, a un estado natural igualitario realizable en el presente que los Padres de la Iglesia habían asimilado al paraíso anterior a la Caída, no encontró demasiados partidarios, pero cuando se agitaron los campesinos pobres y el pueblo miserable de las ciudades, como pasó en Flandes, Picardía o en Inglaterra (revolución de John Ball), entonces la idea se transformó en un mito revolucionario de masas. Predicadores disidentes como Juan Wyclif la argumentaron y la extendieron por toda Europa, alumbrando revoluciones en Bohemia, Alemania, Holanda, etc., (revuelta husita, guerras campesinas, los Bundschuh, movimiento anabaptista). En plena dislocación del mundo feudal, al lado de los reformadores protestantes surgía un partido plebeyo apocalíptico anunciando la llegada del Espíritu Santo y el retorno por mil años del paraíso originario, una sociedad sin clases y totalmente libre, con la autoridad abolida; sociedad perdida tras la Caída, es decir, tras la civilización. Si los primeros preparaban el mundo para el capitalismo, estos últimos atacaban “Babilonia” (las ciudades comerciales) y quemaban libros. Aunque sólo algunas fracciones radicales practicaron la comunidad de bienes –los adamitas, taboritas extremistas, determinados grupos anabaptistas, etc.– todas ellas proclamaban la inminencia de un reino de la igualdad, donde todos disfrutarían en común de los bienes de la naturaleza, del agua y del bosque, de la caza y de la pesca, donde cada cual recibiría según sus necesidades y donde no habría diferencias de rango o estado y todos serían como hermanos; reino que se entronizaría al final de una lucha de exterminio contra el Anticristo y sus huestes, es decir, contra el Estado, la Iglesia y las clases dominantes. Al exclamar el agitador Thomas Müntzer: “¡A ellos, a ellos, mientras el fuego arda! ¡Que la espada no se enfríe! ¡que no enmohezca! ¡Golpead, golpead en el yunque de Nimrod! ¡Destruid su torre!” invitaba a la destrucción social más completa. Nimrod era el constructor de la torre de Babel y se le consideraba el primer creador de ciudades, el inventor de la propiedad privada y el de las diferencias de estado, es decir, el mismísimo destructor del primitivo Estado de la Naturaleza.

     El análisis que hace Engels (“Las Guerras Campesinas”) de estas revoluciones es erróneo. Sentencia que no podían formular un programa comunista sino de forma “fantástica”, destinado a no realizarse dadas las condiciones productivas limitadas de la época. No sólo caía en el error de reprocharles luces que no podían tener sino que les juzgaba en base a ideas que aún no habían nacido. Así, desdeñando el contenido real de las revueltas se condenaba a la incomprensión, y bajo la apariencia de “materialismo histórico” simplemente afirmaba la discutible opinión de que el comunismo sólo era posible con el desarrollo total del proletariado o, lo que viene a ser lo mismo, con las condiciones de la producción burguesa llevadas al extremo. Lo cierto es que, lejos de ser elaboraciones primarias y quiméricas de un proyecto emancipador decimonónico, aquellos levantamientos perseguían la abolición del mundo feudal mediante la realización extremista del ideal cristiano. El milenarismo de la plebe urbana y campesina era exactamente lo que quería ser. No era un movimiento en contra de la historia porque se mantuviera en el terreno del mito del paraíso terrestre y se apartara de la burguesía protestante. Sus fines –la destrucción de la Iglesia y del poder de los príncipes, y la realización del Milenio– eran perfectamente posibles en aquellas condiciones históricas, y para ello no necesitaba otro lenguaje.

IV. Los cavadores

     En el declive del Medioevo empieza a expresarse en la literatura un sentimiento de la naturaleza como añoranza de la vida simple del pastor y como sueño de una felicidad natural, es decir, como ideal bucólico, que trasluce un deseo vital de goce. El Mundo Antiguo no estaba lejos. En las condiciones particulares de las ciudades italianas, una de las cuales fue la existencia de una clase cultivada, floreció una cultura ligada a la Antigüedad que despertó el interés por la naturaleza y el deseo de instruirse. Tal actitud devolvió a la naturaleza la realidad que le había quitado la religión cristiana. El mundo dejaba de representarse como una esfera rígida con Dios –o la Tierra– en el centro y se revelaba infinito. La religión dejaba de ser el instrumento que lo hacía inteligible en favor del testimonio de los sentidos y de la experimentación. La religión ya no se solapaba a la existencia y la naturaleza volvía a ser el campo de acción de la experiencia humana. Pero cabe decir que tal cambio de perspectiva, que fue general a partir del siglo XVI, se operaba estrictamente en la clase culta de las ciudades, es decir, en el seno de la burguesía. Las clases ignorantes que componían la mayoría de la población estaban al margen de la agitación intelectual y se manifestaban en términos religiosos. En una época tan tardía como la de la Revolución Inglesa todavía podemos contemplar los esfuerzos por subvertir la sociedad con los evangelios. Gerrard Winstanley, máxima figura de los diggers, una fracción de los Niveladores, propone “usar la palabra Razón en lugar de la palabra Dios… porque mediante esta palabra me han mantenido en las tinieblas, lugar donde veo todavía a gran número de gentes”. La razón empero es una razón revelada; una voz le comunica la nueva: “trabajad juntos, comed el pan juntos, contadlo por todas partes”, pero también le dice que el infierno no existe y que el cielo reside en el interior de las personas. Se refiere como todos a una Edad de Oro primigenia. “Al comienzo de los tiempos, el gran creador, la Razón, hizo de la tierra un tesoro común con el fin de sobrevenir a las necesidades de las bestias salvajes, de los pájaros, de los peces y del hombre destinado a reinar como dueño de esta creación…”. Sin embargo el egoísmo de algunos creó la autoridad y la servidumbre, y les hizo apropiarse de las riquezas naturales que eran comunes a todos, especialmente la tierra, inventando leyes arbitrarias para defender su usurpación. Los “cavadores” fundaban la libertad en el libre disfrute de la tierra y afirmaban que “la tierra tenía que convertirse en el tesoro común del que la humanidad entera sin distinciones sacaría lo que quisiese”. Abogaban por una economía sin dinero, organizada en torno a almacenes públicos donde todos llevarían el producto de su trabajo y recogerían lo que necesitasen. En la práctica rompían cercados y ocupaban tierras comunales y nobiliarias para trabajarlas, recogiendo el lema de anteriores rebeliones campesinas de una tierra unida, sin zanjas ni setos. Asimismo se negaban a pagar diezmos, no respetaban el domingo y exigían regirse por la justicia natural y la Razón sin la mediación de magistrados y sacerdotes. Usando las palabras de Debord referidas con menos propiedad a las guerras campesinas, diremos que se trataba de “una lucha de clases revolucionaria hablando por última vez la lengua de la religión, que es ya una tendencia revolucionaria moderna a la que solamente falta la conciencia de no ser sino histórica.” Esa carencia era consecuencia de la separación entre la clase instruida y la clase inculta, entre necesidad espiritual y material, estando las clases populares, principalmente los campesinos (la “yeomanry” inglesa), atrapadas entre la burguesía y la aristocracia. Será una constante a lo largo de la historia que obligará a los representantes burgueses a vestir el ropaje del apocalipsis. En pleno siglo XIX Georg Büchner escribía a sus amigos de la Joven Alemania: “¿Reformar la sociedad por medio de la idea, desde la clase culta? Imposible. Nuestro tiempo es puramente material; si ustedes hubieran actuado políticamente de manera directa, pronto hubieran llegado al punto en el que la reforma cesa de por sí (…) ¿Y la clase mayoritaria misma? Para ella existen solamente dos palancas, la miseria material y el fanatismo religioso. Todo partido que sepa manejar estas palancas triunfará. Nuestro tiempo necesita hierro y pan — y luego una cruz o cualquier otra cosa…” 

V. El buen salvaje

    En 1493 el navegante Colón consignaba en una misiva dirigida al escribano de los Reyes Católicos Luis de Santángel los resultados de su viaje a “las Indias”: “La Española es maravilla; las sierras y las montañas y las vegas y las campiñas y las tierras tan hermosas y gruesas para plantar y sembrar, para criar ganados y de todas suertes, para edificios de villas y lugares. Los puertos de mar, aquí no había creencia sin vista, y de los ríos muchos y grandes y buenas aguas, los más de los cuales traen oro. En los árboles y frutos y hierbas hay grandes diferencias (…) La gente desta isla y de todas las otras que he hallado y habido he noticia andan todos desnudos, hombres y mugeres, así como sus madres los paren, aunque algunas mugeres se cobijan un solo lugar con una hoja de hierba o una cosa de algodón que para ello hacen. Ellos no tienen hierro ni acero ni armas ni son para ello; no porque no sea gente bien dispuesta y de hermosa estatura, salvo que son muy temerosos a maravilla (…) Verdad es que, después se aseguran y pierden este miedo, ellos son tan sin engaño y tan liberales de lo que tienen, que no lo creería sino el que lo viese. Ellos de cosa que tengan, pidiéndosela, jamás dicen que no; antes convidan a la persona con ello, y muestran tanto amor que darían los corazones, y quier sea cosa de valor, quier sea de poco precio, luego por cualquier cosa de qualquiera manera que sea que se les dé por ello son contentos”. Los relatos de los descubridores españoles y franceses aportaron los materiales para la recreación de la figura del buen salvaje, una imagen de la libertad en un mundo fragmentado al quebrar la unidad entre la Iglesia, el Estado y la vida terrena. Cuando Montaigne quiso estudiar “la humana condición”, tema insólito en la época, tuvo en cuenta las historias que le contaban los viajeros de “la Francia Antártica”: “me parece que lo que vemos por experiencia en aquellas naciones sobrepasa no solamente a todas los adornos con que la poesía ha embellecido la edad dorada y a todas las invenciones con que han querido mostrar una condición feliz de hombres, sino a la concepción y el deseo mismo de la filosofía. Nadie ha podido imaginar una inocencia tan pura y tan simple como la que hemos visto por experiencia, ni nadie pudo creer que la sociedad pudiera mantenerse con tan poco artificio y tan escasa soldadura. Es una nación, diría yo a Platón, en la que no hay ninguna clase de tráfico, ningún conocimiento de letras, ninguna ciencia de los números, ningún nombre de magistrado, ni de superioridad política; ningún uso de servicio, de riqueza, o de pobreza; ningún contrato, ni herencias, ni repartos; ni más ocupación que el ocio, ni más respeto al parentesco que a los demás, ni vestidos, ni agricultura, ni metal, ni uso del vino o del trigo. Las palabras que significan mentira, traición, disimulo, avaricia, envidia, maledicencia, perdón, no existen. ¿Cuan alejada de esta perfección encontraría la república que imaginó?” (“Ensayos”). Montaigne convenía en llamarles bárbaros si se les juzgaba conforme a la razón pero no si se les comparaba con los civilizados, que les sobrepasaban en barbarie. Incluso no dudaba en afirmar que su lenguaje, de sonido agradable, recordaba los acentos griegos. Acabando, refería la respuesta que uno de estos indígenas, llegado a Francia, dio al rey Carlos noveno. Preguntado por la forma de vivir del país, apuntó una chocante manera de nivelación: “se había percatado de que entre nosotros habían hombres provistos y rebosantes de toda clase de comodidades, y que sus vecinos mendigaban en las puertas, macilentos por el hambre y la pobreza; encontraban extraño que tan necesitados congéneres sufrieran tamaña injusticia sin agarrar a los otros por el cuello y meter fuego a sus casas.”  

     El mito del buen salvaje será utilizado como arma política de la razón. En “Las Aventuras de Telémaco” Fenelon recurrirá al “hombre natural” y señalará el antagonismo con el hombre civilizado: “Contemplamos las costumbres de este pueblo como una bella fábula, mientras que él contempla las nuestras como un sueño monstruoso”. Al describir las delicias de “la Bética” realmente habla de unos idealizados indios canadienses. Sus habitantes viven en tiendas, todos juntos, sin ligarse a la tierra, donde existen minas de oro y plata, aunque ellos “sencillos y felices en su sencillez no sólo desdeñan el oro y la plata como riqueza sino que no aprecian más que lo que verdaderamente sirve a las necesidades del hombre”. Además, “como no realizaban comercio alguno con el exterior, no necesitaban moneda. Casi todos eran pastores o labradores. En aquél país habían pocos artesanos, pues no soportaban sino las artes que sirviesen a las auténticas necesidades de los hombres…”. Los bienes superfluos vuelven a los hombres malvados, esclavos de falsas necesidades de las que equivocadamente creen que su felicidad depende: “No necesitan ningún juez, pues su propia conciencia les juzga. Todos los bienes son comunes: los frutos de los árboles, las legumbres de la tierra, la leche de los rebaños son riquezas tan abundantes que unos pueblos tan sobrios y moderados como éstos no necesitan repartírselos”. Es más, gracias a que huyeron de vanas riquezas y placeres engañosos, pudieron mantenerse unidos, libres e iguales, pacíficos, monógamos y orgullosos de su estado: “este pueblo abandonaría su país, o se entregaría a la muerte, antes que aceptar la servidumbre; por lo cual resulta tan difícil de subyugar como incapaz es él de subyugar a otros”. El contenido de la obra obedecía a un propósito claro: Fenelon oponía un comunismo natural a la sociedad corrompida de Luís XIV, mostrando por un lado, la incompatibilidad entre el mundo burgués y el absolutismo, y por otro, la debilidad política de la incipiente burguesía francesa.

     La expansión de la imagen del mundo y de las posibilidades encerradas en él plantearon el problema de la orientación del hombre; el descubrimiento de las tribus americanas contribuyó a la construcción de una teoría del origen natural de la sociedad y el Estado con la que refutar la teoría contraria del origen divino. Si en Francia esa teoría giraba en torno a construcciones utópicas, en Inglaterra, país en el que el poder real había sufrido los embates de una revolución, las formulaciones burguesas habían sido mucho mejor concretadas. En 1609 Garcilaso de la Vega mandaba imprimir sus “Comentarios Reales” en donde describía el nacimiento y desarrollo del Estado inca del Perú. El inca Garcilaso proporcionaba la prueba de la existencia de un Estado casi perfecto dirigiendo “conforme a lo que la razón y la ley natural les enseñaba” todos los instantes de la vida de sus súbditos. El imperio inca había surgido del estado de naturaleza primitivo, libre e igualitario, gracias a los cuidados de un fundador mítico, Manco Capac. La obra fue traducida al francés y al inglés, influyendo en los enemigos de la monarquía absoluta, especialmente en John Locke. Así, desde las filas del partido whig, el partido burgués que tras la revolución disputaba el poder a la monarquía inglesa y a los aristócratas, Locke definió el estado de naturaleza como “un estado de completa libertad para ordenar sus actos y para disponer de sus propiedades y de sus personas como mejor le parezca, dentro de los límites de la ley natural, sin necesidad de pedir permiso y sin depender de la voluntad de otra persona. Es también un estado de igualdad, dentro del cual todo poder y toda jurisdicción son recíprocos, en el que nadie tiene más que otro, puesto que no hay cosa más evidente que el que los seres de la misma especie y de idéntico rango, nacidos para participar sin distinción de todas las ventajas de la Naturaleza y para servirse de las mismas facultades, sean también iguales entre ellos, sin subordinación ni sometimiento…” (“Ensayo sobre el Gobierno Civil”). De acuerdo con Locke, este estado fue alterado por la transgresión de la ley natural ocasionada por el afán de poseer más de lo necesario y la escasa laboriosidad de algunos, lo que obligó a sus habitantes a constituir la sociedad bajo contrato. El pueblo, buscando protección, renunció a una parte de su libertad individual sometiéndose a un poder superior creado mediante acuerdo general. La filosofía racionalista llamaba “natural” a lo que no era más que histórico. La ley natural no era más que la formulación idealista de la normativa social burguesa.

VI. La ley natural   

     Si la consideración “geométrica” de la naturaleza la filosofía racionalista (de Descartes a Spinoza) deducía enormes potencialidades para el hombre contenidas en el dominio de aquella, expresadas en la idea de perfectibilidad y progreso de la civilización, a otros autores (Pascal) el desencantamiento del mundo por la ciencia y la razón desvelaba una infinitud cósmica vacía, extraña al ser humano, provocando un mal existencial en el hombre, perdido ahora en un rincón del universo. Este otro planteamiento conducía a la renuncia del mundo y a la religión. Al empezar a manifestarse el lado contradictorio de la civilización, surgieron dudas en cuanto a las garantías de libertad y felicidad que el progreso de la ciencia y de las artes habría de aportar. El gran debate del siglo de las Luces fue el de naturaleza o civilización, progreso “de las artes” o progreso moral. Para unos, se podía ser feliz en la ignorancia; la cultura causaba desigualdad y era fuente de error, infelicidad y miseria. Para otros, era exactamente lo contrario. Sin embargo el pensamiento moderno se separaba irremisiblemente de la idea de Dios y se apegaba a la vida, por lo que el retiro contemplativo no podía ser la solución. Según el abate Raynal el estudio de la vida primitiva había de tener por finalidad que “la ignorancia del salvaje iluminase, de alguna manera, a los pueblos civilizados”. Remontándose pues al salvaje, se dibujaron tres posiciones. Una seguía los caminos de la utopía. En 1753 fue editado el “Naufragio de las islas flotantes, o Basiliada del célebre Pilpaï”, de Morelly, que era una apología de la anarquía natural y un verdadero manual de primitivismo. En una isla bienaventurada vive un pueblo inocente y libre que sabe rechazar las tentaciones de la pereza o la maldad y atenerse a las indicaciones armónicas de la naturaleza, que antes que obstaculizar favorece las pasiones y los deseos. Allí no existen la propiedad, ni el matrimonio, ni la religión, ni los privilegios. Estarán prohibidos el lujo y la acumulación de riquezas. La sociedad, constituida sin contrato explícito, se compone de pequeñas comunidades que practican la agricultura y las artes y se ayudan mutuamente, no obedeciendo más ley que de la naturaleza. En cuanto a la cultura, bastará con un solo libro que la abarque. Otra posición, deudora de Hobbes, es la que pintaba la vida salvaje con los más negros colores. Según ella, lejos de vivir feliz, el primitivo sufría hambre y miserias sin cuento que le convertían en un ser feroz y cruel, y que le empujaban a una guerra perpetua contra todos. Para salir de tan azaroso estado había de suscribir un pacto por el que se comprometía a no causar daño y a prestar ayuda a los demás. Holbach sostenía que los salvajes al estar privados de razón no podían ser libres, que la libertad en manos de seres sin cultura ni virtud era como el cuchillo en manos de un niño: “La Vida Salvaje o el estado de naturaleza al que unos tristes especuladores han querido arrastrar a los hombres, la edad de oro tan loada por los poetas, en verdad no son sino estados de miseria, de imbecilidad, de sinrazón. Invitarnos a entrar en ellos significa decirnos que entremos en la infancia, que olvidemos todos nuestros conocimientos, que renunciemos a las luces que nuestro espíritu haya podido adquirir: mientras que, para desgracia nuestra, nuestra razón todavía está poco desarrollada, incluso en las más civilizadas naciones” (“Sistema Social”). La libertad dependía entonces de una sociedad regida por la ley inspirada en la naturaleza, cuyo objetivo debía ser la felicidad humana. El abate Marly, a mitad de camino entre Holbach y Morelly, llegaba a sugerir como medio la “igualdad perfecta” por medio de la comunidad de bienes, puesto que la propiedad engendraba avaricia y ambición, pasiones que el legislador tenía que combatir (“De la Legislación o Principio de las leyes”). Marly propugnaba una igualdad espartana, enemiga de la ciencia y las artes, puesto que habían alejado la humanidad del estado de naturaleza, y una libertad ateniense, fundada en la trasferencia total de la autoridad al cuerpo social. Una tercera posición, la de Rousseau, continuadora de Locke, a la vez rehabilitaba la comunidad igualitaria primitiva y consagraba el Estado con la voluntad popular y el “contrato”. Tal es el contenido del “Discurso sobre los orígenes y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres”. Para Rousseau la desigualdad no existía en el estado de naturaleza, solamente aparecía cuando el hombre se salía de él, cuando constituía una sociedad: “desde el instante en que el hombre necesitó que otro le ayudase, desde que se percató de que era útil tener provisiones por dos mejor que para uno solo, la igualdad desapareció, la propiedad se introdujo, el trabajo se volvió necesario y los vastos bosques se convirtieron en risueños campos a los que había que regar con el sudor de los hombres, y en los que pronto germinaron la esclavitud y la miseria a la par que las cosechas”. Ese periodo se corresponde con la introducción de la agricultura y la metalurgia. Del cultivo de tierras se llegó al reparto y de ahí a la propiedad. Las artes trajeron consigo un sinfín de necesidades nuevas que se apoderaron del hombre. Luego como corolario vinieron la explotación y las guerras, las leyes y las instituciones. De resultas, el hombre civilizado ha vivido encadenado por deseos superfluos y pasiones artificiales. Por el contrario, “el hombre salvaje, cuando ha comido está en paz con toda la naturaleza y es amigo de todos sus semejantes (…) no deseando sino las cosas que conoce y no conociendo sino aquellas cuya posesión ya tiene o puede adquirirla con facilidad, no habrá cosa más tranquila que su alma ni más limitada que su espíritu”. En la balanza de ventajas e inconvenientes, el fiel no se inclinaba del lado civilizado, porque nunca encontraríamos a un salvaje que se quisiera civilizar y sí en cambio a civilizados que se fueron a vivir entre los salvajes. La innovadora explicación era que la felicidad no tenía que ver con la razón sino con el sentimiento. Finalmente, al considerar la libertad como un don natural y la propiedad como una convención social, Rousseau proporcionaría un argumento decisivo para el igualitarismo, influyendo más que ningún otro autor en la Revolución Francesa, el Romanticismo y el socialismo.  

     La publicación por Bougainville de su “Viaje alrededor del Mundo” en 1771 avivó las discusiones en torno al estado de naturaleza y a la figura del salvaje. De nuevo el retrato de un mundo natural y feliz se convirtió en el espejo donde la sociedad civilizada descubría su malestar y su desgracia. Tahití, con su voluptuosa naturaleza y la libertad sexual de sus habitantes, se convirtió en el centro de las preocupaciones morales de su época. El salvaje continuaba despertando el sueño nostálgico de una vida virtuosa y feliz en armonía con la naturaleza. Diderot lo expresará como nadie en el “Suplemento al viaje de Bougainville”: “¡Cuán lejos estamos de la naturaleza y de la felicidad! El imperio de la naturaleza no puede ser destruido: por mucho que se le contraríe con obstáculos, él perdurará (…) ¡Qué breve sería el código de las naciones si se conformara rigurosamente al de la naturaleza! ¡Cuántos errores y vicios se ahorrarían al hombre!”. Jamás los tabúes civilizados conseguirán erradicar las inclinaciones naturales del hombre, a lo sumo lograrán disimularlas, para mayor desgracia suya: “¿Queréis conocer la historia, abreviada, de casi toda nuestra miseria? Hela aquí. Existía un hombre natural: en su interior se introdujo un hombre artificial; y en las cavernas se inició una guerra que dura toda la vida. A veces el hombre natural es el más fuerte; a veces se ve vencido por el hombre artificial y moral; y en un caso y en otro el triste monstruo se ve tiranizado, atenazado, atormentado, tirado en el arroyo”. La disyuntiva entre civilizar al hombre o abandonarlo a su instinto es zanjada por Diderot en consecuencia: “Si os proponéis sé su tirano, civilizadlo… ¿Queréis que sea libre y feliz? No os metáis en sus asuntos”. Para Diderot la historia de las instituciones políticas, civiles y religiosas no era más que la historia de la tiranía sobre la especie humana. Con todo, si hubiera de elegir entre civilización o naturaleza, “Vaya, no me atrevería a pronunciarme; pero sé que se ha visto en muchas ocasiones al hombre de la ciudad despojarse e internarse en la selva y que no se ha visto nunca al hombre de la selva vestirse y establecerse en la ciudad”. El hombre ilustrado no renunciaba a la civilización, ni siquiera se planteaba seriamente la conveniencia de detenerse ante el progreso. La oposición entre naturaleza y razón podría ser insuperable con sólo los instrumentos de esta última, pero el filósofo del siglo XVIII no era en absoluto consciente de ello. Lo que Marx llamaba “robinsonadas dieciochescas” eran en realidad una anticipación de la sociedad burguesa que se estaba gestando desde el siglo XVI. En esta sociedad de contrato cada individuo surgía desprovisto de lazos naturales, lazos que en la época medieval habían hecho de él parte integrante e indivisa de la sociedad. El salvaje era la idealización del individuo aislado producto de la disolución del mundo feudal. Era un resultado histórico y no el punto de partida de la historia.

VI. La igualdad

     Durante la Revolución Francesa, tanto la corriente específicamente burguesa como la “descamisada” invocaban constantemente a la naturaleza y sus designios, jurando por Rousseau o Marly. El agitador Anacharsis Cloots, “ciudadano de la humanidad”, afirmaba haber descubierto su sistema político, la “República del género humano”, al consultar la naturaleza. Escogiendo un ejemplo al azar, la exposición del abate Fauchet en el círculo de “Los Amigos de la Verdad”, leeremos: “El hombre fue primitivamente un producto de la naturaleza en la plenitud de su ser y en sociedad; fue dispuesto en medio de su dominio para gozar de los bienes de la vida, apropiarse de aquello que mantiene, dulcifica y embellece su existencia, e incrementar mediante su esfuerzo personal las previsiones de la naturaleza (…) Disfrutaba de su ser; tomaba posesión de su imperio; discernía los dones destinados para su uso; aumentaba su placer por el ejercicio de las facultades que le perfeccionaban: el trabajo no era para él una pena; era un desarrollo agradable de su fuerza y de su genio. Feliz por la serenidad de la razón y por la dulce sociedad con la ayuda del prójimo que duplicaba su felicidad; feliz por las liberalidades de la tierra y por las fáciles atenciones que aumentaban sus goces; tal era el estado del hombre en la edad de oro de la naturaleza… El hombre había nacido libre; esta bella facultad le fue dada para que se pusiese a la altura de su destino y para secundar las intenciones de la naturaleza, tan propicia para con él…”. Al ponerse a vivir en sociedad el hombre se apartó de la naturaleza e ignoró sus principios, padeciendo tiranía e injusticia. El hombre no podrá regresar a la edad de oro jamás pero algo de ella podrá recrearse si la sociedad se ordena de forma que “cada cual tenga algo y que nadie tenga demasiado”, en resumen, si se conforma de acuerdo con los datos de la naturaleza: “Sobre el derecho natural es sobre el que por primera vez han de regirse las instituciones legales. El modelo no reside ni en la antigua Grecia, ni en la antigua Italia; está en la naturaleza inmutable: es necesario que el orden social se adapte a ella, so pena de que el género humano sea eternamente miserable (…) La opinión sube al nivel de la naturaleza: los hombres quieren ser felices y justos; lo serán porque su voluntad reunida lo es todo para la felicidad y la justicia. Ningún poder podrá resistirles cuando la naturaleza se entiende con ellos, cuando marchan libremente bajo sus órdenes…”. Según el convencional Marat, el hombre en la naturaleza, para defenderse de la opresión y la injusticia de los demás tenía derecho a rebelarse, robar, someter y matar su fuera preciso. El ejercicio ilimitado de ese derecho había desembocado en un estado de guerra y para salir de él había renunciado a una parte de las ventajas de la naturaleza en provecho de las ventajas en la sociedad: “renuncia a sus derechos naturales para disfrutar sus derechos civiles”; en suma, había firmado un pacto social. “Así, los derechos de la naturaleza toman por medio del pacto social un carácter sagrado. Al haber recibido los hombres los mismos derechos de la naturaleza, deben conservar iguales derechos en el estado social”. Pero el pacto se puede romper si hay privilegiados que disfrutan con los bienes del pobre: “la justicia y la sabiduría exigen que al menos una parte de esos bienes llegue a su destino mediante un reparto juicioso entre los ciudadanos faltos de todo; pues el ciudadano honesto abandonado a la miseria y al desespero por la sociedad, vuelve al estado de naturaleza y por tanto al derecho de reivindicar a mano armada las ventajas a las que no había renunciado sino para obtener otras mayores” (“La Constitución”). Se trata de una expresión particular del derecho a la insurrección, que Marat llama, de acuerdo con el lenguaje político de la época, “retorno a la naturaleza”. Los revolucionarios franceses eran cada día más conscientes del peligro de la desproporción de fortunas, o lo que es lo mismo, de las diferencias de clase. Los más radicales sugerían una igualación forzosa, una nivelación de la propiedad que apuntaba a la propiedad común, pero en principio se limitaban a situar el derecho a la propiedad por debajo de los intereses de la sociedad, socavando sus fundamentos. Para el diputado de La Meuse, Harmand, “la igualdad de derecho era un don de la naturaleza y no un favor de la sociedad”. Para el republicano Antonelle “la naturaleza no ha producido propietarios, como no ha producido nobles; no ha producido más que seres sin nada, iguales en necesidades como en derechos”. La lucha por la igualdad fue el momento cumbre de la Revolución y su reivindicación más perenne, pero la llamada al comunismo tuvo lugar en el ocaso, cuando la burguesía se separaba de la plebe y la perseguía con saña. También para el conspirador Babeuf la propiedad no era un derecho natural, pero en cambio, “el estado de comunidad es el único justo, el único bueno, el único conforme a los sentimientos puros de la naturaleza y fuera de él no pueden existir sociedades apacibles y verdaderamente felices”. Para que el pueblo desposeído crea que el comunismo es más que un sueño habrá de reconocer que “los frutos son de todos y la tierra no es de nadie”.

     El comunismo primitivista fue el último retoño de la Revolución Francesa y la forma primera de manifestación de la futura ideología emancipadora del proletariado, la última clase históricamente producida.

  VII. Terra Incognita

    El conocimiento racional del mundo había creado las bases de una nueva libertad a la vez que desencadenaba fuerzas que impedían su realización. El dominio de la naturaleza lejos de lograr la libertad para el hombre lo sometía más que el despotismo religioso. La ciencia y la razón no habían sido mejores que la verdad revelada y la voluntad divina. El advenimiento de la civilización industrial, hija de la ciencia aplicada y del progreso técnico, con su secuela de destrucciones, trajo consigo la peor esclavitud: el trabajo asalariado. Los frutos instrumentales de la Razón engendraron una civilización espantosa, en la que tanto el hombre como la naturaleza eran aplastados. La oposición entre campo y ciudad fue llevada al paroxismo. El campo vio como las nuevas leyes impulsadas por la burguesía privaban de los medios de subsistencia a la mayoría de su población, que acababa siendo expulsada y concentrada en los suburbios más infectos de las ciudades. Las ciudades crecieron en tamaño y fealdad a costa de una masa humana esclava del trabajo y presa del infortunio. El individuo experimentó en forma de hastío y neurosis la disparidad entre su libertad abstracta y la represión social de sus impulsos. La confrontación entre el mundo tal como su desarrollo había enpequeñecido y el individuo tal como había llegado a hipertrofiarse tuvo un singular producto ideológico: el Romanticismo. Los románticos opusieron el sentimiento y la pasión, la naturaleza en suma, a la razón y el progreso, la sociedad misma. Chateaubriand formuló el drama individual: “Escuchemos la voz de la conciencia ¿Qué nos dice según la Naturaleza? ‘Sé libre’ ¿Y según la sociedad? ‘Reina’”. Dirigieron entonces su curiosidad hacia el pasado, hacia la adolescencia del hombre, a las épocas ignotas. Para Víctor Hugo el hombre de los orígenes no estaba separado de la divinidad y por eso su pensamiento estaba hecho de sueños y su lenguaje era poesía: “Antes de la época que la sociedad moderna ha denominado antigua, había otra, que los antiguos llamaban fabulosa y que sería más exacto llamar primitiva… En tiempos primitivos, cuando el hombre se despierta en un mundo acabado de nacer, la poesía se despierta con él. En presencia de maravillas que le deslumbran y embriagan, su primera palabra no es más que un himno. Está tan cerca de Dios que sus meditaciones son éxtasis y todos sus sueños, visiones. El se desahoga y canta como respira. Su lira sólo tiene tres cuerdas, Dios, alma y creación; pero ese triple misterio todo lo envuelve, y esa triple idea todo lo abarca. La tierra está casi desierta. Existen familias, pero no pueblos; padres, pero no reyes. Cada raza se encuentra a gusto; ni propiedad ni ley, ni ofensas ni guerras. Todo es de uno y es de todos. La sociedad es una comunidad. Nada molesta al hombre. Lleva una vida pastoral y nómada por la cual todas las civilizaciones empiezan y que es tan propicia para la contemplación solitaria y el ensueño caprichoso. Se deja tentar y se deja llevar. Su pensamiento y su vida son como una nube que cambia de forma y de sentido según sople el viento. Ese es el primer hombre y el primer poeta. Es joven y lírico. La oración es toda su religión: la oda es toda su poesía. Ese poema, esa oda de los tiempos primitivos es el Génesis” (Prefacio de “Cromwell”). De ahí un inusitado interés por las tradiciones, por las leyendas y por las canciones populares, pero también por la naturaleza virgen, misteriosa, situada en los confines del mundo, en la “terra incognita”: “El recuerdo de un país lejano y abundante en los dones todos de la naturaleza, el aspecto de una vegetación libre y vigorosa, reaniman y fortifican el espíritu; oprimidos en el presente, nos deleitamos en apartarnos de él para gozar de esa sencilla grandeza que caracteriza la infancia del género humano” (Alexandre Von Humboldt, “Leyendas de El Dorado”). Los países exóticos, sobre todo “el Oriente”, cobraron interés (“España era todavía Oriente”). Se desató una fiebre por las islas vírgenes (la acción de “Robinson Crusoe”, muy leído en la época, o de “Pablo y Virginia” discurre en islas). La imaginación se puso por encima de la razón, la emoción por encima de la lógica y la intuición por encima de la experiencia. Los lazos perdidos con la naturaleza –y con la divinidad– no se podían reconstituir con ayuda de la razón. La libertad era el bien más preciado del hombre que la sociedad no podía garantizar; había que buscarla fuera, en la vida marginal, en los proscritos, en los bandidos, en los pueblos rebeldes, en los salvajes. La sociedad estaba irremisiblemente corrompida. Así hablaba un jefe indio: “empiezo a entrever que esa mezcla odiosa de rangos y fortunas, de opulencia extraordinaria y de privaciones excesivas, de crimen sin castigo y de inocencia sacrificada, forma en Europa aquello que llaman sociedad. No sucede igual con nosotros: entre las cabañas de los iroqueses no hallarás ni grandes ni pequeños, ni ricos ni pobres, sino el reposo del corazón y la libertad del hombre en cualquier lugar”. La naturaleza no solamente aparecía como el sueño de la libertad, asentándose en una comunidad natural soldada por el sentimiento, sino como el objetivo al que debía tender la propia sociedad: “¿acaso no sucede que el último grado de la civilización conecta con la naturaleza?” (Chateaubriand, “Los Natchez”). La absoluta libertad reivindicada y la sociedad establecida no podían ser más irreconciliables; Shelley decía que si los hombres habían sido creados por Júpiter, también podían destronarlo. La solución parecía estar en las revoluciones, pero los románticos fueron viajeros antes que revolucionarios. En todo caso, no en la civilización; volviendo a Chateaubriand: “La civilización ha alcanzado su punto más alto, pero una civilización material, infecunda, nada puede producir pues sólo por la moral se da la vida; se llega a la creación de los pueblos por los caminos del cielo: los ferrocarriles seguramente nos llevarán con más rapidez al abismo”. El presente ya no era visto como un principio sino como un final; la generación romántica se había vuelto pesimista y sencillamente miraba hacia atrás. Las múltiples caras del desengaño convirtieron la ideología romántica en una idealización del atraso y una defensa de formas arcaicas de autoridad, reflejando la nueva forma de dominación posrevolucionaria, fruto de la alianza entre la burguesía y las clases retrógradas en declive. En esa tesitura las teorías naturalistas sufrieron un duro percance a manos del idealismo alemán. Al buscar al hombre en el devenir histórico, es decir, al final de un larga sucesión de civilizaciones, Hegel arruinaba definitivamente el pensamiento político ilustrado y su prolongación romántica. Más tarde, los hegelianos Marx y Bakunin proclamarán a los cuatro vientos que la libertad y la igualdad son hechos sociales y no naturales, y que el proletariado, la humanidad oprimida, debería de buscarlas entre los escombros de la civilización burguesa y no en la naturaleza salvaje.

VIII. La libertad     

     El cambio de óptica que significó para el siglo XIX la obra de Hegel fue total y trastocó por completo el pensamiento socialista, obligándolo a romper tanto con la ideología rousseauniana de la Revolución como con la metafísica cristiana y el positivismo burgués.  A menudo se olvida que Bakunin se formó en la izquierda hegeliana y que la génesis del anarquismo es incomprensible sin ese dato. Bakunin consideraba a Rousseau como el más funesto de los ideólogos de la burguesía porque sobre el supuesto de un contrato social había legitimado el Estado, una forma brutal y primitiva de organización social. Se supone que antes de ello el hombre era libre pero Bakunin pensaba otra cosa de la libertad natural: “No es más que la absoluta dependencia del hombre simio frente a la permanente presión del mundo exterior”. La libertad del hombre salvaje dependía de su soledad: “la libertad de uno de ellos no necesita de la libertad de otro alguno; al contrario, cada una de esas libertades individuales se basta a sí misma, existe por sí misma, y por tanto, la libertad de cada cual necesariamente aparece como la negación de la de todos los demás, y todas ellas, al encontrarse, deben limitarse y restringirse mutuamente, contradecirse, destruirse…”. Hasta ahí Bakunin repetía a Holbach; después se apartaba por completo de él: “El hombre no se hace realmente hombre, no conquista la posibilidad de su emancipación interior sino cuando ha logrado romper las cadenas de la esclavitud que la naturaleza exterior descarga sobre todos los seres vivos”. La humanidad nació esclava de la naturaleza y su libertad empezó cuando se emancipó de ella, es decir, cuando se civilizó. A partir de entonces un cúmulo de circunstancias históricas determinaban al hombre: “El hombre no crea la sociedad; nace en ella. No nace libre, sino encadenado, producto de un particular medio social creado por una larga serie de influencias pasadas, de desarrollos y de hechos históricos (…) Se diría que la conciencia colectiva de una sociedad cualquiera, encarnada tanto en las grandes instituciones públicas como en todos los pormenores de su vida privada y sustentadora de todas sus teorías, forma una especie de medio ambiente una especie de atmósfera intelectual y moral, nociva pero absolutamente necesaria para la existencia de todos sus miembros”. La libertad y la propia individualidad no eran hechos naturales sino productos históricos creados por la sociedad humana: “la sociedad, lejos de disminuir y limitar, crea, por el contrario, la libertad de los individuos humanos”; resumiendo, “la libertad de los individuos no es un hecho individual es un hecho colectivo, un producto colectivo”, con lo cual refutaba a los obreros individualistas, que calificaba de “falsos hermanos”. Marx decía lo mismo: “El hombre es, en el sentido más literal, un zoon politikon, no solamente un animal social, sino un animal que sólo puede individualizarse en sociedad” (“Grundisse”). El cosmopolita Bakunin se imagina al hombre viviendo fuera de toda sociedad, en un desierto y concluye: “si no perece en la miseria, que es lo más probable, no será nada más que un bruto, un mono privado de habla y de pensamiento”. Llega incluso a criticar el espíritu comunitario de las sociedades preburguesas que el llama “patriotismo natural”, aun cuando la solidaridad de oficio y la comunidad local fueran decisivas en los primeros pasos del movimiento obrero: “cuanto menor es la civilización en las colectividades humanas, menos complicado y más simple es el fondo mismo de la vida social, y más intenso se muestra el patriotismo natural. De lo cual se deduce que el patriotismo natural está en razón inversa a la civilización, es decir, al triunfo mismo de la humanidad…”. Sin embargo eran “los bárbaros quienes representan, hoy, la fe en el destino humano y el futuro de la civilización, mientras que los civilizados ya no encuentran su salvación sino en la barbarie”

     A pesar de todo, en el socialismo la victoria contra el primitivismo no fue completa. Engels en su “Origen de la Familia” partía de la comunidad primitiva: “en todos los estadios anteriores de la sociedad, la producción era esencialmente colectiva y el consumo se efectuaba también bajo un régimen de reparto directo de los productos, en el seno de pequeñas o grandes colectividades comunistas”. En un principio pues, era el estado de naturaleza, la edad de oro, pervertida según Engels por la división del trabajo, acarreada sucesivamente por la ganadería, la agricultura, los metales y el comercio. Vinieron entonces la propiedad, la acumulación de riquezas y, finalmente, la formación de clases en conflicto, y precisamente para mantener un equilibrio en la lucha de unas clases contra otras nació el Estado. Lectura de Rousseau y de Hobbes en clave socialista, acompañada por una cantidad de datos de la investigación histórica y etnográfica. Kropotkin, por su parte, tratará de demostrar la solidaridad como principio social buscándolo en la naturaleza, abundando en ejemplos de solidaridad animal (“El Apoyo Mutuo”). A partir de entonces las raíces del pensamiento de Bakunin cayeron en el olvido y fue normal leer exposiciones rousseaunianas en las publicaciones anarquistas. Sucede que el socialismo obrero había reconocido a la sociedad burguesa como un mal necesario pero inevitable y de esa valoración positiva de la burguesía histórica a retomar la idea de progreso y a reivindicar la ciencia y el desarrollo económico sólo había un paso. El proletariado, al renunciar a su propio pasado, al olvidar que su movimiento debutó con una encarnizada lucha contra la industrialización que no se detuvo ante la destrucción de máquinas, fábricas y mercancías, y al ignorar que su propio interés exigía la destrucción del mercado de trabajo y no su control, había dado ese paso. Por otro lado, la burguesía se estratificaba cada día más, volviéndose más reaccionaria en función de su posición en el ordenamiento jerárquico de las clases, limitándose a defender sus privilegios y olvidando el interés general. A medida que abandonaba todas sus veleidades reformadoras que antaño, cuando era revolucionaria, fueron patrimonio suyo, el proletariado, tanto socialista como anarquista, asumía esas mismas reivindicaciones. El anarquismo, por ejemplo, construyó todo un campo de cultura con ellas: la idea de progreso, el individualismo, la instrucción para todos, la oposición a la guerra, la defensa de la naturaleza, la maternidad consciente, la contracepción y demás prácticas de liberación de la mujer, la sexualidad libre, la higiene y alimentación sana, la divulgación de la ciencia, etc. Pero a pesar de que el proyecto emancipador de los trabajador quedaba enriquecido con nuevos contenidos concretos, anteriormente burgueses, experimentaba por eso mismo un retroceso. La socialdemocracia se convirtió en un movimiento reformista. El marxismo revolucionario y el anarcosindicalismo fueron dos intentos de superar aquél paso atrás.

IX. Ninguna Parte 

     Lo que definía al obrero de hace cien años era su dependencia de la máquina. La máquina había desdoblado al artesano en técnico y obrero. El objetivo perseguido era la racionalización del trabajo y la consecuencia principal, el desplazamiento del trabajador del proceso de producción. Llevado este proceso al límite con la automatización, obteníamos un productor expulsado de la producción (con el salario totalmente depreciado) y un consumidor absolutamente dependiente de las máquinas. El uso colectivo de las máquinas no cambiaba la condición obrera, y por tanto la naturaleza de la explotación, sino sólo la dirección del proceso, en manos esta vez de expertos o dirigentes. Por consiguiente, el proletario así desdoblado no podía suprimirse a sí mismo, es decir, liberarse, mediante el desarrollo de la máquina o mediante su uso comunista, sino por medio de su desaparición. Bien es cierto que en algunas corrientes socialistas se levantaron voces contra una civilización “obrera” concebida a semejanza de la burguesa, pero fueron pocas y su influencia, minoritaria. Significativamente, como calculando la improbabilidad de sus propuestas, presentaron éstas en forma de descripciones utópicas. Por ejemplo, en “La Ciudad Anarquista Americana”, del anarquista Pierre Quiroule, se dice: “Es cierto que todo lo que existe, obra de los trabajadores, debe pertenecer a los trabajadores. Pero estos se engañan al querer “continuar” en vez de “innovar”; porque no debemos imaginar bajo ningún concepto una sociedad nueva, vaciada en el molde de la sociedad actual; porque si fuese así, no valdría la pena mover un dedo siquiera para ayudar a su advenimiento. Todo lo que existe debe ser substituido por algo más racional y conforme a las verdaderas necesidades humanas. Y negaba que las minas de hulla, y los leviatanes del mar, y los dragones de fuego de las líneas férreas, y los autómatas hercúleos de los establecimientos metalúrgicos, fuesen factores de bienestar, de felicidad y de libertad; negaba que los tranvías eléctricos que cruzan las calles representasen un progreso; que los túneles o vías subterráneas sean necesarios; o que las grandes instalaciones eléctricas distribuidoras de fuerza y luz representen un beneficio para los humanos…”. Todas esas creaciones nacidas de una civilización enferma estaban condenadas a desaparecer con el triunfo de la verdadera revolución porque “continuar explotando las minas, y hacer funcionar los trenes y coches eléctricos urbanos, para alumbrarse como en la sociedad capitalista, para accionar las usinas y grandes fábricas, para aprovechar en fín, todo lo que existe, todas esas fuentes de rendimiento, hágase lo que se haga para perfeccionar la mecánica y los medios de producción, con el fin de aliviar, de hacer menos pesado el trabajo, y de favorecer la suerte de los productores encargados de su manejo, siempre será preciso contar con un ejército de esclavos encadenados a una siempre igual labor, ingrata y desmoralizadora…” Por lo tanto, la idea de la expropiación de la burguesía, tal cual, tenía consecuencias opuestas al objetivo libertario. La herencia de una organización social que la técnica complicaba, regimentaba y centralizaba era una herencia envenenada.

     Por su parte, el socialista William Morris concebía la sociedad libre como el resultado del proceso inverso a la ruina y despoblación de las aldeas ocasionado por el capitalismo: “Las gentes afluían a las aldeas campestres y, por decirlo así, se arrojaban a la tierra como la fiera sobre su presa, y en un relámpago las aldeas de Inglaterra fueron más populosas que lo habían sido en los siglos medievales; la población crecía y crecía con rapidez (…) la gente comprendió las tareas a que estaba llamada y renunció a emplearse en ocupaciones que no le interesaban. La ciudad invadió el campo, pero los invasores, como los guerreros primitivos, cedieron a la acción del ambiente y a su vez se trocaron en campesinos, y, siendo cada vez más numerosos atrajeron a sus hábitos a la gente ciudadana. Si bien la diferencia entre la ciudad y el campo desapareció poco a poco, el mundo campesino se sintió vivificado con el pensamiento, la actividad y la educación ciudadanas…” (“Noticias de Ninguna Parte”). En ambos casos se defendía un cierto retorno a condiciones precapitalistas pero con la experiencia acumulada combatiendo al capitalismo. Un retorno consciente que no negaba el conocimiento adquirido y más que fijar límites a la técnica, orientaba su uso a la consecución de una sociedad libre de productores iguales.

X. El país de Naturia

     En el París finisecular circulaba Henri Zisly, obrero ferroviario y anarquista, redactor de revistas como “Temps nouveaux” y “L’Etat naturel” y autor de un “Viaje al país de Naturia”. Fue el primero en enarbolar la causa de la naturaleza esclavizada por el progreso industrial. Para los anarquistas en general, la naturaleza había hecho a todos los hombres iguales y libres y al perturbarse sus leyes habían aparecido todos los males sociales. El sepulcro de Bakunin había sido cerrado con siete llaves. En la naturaleza reinaba la armonía, es decir, carecía de contradicciones. La anarquía era su norma. La revolución social significaba la abolición del divorcio entre el hombre y la naturaleza y el retorno a la vida natural, mediante la asociación natural de productores. La peculiaridad de Zisly residía en su discrepancia respecto a los medios. Para la mayoría de anarquistas, firmes creyentes en el progreso, la separación entre el hombre y la naturaleza quedaría superada gracias a la ciencia y la razón. Para ellos organización natural de la sociedad era lo mismo que organización científica de la sociedad. La humanidad caminaría hacia la libertad del brazo de la ciencia y el antagonismo entre civilización y naturaleza sería suprimido. Sin embargo Zisly no creía en los poderes benéficos de la ciencia ni en la civilización industrial; “nuestra ciencia es la ciencia de la vida, la ciencia de la naturaleza”. Con gran antelación achacaba al progreso técnico la desaparición de los bosques, los estragos de la contaminación, el cambio climático, las enfermedades o los fenómenos degenerativos producidos en las plantas y animales y en la especie humana. “La civilización es el mal y la Naturaleza el bien” concluía, y por eso luchaba “contra el monstruo de la civilización para el advenimiento de la Naturaleza Integral”. Admitía la emancipación de la clase obrera como requisito para una vuelta al estado natural. Pues de eso se trataba, de reconstruir el estado natural de la Tierra corrompido por la civilización, volver al estadio primitivo de la humanidad ¿Cómo? Obedeciendo a las leyes naturales. Evitando el comercio y la industria. Suprimiendo la propiedad y las necesidades antinaturales. La felicidad vendría de la satisfacción de necesidades básicas como el comer, beber, vestir, cobijarse, trabajar, amar… En su lista de objetos desechables figuraban las lámparas, las estufas, las bicicletas, el gramófono, el vino, las camisas, o las piezas de vidrio o metal. En la “vida normal” en plena “libertad en la Naturaleza Integral” todo el mundo iría a pie y viviría en cabañas o a lo sumo casas de piedra, evitando los bailes, el teatro, las carreras y los toros.

     Zisly fue el primer promotor de la corriente naturista en los medios libertarios, y lejos de detenernos en la tosquedad de sus afirmaciones o en el simplismo de sus alternativas, interpretaríamos su papel como el de un defensor de la naturaleza en armonía con el hombre, condición de su emancipación. Zisly y sus amigos captarían antes que nadie que la destrucción de la naturaleza mediante era consecuencia de la colonización tecnológica (o artificialización) de la sociedad, o dicho de otro modo, de la domesticación del hombre por las máquinas. La explotación de la naturaleza era la otra cara de la explotación del hombre. La burguesía identificó el progreso con el desarrollo económico. Tal progreso significaba que la naturaleza era exclusivamente escenario del despliegue de las fuerzas productivas y paisaje de la esclavitud salarial. La degradación de la naturaleza corrió a la par de la degradación obrera. El anarconaturismo, una tendencia eminentemente pedagógica, aportaría al programa de redención social la exigencia de un equilibrio entre naturaleza y humanidad sin el cual igualdad y libertad jamás podrían darse. Si la naturaleza tenía que humanizarse, el hombre tenía que naturalizarse.

XI. El Potlach

    El desencantamiento del primitivo por la etnografía, la antropología y los estudios de la prehistoria ha de venir a iluminar la ruta del mundo civilizado ante sus encrucijadas, no a confundirla con ideologías brumosas. Las sociedades primitivas existentes emplean poco tiempo en el trabajo necesario para la supervivencia; pues no están pues los supuestos primitivos forzados a la búsqueda permanente de alimentos, ni jamás trabajan más allá de sus necesidades, es decir, que eran sociedades contra el trabajo. No son sociedades de subsistencia; son capaces de acumular un excedente alimentario superior a sus necesidades, pero para consumirlo o dilapidarlo, no para comerciar con él. El tipo de relaciones que las gobiernan no están basadas en el intercambio o trueque puesto que la escasez es desconocida, sino en el “don”. Por lo tanto, son sociedades sin mercado. Y este detalle puede ser útil a los que deseen recuperar las ventajas primitivas para la sociedad libre y civilizada. Los indios de la costa noroeste americana practicaban una batalla de regalos suntuarios con el fin de humillar, desafiar y obligar al rival, que llamaban “potlach”. Era una explosión de derroche totalmente improductiva, con fines de prestigio y gloria. Georges Bataille se basó en aquella ceremonia para sugerir una superación del conflicto entre civilización y salvajismo. Bajo esta óptica los excesos de la técnica se podían corregir. Lo que la técnica construye el hombre destruye. La técnica adquiría un nuevo papel, el de aumentar las posibilidades de dilapidación. La civilización no podía subsistir si no se destruía en un gigantesco potlach. La revolución social era la forma suprema de potlach. La civilización no tenía más justificación histórica que el de la quiebra revolucionaria, cuando los excedentes habrían de liberarse a la destrucción. Ese desprecio de la riqueza y ese rechazo de los frutos del trabajo, era el verdadero lujo, el lujo de los pobres y el mentís a la laboriosidad predicada desde la dominación. La revolución permanente recibía una sorprendente confirmación teórica. En definitiva, la destrucción competitiva era no sólo una forma natural de nivelación, sino el procedimiento por fin descubierto para la reconciliación del hombre con el mundo. Se podría objetar que la dinámica de destrucción y construcción es precisamente lo que caracteriza a la civilización capitalista, pero hay una diferencia importante: el sujeto de la acción es en este caso es otro. Y el sentido del proceso es lógicamente otro, el opuesto.                        

     La crítica salvaje de la civilización ha interesar a quienes crean que los fines humanos –la libertad y la felicidad– solamente se consigan con el desmantelamiento de la producción, la desurbanización y la vida en comunidad. Sin embargo, no podemos pasar por alto el peligro que conlleva una formulación errónea del problema con la elevación de la naturaleza a principio máximo (por ejemplo, naturaleza igual a anarquía), pues convertiría a esta en un arma contra el pensamiento y contra la libertad. La abdicación del espíritu humano en pro de la naturaleza o la reducción del hombre a pura naturaleza, implicaría una degradación del pensamiento hacia formas irracionales. Proclamar la superioridad del hombre primitivo situando el paraíso en el paleolítico medio y el pecado original en la aparición del lenguaje simbólico, como hace John Zerzan en “Futuro Primitivo”, tampoco contribuirá a clarificar el problema, pues ni las raíces de la infelicidad humana están en el lenguaje ni esta se cura con un retorno a etapas arcaicas. El cazador-recolector de los primitivistas no es más que un reflejo idealizado del individuo atomizado y desclasado de la sociedad de masas, producido por el capitalismo tardío.

     La naturaleza no es depositaria de la verdad, solo del lado salvaje. Y la civilización no es simplemente el lugar de la mentira, es el de la historia. Ambas se hallan sometidas al poder independiente de la economía, por lo que ya una forma parte de la otra. Desposeído, separado de sus obras, sumergido en la alienación, al hombre le es ajena la civilización tanto como la naturaleza, pero la primera es su campo de batalla. Haciendo suya ésta, hará suya la otra. Por consiguiente, no se trata de que el hombre escape de la civilización, sino de que la civilización no se le escape al hombre. La naturaleza recuperará sus fueros sólo cuando el hombre sea libre, y será libre sólo cuando controle su obra, o sea, cuando los poderes creados por él e independientes de él –el Estado, la Economía, etc.– sean destruidos. Y puede interesar saber que las sociedades primitivas eran sociedades sin economía y sin Estado porque no permitían forma alguna de poder separado, ya que ni siquiera se podían concebir en su seno los deseos de riqueza, de poder o de sumisión.

Miquel  Amorós

Marzo 2003

La sociedad contra el Estado

Las sociedades primitivas son sociedades sin Estado: este juicio esconde una opinión que acentúa la posibilidad de una antropología política como ciencia rigurosa. Lo que se dice es que las sociedades primitivas están privadas de algo – el Estado – que es necesario a toda sociedad. Estas sociedades están incompletas. No son verdaderas – no están civilizadas -, viven la experiencia quizá dolorosa de un carencia – carencia de Estado- que no pueden satisfacer. Esto dicen los viajeros y los investigadores: no puede pensarse en una sociedad sin Estado, el Estado es el destino de toda sociedad. Aquí se descubre un etnocentrismo mucho más sólido por ser inconsciente. La referencia inmediata es lo más familiar. Cada cual lleva en sí, como la fe del creyente, la certeza de que la sociedad es para el Estado. ¿Cómo no concebir a las sociedades primitivas, sino como una especie de personas despreciadas por la historia universal, como sobrevivientes anacrónicos de un estadio lejano, rebasado tiempo atrás? Aquí está la otra cara del etnocentrismo, la convicción de que la historia tiene un sentido único, que toda sociedad está condenada a la historia y a recorrer las etapas que van del salvajismo a la civilización. “Todos los pueblos civilizados han sido salvajes”, escribe Raynal. Pero la afirmación de una evolución no funda una doctrina que, uniendo arbitrariamente el estado de civilización a la civilización del Estado, señala a éste como término necesario a toda sociedad. Podríamos preguntar qué ha retenido a los últimos pueblos que aún son salvajes.

Tras las formulaciones modernas, el viejo evolucionismo sigue intacto. Más difícil de ocultarse en el lenguaje de la antropología que en el de la filosofía, aflora en las categorías que se dicen científicas. Ya sabemos que las sociedades arcaicas están determinadas negativamente, por sus carencias: sin Estado, sin escritura, sin historia. Y se las determina en lo económico: con economía de subsistencia. Si con esto se dice que ignoran la economía de mercado donde fluyen los excedentes, no se dice nada, sólo se subraya otra deficiencia más, siempre en relación con nuestro propio mundo. Están sin Estado, sin escritura, sin historia, sin mercado. Pero el sentido común objeta: ¿para qué sirve un mercado sin excedentes? La idea de economía de subsistencia revela que si estas sociedades no producen excedentes es por incapacidad, porque están ocupadas en la sobrevivencia. Antigua imagen, siempre eficaz, de la miseria de los salvajes. Y para explicar su incapacidad de abandonar el vivir al día, se pretexta la inferioridad técnica.

¿Qué hay de cierto en ello? Si por técnica se entiende el conjunto de procedimientos con que se proveen los hombres, no para asegurarse el dominio absoluto de la naturaleza (esto sólo vale para nuestro mundo y su demente proyecto cartesiano del que apenas empiezan a medirse las consecuencias), sino para asegurarse un dominio del medio natural, relativo a sus necesidades, no puede hablarse de inferioridad técnica. Su capacidad para satisfacer sus necesidades es igual a la que enorgullece a la sociedad industrial. Todo grupo humano llega a ejercer dominio sobre su medio. No se sabe de ninguna sociedad que se haya establecido, por presión externa en un medio imposible de dominar. O desaparece o cambia de territorio. Lo que sorprende con los esquimales o los australianos es la riqueza, la imaginación y la fineza de la actividad técnica, la eficacia de sus herramientas. Hay que ir a los museos etnográficos, a observar la exactitud de los instrumentos, que hace de cada uno una obra de arte. No hay jerarquía hablando de técnica, ni superior ni inferior. Un equipamiento tecnológico se mide por la capacidad de satisfacer las necesidades de la sociedad. De ninguna manera las sociedades primitivas han sido incapaces para realizar tal propósito. Es cierto que el potencial de innovación técnica lleva tiempo. Nada se da de golpe, existe la larga sucesión de ensayos, errores, fracasos y éxitos. Los estudiosos de la prehistoria nos enseñan los milenios que necesitaron los hombres del paleolítico para sustituir sus grotescos garrotes por los admirables cuchillos de silex del solutrense. El descubrimiento de la agricultura y la domesticación de las plantas casi son contemporáneos en América y en el mundo antiguo. Los Amerindios no son inferiores – al contrario – en el arte de seleccionar las plantas útiles.

Detengámonos un momento en el interés funesto que llevó a los indios a desear instrumentos metálicos. Se relaciona con su economía, pero no como podría creerse. Estas sociedades estarían condenadas a la economía de subsistencia por su inferioridad técnica. Este argumento no está fundado ni en derecho ni en hechos. No hay escala para medir las “intensidades” tecnológicas; el equipo técnico no es comparable al de una sociedad diferente; no sirve de nada comparar el fusil con el arco. La arqueología, la etnografía, la botánica, etc., demuestran la eficacia de las teconologías salvajes. Si las sociedades primitivas tienen una economía de subsistencia no es a falta del saber-hacer técnico. La verdadera cuestión es: ¿la economía de estas sociedades es realmente de subsistencia? Si no nos contentamos con entender economía de subsistencia como economía sin mercado y sin excedentes – verdad simple, por sólo constatar la diferencia – entonces esta economía permite subsistir a la sociedad que funda; se afirma que esta sociedad sólo provee a sus miembros con el mínimo necesario para la subsistencia.

Aquí hay un prejuicio tenaz, de que el salvaje es perezoso. Si se dice “trabajar como un negro” en América del Sur se dice “perezoso como un indio”. La opción es: o bien el primitivo vive en economía de subsistencia o bien pasa largos ratos de ocio fumando en su hamaca. Fue lo que admiró a los europeos de los indios de Brasil. Reprobaron que hombres robustos y saludables preferían, como las mujeres, pinturas y plumas en lugar de sudar en los campos. Gentes que ignoraban que hay que ganar el pan con el sudor de la frente. Era demasiado y no duró. Se los puso a trabajar y murieron. Dos axiomas guían a la civilización occidental. El primero: la verdadera sociedad se da a la sombra protectora del Estado; el segundo enuncia un imperativo categórico: hay que trabajar.

En efecto, los indios daban poco tiempo a lo que se llama trabajo, no obstante, no morían de hambre. Las crónicas de la época nos hablan de la hermosa apariencia de los adultos, la salud de los niños, la abundancia y variedad de las fuentes alimenticias. La economía de subsistencia no implica la búsqueda angustiante, de tiempo completo, del alimento. Es compatible con una limitación del tiempo para las actividades productivas. Es el caso de los Tupí-guaraní, cuya holgazanería tanto irritaba a los franceses y portugueses. Su vida se basaba en la agricultura y secundariamente en la caza, pesca y recolección. Una misma tierra era usada de cuatro a seis años, luego se abandonaba, o porque era invadida por una vegetación parásita difícil de eliminar. Lo arduo del trabajo era para los hombres, que era desmontar la superficie con hacha de piedra y con fuego. La tarea, al fin de las lluvias, movilizaba a los hombre uno o dos meses. El resto – plantar, escardar, cosechar – por la división sexual del trabajo, era para las mujeres. Los hombres, la mitad de la población, trabajaban ¡ dos meses cada cuatro años! El resto era para cosas placenteras: caza, pesca, fiestas, y finalmente, para su gusto apasionado por la guerra.

Estos datos, impresionistas, los confirman investigaciones recientes, que miden el tiempo de trabajo en las sociedades con economía de subsistencia. Ya se trate de cazadores nómadas del desierto de Kalahari o de agricultores amerindios, las cifran revelan un tiempo inferior a cuatro horas diarias de trabajo. J. Lizot, que vive con los indios Yanomami del Amazonas venezolano, dice que la duración del tiempo dedicado al trabajo, apenas rebasa las tres horas. No hemos hecho lo mismo con los Guayakí, cazadores nómadas de la selva paraguaya, pero sé que los indígenas, hombres y mujeres, pasaban la mitad del día ociosos, pues la caza y la recolección eran entre 6 y 11 de la mañana. Estudios semejantes llegarían a resultados similares, teniendo en cuenta las diferencias ecológicas.

Estamos lejos del miserabilismo de la idea de economía de subsistencia. El hombre salvaje no está sujeto a una existencia animal, de sobrevivencia, pues en un tiempo corto obtiene este resultado y algo más. Las sociedades primitivas tienen todo el tiempo para acrecentar su producción de bienes materiales. El buen sentido pregunta entonces: ¿por qué los hombres de estas sociedades querrían producir más si cuatro horas bastan para asegurar las necesidades del grupo? ¿Para qué les servirían los excedentes? ¿Cuál sería su destino? Siempre es por la fuerza que los hombres trabajan más allá de sus necesidades. Esta fuerza está ausente en el mundo primitivo; su ausencia define la naturaleza de las sociedades primitivas. Puede admitirse la expresión de economía de subsistencia para calificar su organización económica, si por ello se entiende no una carencia o un incapacidad, sino el rechazo de un exceso inútil, la voluntad de acordar las actividades productiva con la satisfacción de las necesidades. En las sociedades primitivas hay excedentes. Las plantas cultivadas (yuca, maíz, tabaco, algodón, etc.) rebasa lo que es necesario al grupo, estando este suplemento de producción incluido en el tiempo normal de trabajo. Este excedente, es consumido, con fines políticos, en las fiestas, la visita de extranjeros, etc. La ventaja del hacha metálica sobre la de piedra es evidente para retardar su uso. Con la primera se hace diez veces más trabajo , o bien se hace el mismo trabajo en diez veces menos de tiempo. Cuando los indios descubrieron la superioridad de las hachas de los hombres blancos, las desearon no para producir más, sino para producir lo mismo en un tiempo diez veces más corto. Se produjo lo contrario porque con las hachas metálicas vino al mundo primitivo la violencia, el poder de los civilizados sobre los salvajes.

Las sociedades primitivas son, dice J. Lizot de los Yanomami, sociedades de rechazo al trabajo. “El desprecio de los Yanomami al trabajo y al progreso tecnológico autónomo es un hecho”(1). Son las primeras sociedades del ocio, de la abundancia, según la alegre expresión de M. Sahlins.

Si tiene un sentido una antropología económica de las sociedades primitivas, como disciplina autónoma, no procedería de la pura consideración de su vida económica, sería una etnología de la descripción, de una dimensión no autónoma de la vida social primitiva. Es más bien cuando esta dimensión pasa a una esfera autónoma que aparece fundada la idea de una antropología económica. Cuando desaparece el rechazo al trabajo, se cambia el ocio por la acumulación, cuando una fuerza externa nace en el cuerpo social, sin la que los salvajes no renunciarían al ocio y que destruye la sociedad primitiva, esa fuerza crea el poder político. Pero así como la antropología deja de ser económica y pierde su objeto al querer aprehenderlo, la economía se hace política.

Para el hombre salvaje, la actividad de producción está medida por las necesidades energéticas. La producción se vuelca sobre la reconstitución de la energía gastada. Es decir, que es la vida como naturaleza que – en la producción de los bienes consumidos en las fiestas – determina el tiempo consagrado a reproducirla. Asegurada la satisfacción de necesidades, nada podría incitar a desear producir más, a alienarse en un trabajo sin destino, si ese tiempo puede ser para el ocio, el juego, la guerra o la fiesta. ¿ En qué condiciones puede transformarse esta relación del primitivo con la actividad de producción? ¿En qué condiciones surge una meta diferente de la satisfacción de las necesidades energéticas? Esto es plantear la pregunta por el origen del trabajo alienado.

En la sociedad primitiva, por esencia igualitaria, los hombres son dueños de su actividad, de la circulación de los productos de esa actividad, actúan sólo para ellos mismos, mientras que la ley de intercambio de bienes mediatiza la relación directa del hombre con su producto. Por ello, todo se altera si esa actividad es desviada, cuando en lugar de producir sólo para sí, el hombre produce también para los demás, sin intercambio ni reciprocidad. Es entonces cuando puede hablarse de trabajo, cuando la regla igualitaria de intercambio deja de ser el “código civil” de la sociedad, cuando esa actividad tiende a satisfacer a los demás, cuando esa regla se sustituye por el terror de la deuda. Allí estriba la diferencia entre el salvaje amazónico y el indio del Imperio Inca. El primero produce primero para vivir, el segundo trabaja para los demás, para los que no trabajan, los señores que le dicen: tienes que pagar lo que nos debes, tu deuda de por vida.
Cuando en la sociedad primitiva lo económico se deja identificar como autónomo, cuando se produce el trabajo alienado, impuesto por los que lo gozan, la sociedad deja de ser primitiva y se transforma en sociedad dividida en señores y siervos, es cuando se ha dejado de exorcizar lo que está destinado a eliminarla: el poder y el respeto al poder. la mayor división de la sociedad es la nueva disposición vertical entre la base y la cima, la gran ruptura política entre poseedores de la fuerza, guerrera o religiosa, y los sometidos a esas fuerza. La relación política de poder precede y funda la relación económica de explotación. Antes de ser económica, la alienación es política, el poder está antes que el trabajo, lo económico deriva de lo político, el Estado determina las clases.

No es por lo incompleto que se revela la naturaleza de las sociedades primitivas. Esta se impone como algo positivo, como dominio del medio natural y social, como voluntad libre de no permitir que de su ser salga nada que pudiera alterarlo, corromperlo o disolverlo. Las sociedades primitivas no son embriones retrasados de sociedades ulteriores, de los cuerpos sociales con despegue “normal” interrumpido por alguna extraña enfermedad, no se encuentran en una lógica histórica que conduce al término inscrito de antemano pero conocido a posteriori, nuestro propio sistema social. (Si la historia es esta lógica, ¿cómo es que existen aún sociedades primitivas?). En el plano de la vida económica se traduce todo esto en rechazo a un trabajo y una producción absorbentes, en la decisión de limitar las reservas a las necesidades, en la imposibilidad de la competencia – ¿para qué serviría ser rico entre los pobres?- en una palabra, en la prohibición de la desigualdad.

¿Qué hace que en una sociedad primitiva la economía no sea política? Que la economía no es autónoma. Son sociedades sin economía por rechazo de la propia economía. Pero entonces, ¿también está ausente lo político en estas sociedades? ¿hay que admitir que al ser sociedades “sin ley ni rey”, les falta lo político? ¿No caemos en el etnocentrismo para el que una carencia marca a las diferentes sociedades?

Está la pregunta por lo político en las sociedades primitivas. No es sólo un problema “interesante”, un tema para especialistas, porque la etnología se desarrolla en una teoría general (por construir) de la sociedad y de la historia. Las diversas organizaciones sociales, no impiden un orden en la discontinuidad, una reducción de diferencias. Reducción masiva ya que la historia nos ofrece dos tipos de sociedad, dos macroclases, que tienen algo en común: están las sociedades primitivas y las sociedades con Estado. Es la presencia o ausencia de la formación estatal (de múltiples formas) lo que da a cada sociedad su lugar lógico, que traza la discontinuidad. La aparición del Estado marca la gran división entre salvajes y civilizados, el corte que transforma el tiempo en Historia.
Hay, en el movimiento de la historia mundial, dos aceleraciones decisivas en su ritmo. El motor de la primera fue la revolución neolítica (domesticación de animales, agricultura, el arte del tejido y la cerámica, sedentarización, etc.). Aún vivimos en la prolongación de la segunda aceleración, la revolución industrial del S. XIX.

No hay duda de que la ruptura neolítica transformó las condiciones de los pueblos paleolíticos. ¿Pero ésta fue suficiente para afectar el ser de las sociedades? ¿Hay un funcionamiento diferente en las sociedades preneolíticas o posneolíticas? La experiencia etnográfica indica lo contrario. El paso del nomadismo a la sedenterización sería consecuencia de la revolución neolítica, porque ha permitido la formación de ciudades y aparatos estatales. Pero con esto se decide que todo “complejo” tecnocultural, sin agricultura, está condenado al nomadismo. Aquí tenemos algo etnográficamente inexacto. Una economía de caza, pesca y recolección no exige una vida nómada. Diversos ejemplos, en América y otros lados, lo atestiguan: La ausencia de agricultura es compatible con la sedenterización. Se puede suponer que los pueblos que no habían adquirido la agricultura no fue por inferioridad cultural sino porque no tenían necesidad de ella.

La historia poscolombina de América presenta agricultores sedentarios que, tras una revolución técnica (conquista del caballo y de las armas de fuego) dejaron la agricultura por la caza, cuyo rendimiento se multiplicaba. Cuando fueron ecuestres, las tribus de América del Norte o las del Chaco en América del Sur, extendieron sus desplazamientos, pero estaban lejos del nomadismo en el que se encuentran las bandas de cazadores-recolectores (como los guayaki del Paraguay) y el abandono de la agricultura no fue por la dispersión demográfica ni por la transformación de la organización cultural anterior.

¿Qué nos enseña el movimiento de las sociedades, de la caza a la agricultura y viceversa? Que parece darse sin cambiar la sociedad; que sigue idéntica si sólo cambian sus condiciones de existencia material; que la evolución neolítica no acarrea un trastorno del orden social. En las sociedades primitivas, el cambio en lo que el marxismo llama la infraestructura económica, no determina su reflejo, la superestructura política, pues ésta es independiente de su base material. El continente americano ilustra la autonomía de la economía y de la sociedad. Los grupos de cazadores-pescadores-recolectores, nómadas o no, presentan las mismas propiedades sociopolíticas que sus vecinos agricultores, sedentarios: “infraestructuras” diferentes, “superestructura” idéntica. De modo inverso, las sociedades mesoamericanas – sociedades imperiales, sociedades con Estado – eran tributarias de una agricultura que, no por eso seguía siendo menos parecida a la de las tribus “salvajes” de la Selva Tropical: “infraestructura” idéntica, “superestructuras” diferentes; puesto que en un caso se trata de sociedades sin Estado y en el otro de Estados consumados.

Lo decisivo es el corte político y no el cambio económico. La verdadera revolución, en la protohistoria de la humanidad, no es la del neolítico, pues deja intacta la antigua organización social; es la revolución política, misteriosa, irreversible, mortal para las sociedades primitivas, lo que conocemos con el nombre de Estado. Y si conservamos los conceptos marxistas, la infraestructura es lo político y la superestructura lo económico. Una sola alteración estructural, abismal, puede destruir a la sociedad primitiva, la que hace surgir en su seno o del exterior, la autoridad de la jerarquía, la relación de poder, la sujeción de los hombres, el Estado. Sería inútil buscar el origen en el cambio de las relaciones de producción, dividiendo poco a poco la sociedad en ricos y pobres, explotadores y explotados; ello conduciría mecánicamente a la instauración de un órgano de poder de los primeros sobre los segundos, a la aparición del Estado.

Hipotética, esta modificación a partir de la base económica es imposible. Para que en una sociedad el régimen de la producción se transforme en mayor trabajo para acrecentar los bienes, es necesario, o bien que los hombres deseen esta transformación, o bien que sin desearla, se vean obligados a ella por una violencia externa.

En el segundo caso, nada ocurre con la sociedad misma, que sufre la agresión de una fuerza externa en cuyo beneficio va a modificarse el régimen de producción: trabajar y producir más para los nuevos dueños del poder. La opresión política determina la explotación. Pero la evocación de tal “escenario” no sirve de nada, pues plantea un origen exterior, contingente, inmediato, de la violencia estatal, y no la lenta realización de las condiciones internas, socioeconómicas de su aparición.

Se dice que el Estado es el instrumento que permite a la clase dominante ejercer su dominación violenta sobre las clases dominadas. Y que para que haya Estado, es necesario que antes haya clases sociales antagónicas, ligadas por la explotación. Luego la estructura de la sociedad – la división en clases – debería preceder al surgimiento de la máquina estatal. Veamos la fragilidad de esta concepción instrumental del Estado. Si la sociedad está organizada de opresores que explotan a los oprimidos, es porque esta alienación descansa en el uso de una fuerza, en la substancia misma del Estado, “monopolio de la violencia física legítima”. ¿A qué necesidad respondería la existencia del Estado, puesto que su esencia – la violencia – es inminente a la división de la sociedad, ya que está dedicado a la opresión de un grupo sobre los demás? Sólo sería el órgano inútil de una función cumplida antes y en otro lugar.

Articular la aparición de la máquina estatal con el cambio de la estructura social sólo lleva a retardar el problema de esta aparición. Hay que preguntarse por qué se produce, en una sociedad primitiva, el reparto de hombres en dominantes y dominados. ¿Cuál es el motor del Estado? Su aparición confirmaría la legitimidad de una propiedad privada surgida previamente; el Estado sería el representante y el protector de los propietarios. Muy bien. ¿Pero por qué aparece la propiedad privada en una sociedad que la rechaza? ¿Por qué hay quienes un día dicen “esto es mío” y cómo es que los demás permiten que surja lo que la sociedad primitiva ignora: la autoridad, la opresión, el Estado? Lo que se sabe de las sociedades primitivas no permite buscar más en lo económico el origen de lo político. Ahí no está el árbol genealógico del Estado. No hay nada en una sociedad primitiva – sin Estado- que permita la diferencia entre ricos y pobres, porque nadie tienen el deseo barroco de hacer, poseer, parecer más que su vecino. La capacidad, igual para todos, de satisfacer las necesidades materiales, y el intercambio de bienes y servicios que impide la acumulación privada de bienes, hacen imposible tal deseo, que es deseo de poder. La sociedad primitiva no deja lugar al deseo de sobreabundancia.

Las sociedades primitivas hacen imposible el Estado. Y sin embargo, todos los pueblos civilizados han sido primero salvajes. ¿Qué fue lo que hizo que el Estado dejara de ser imposible? ¿Por qué los pueblos dejaron de ser salvajes? ¿Qué revolución hizo que surgiera el Déspota, que ordena a los que lo obedecen? ¿De dónde viene el poder político? Misterio, quizá provisional, de su origen.

Parece imposible determinar la aparición del Estado, pero pueden precisarse las condiciones de su no-aparición, y los textos reunidos aquí intentan delimitar lo político en las sociedades sin Estado. Sin fe, sin ley, sin rey. Lo que occidente decía de los indios del Siglo XVI, puede extenderse a toda sociedad primitiva. Esta es la distinción: una sociedad es primitiva si carece de rey como fuente legítima de la ley; es decir, de la máquina estatal. De modo inverso, toda sociedad no primitiva tiene Estado. Es por lo que pueden agruparse los despotismos arcaicos – reyes, emperadores de China o de los Andes, y faraones -, monarquías recientes – el Estado soy yo – o sistemas contemporáneos, el capitalismo liberal de Europa Occidental… o de Estado, como en otros lugares…

No hay rey en la tribu, sino un jefe que no es jefe de Estado. ¿Qué significa esto? Que el jefe no tiene autoridad, poder de coacción, no puede dar una orden. El jefe no es un comandante; la tribu no tiene deber de obedecer. La jefatura no tiene poder, y la figura (mal llamada) del “jefe” salvaje no es la de un futuro déspota. No es de la jefatura de donde se deriva el Estado en general. ¿Qué diferencia hay entre un jefe de tribu y un jefe de Estado? ¿Qué hace imposible esto en el mundo de los salvajes? Esta discontinuidad radical – que hace impensable un paso progresivo de la jefatura primitiva a la máquina estatal – se funda en la exclusión del poder político de la jefatura. Se trata de pensar en un jefe sin poder, pues la jefatura es extraña a su esencia, la autoridad. Las funciones del jefe, no son de autoridad. Encargado de acabar con los conflictos entre individuos, familias, linajes, etc., sólo tienen el prestigio que le reconoce la sociedad. Pero prestigio no es poder y los recursos del jefe para pacificar se limitan al uso de la palabra, no para arbitrar, ya que el jefe no es un juez, no puede tomar partido por nadie, sólo puede – con su elocuencia – persuadir de apaciguarse, renunciar a las injurias, imitar a los ancestros que vivieron en buen entendimiento. Empresa no segura, apuesta incierta, pues la palabra del jefe no tiene la fuerza de la ley. Si la presunción fracasa, el conflicto puede llegar a la violencia y el prestigio del jefe puede derrumbarse, pues es prueba de impotencia para lo que se esperaba de él.

¿En qué estima la tribu que un hombre es digno de ser jefe? En su competencia “técnica”: dotes oratorias, puntería en la caza, capacidad para coordinar la guerra. La sociedad no deja que el jefe vaya más allá, que su capacidad técnica se transforme en autoridad política. El jefe está al servicio de la sociedad – verdadero lugar del poder – que ejerce su autoridad sobre el jefe. Por ello es imposible que el jefe ponga a la sociedad a su servicio o que ejerza poder; la sociedad primitiva no tolerará que su jefe se transforme en déspota.

La tribu somete al jefe a una alta vigilancia; es prisionero porque ella no lo deja salir. ¿Pero, quiere salir? ¿Un jefe desea ser jefe? ¿Quiere suplantar el interés grupal por su propio deseo? En virtud del control al que la sociedad somete al líder, son raros los jefes que transgreden la ley primitiva: tu no eres más que los demás. Es raro, pero a veces sucede que un jefe quiere ser jefe y no por cálculo maquiavélico sino porque no tiene otra opción. Por regla general, no intenta (ni sueña) subvertir la relación (conforme a normas) que él tiene con su grupo; subversión que, de servidor pasaría a señor. Esta relación la define el jefe de una tribu abipona del Chaco argentino, en la respuesta que dio a un oficial español que quería convencerlo de hacer participar a su tribu en una guerra que no deseaba: “Los abipones, por costumbre de sus ancestros, hacen todo a su gusto y no al de su cacique. Yo los dirijo, pero no perjudicaría a ninguno sin perjudicarme a mí mismo; si los forzara ellos me darían la espalda. Prefiero ser amado y no temido por ellos”. No dudemos que la mayoría de los jefes indios habrían tenido el mismo discurso.

Pero hay excepciones, ligadas a la guerra. La conducción de una expedición militar es la única vez en que el jefe ejerce autoridad, fundada sólo en su competencia técnica como guerrero. Después, el jefe de guerra queda sin poder; el prestigio de la victoria jamás se transforma en autoridad. Hay pues una separación tajante entre poder y prestigio, entre gloria de un guerrero vencedor y el mando que le está prohibido ejercer. Lo que calma la sed de prestigio de un guerrero es la guerra. Un jefe cuyo prestigio está ligado a la guerra sólo lo conversa en la guerra. Es una especie de empuje hacia adelante por lo que organiza expediciones guerreras, donde espera beneficios simbólicos en la victoria. Pero su deseo de guerra corresponde a la voluntad de la tribu, en particular de los jóvenes, para quienes la guerra es el principal medio de adquirir prestigio; mientras la voluntad del jefe no va más allá de la sociedad, las relaciones son iguales. Pero el riesgo de un rebasamiento del deseo de la sociedad por el de su jefe, es permanente. El jefe a veces acepta correrlo, imponiendo a la tribu su proyecto individual. Invirtiendo la relación del líder como instrumento al servicio de un fin socialmente definido, intenta hacer de la sociedad el medio para realizar un fin particular: la tribu al servicio del jefe, y no el jefe al servicio de la tribu. Si esto “funcionara”, tendríamos el nacimiento del poder político, como presión y violencia; tendríamos la figura mínima del Estado. Pero esto nunca funciona.

En el hermoso relato de los veinte años que pasó con los Yanomami (2) Elena Valero habla de su primer marido, el líder guerrero Fousiwe. Su historia ilustra el destino de la jefatura salvaje cuando es llevada a transgredir la ley primitiva que, como verdadero poder, rehusa deshacerse de él, se niega a delegarlo. Fousiwe es reconocido como “jefe” por su prestigio como conductor de victorias contra los grupos enemigos. El dirige guerras deseadas por su tribu, se pone al servicio de su grupo; es el instrumento de su sociedad. Pero el infortunio del guerrero quiere que el prestigio en la guerra se pierda pronto, si no se renuevan las fuentes. La tribu, para la que el jefe es sólo el instrumento para realizar su voluntad, olvida las victorias pasadas del jefe. El jefe nunca adquiere nada definitivamente, y si quiere devolver a la gente la memoria perdida, no lo logrará con sus viejas hazañas, sino con nuevos hechos de armas. Un guerrero no tiene alternativa: está condenado a desear la guerra. Es allí que logra el consenso que lo reconoce como jefe. Si su deseo de guerra coincide con el de la sociedad, ésta sigue realizándola.

Pero si el deseo de guerra del jefe se vuelve contra una sociedad que desea la paz – ninguna sociedad, desea siempre la guerra – la relación se trastoca, el líder utiliza a la sociedad para su meta individual. No hay que olvidarlo, el jefe primitivo no tiene poder. ¿Cómo imponer su deseo a una sociedad que lo rechaza? Es prisionero de su deseo de prestigio y su impotencia para realizarlo. ¿Qué puede suceder? El guerrero está destinado a una soledad que lo conduce a la muerte. Ese fue el destino del guerrero sudamericano Fousiwe. Por haber querido imponer una guerra se vio abandonado por su tribu. Tenía que realizar esta guerra sólo y murió acribillado por las flechas. La muerte es el destino del guerrero porque la sociedad primitiva no permite sustituir el deseo de prestigio por la voluntad de poder, está de antemano condenado a la muerte. El poder político separado es imposible en la sociedad primitiva; no hay vacío que el Estado pudiera llenar.

Menos trágica, pero parecida, es la historia de otro líder indio, más célebre que el oscuro guerrero amazónico, pues se trata del famoso jefe apache Jerónimo. Leer sus Memorias (3) es muy instructivo. Jerónimo sólo era un joven guerrero cuando los soldados mexicanos atacaron a su tribu e hicieron una masacre de mujeres y niños. La familia de Jerónimo fue exterminada totalmente. Las diferentes tribus apaches se aliaron para vengarse de los asesinos y Jerónimo condujo el combate. Su éxito fue total, pues los apaches aniquilaron la guarnición mexicana. El prestigio de Jerónimo fue inmenso. Pero a partir de ahí algo le sucede a Jerónimo. Porque si para los apaches, satisfechos con la victoria y la venganza, el asunto está concluido, Jerónimo quiere seguir vengándose, considera insuficiente la derrota sangrienta. Pero no puede ir sólo al ataque de los poblados mexicanos. Trata de convencer a los suyos de atacar de nuevo. En vano. La sociedad apache, una vez alcanzada la meta colectiva – la venganza – quiere descansar. Jerónimo tiene un deseo individual y quiere arrastrar a la tribu para cumplirlo. Los apaches no quisieron seguir a Jerónimo, como los Yanomami no siguieron a Fousiwe. Jerónimo sólo convence a unos cuantos, ávidos de gloria y riqueza. El ejército de Jerónimo, para una de esas expediciones, heroicas e irrisorias, era de dos hombres. Los apaches le dieron la espalda cuando quiso realizar su guerra personal. Jerónimo fue el último gran jefe de la guerra norteamericano, que pasó treinta años de vida queriendo “ser jefe” y no lo logró…

La esencia de la sociedad primitiva, es ejercer un poder absoluto sobre todo lo que la compone, es prohibir la autonomía de alguno de sus subconjuntos, es mantener todos los movimientos internos, conscientes e inconscientes, en los límites y en la dirección queridos por la sociedad. La tribu manifiesta (incluso con violencia), el deseo de fijar este orden, prohibiendo el poder político individual, central y separado. Es una sociedad donde nada se escapa; todas las salidas están cerradas. Sociedad que debería reproducirse eternamente sin que nada la afectara a través del tiempo.

Sin embargo, hay un campo que escapa al control; es un “flujo” al que ella parece poder imponer sólo un “código” imperfecto; se trata del terreno demográfico, con reglas culturales, leyes naturales, espacio de una vida enraizada en lo social y en lo biológico, sede de una “máquina” que funciona con mecánica propia y que está fuera del alcance de la empresa social.

Sin sustituir un determinismo económico por uno demográfico e inscribirlo en las causas – el crecimiento demográfico – la necesidad de los efectos – transformación de la organización social – hay que constatar, sobre todo en América, el peso sociológico de la población; el aumento de las densidades para conmocionar – no decimos destruir – la sociedad primitiva.

En efecto, es probable que una condición fundamental de la sociedad primitiva es la debilidad de su talla demográfica. Las cosas sólo funcionan si la población es poco numerosa. Para que una sociedad sea primitiva, debe ser pequeña. Lo que se constata es una fragmentación en “naciones”, tribus, sociedades, grupos que vigilan su autonomía en el seno del conjunto, además de hacer alianzas con vecinos “compatriotas”, si las condiciones – guerreras – lo exigen. Esta atomización del universo tribal es una forma de impedir conjuntos sociopolíticos que integran los grupos locales y, más aún, un medio de prohibir la emergencia del Estado que en su esencia, es unificador.

Los Tupí-Guaraní parecen, cuando Europa los descubre, alejarse del modelo primitivo: la densidad demográfica de sus tribus rebasa el de las poblaciones vecinas; el tamaño de los grupos locales no se compara con el de las unidades sociopolíticas de la Selva Tropical. Por supuesto, los poblados Tupinamba, de miles de habitantes, no eran ciudades, pero acababan de pertenecer al horizonte “clásico” de la dimensión demográfica de las ciudades vecinas. Sobre este fondo de expansión demográfica se destaca – hecho inhabitual en la América de los salvajes, si no en la de los imperios – la tendencia de las jefaturas hacia un poder desconocido en otra parte. Los jefes tupi-guaraní no eran déspotas, pero no eran jefes sin poder. En un extremo de la sociedad, el crecimiento demográfico, en el otro, el surgimiento del poder político. Sin duda que no toca a la etnología – a ella sola – responder a las causas de la expansión demográfica en una sociedad primitiva. Contraria a esta disciplina surge la articulación de lo demográfico con lo político, el análisis de las fuerza que ejerce el primero sobre el segundo por intermediación de lo sociológico.

En este texto, subrayamos la imposibilidad interna de un poder político separado en una sociedad primitiva, la imposibilidad de una génesis del Estado en el interior de la sociedad primitiva. Y tenemos que evocar, contradictoriamente, a los tupi-guaraní como una sociedad primitiva donde comenzaba a surgir lo que habría podido convertirse en Estado.

En estas sociedades se daba un proceso de constitución de una jefatura con un poder político nada despreciable. Al grado de que los cronistas franceses y portugueses no dudan en nombrar a los jefes con el título de “reyes de provincia” o “reyezuelos”. La transformación de la sociedad tupi-guaraní se interrumpe al llegar los europeos. ¿Si el descubrimiento del Nuevo Mundo se hubiera retrasado un siglo, se habría impuesto el Estado a las tribus del litoral brasileño? Es riesgoso hacer una historia hipotética que nada desmentiría. Pero, respondemos de manera negativa. No fue la llegada de los occidentales lo que cortó el surgimiento del Estado con los tupi-guaraní, sino un sobresalto de la sociedad primitiva, un levantamiento contra las jefaturas, destructor del poder de los jefes. Un extraño fenómeno, hacia el fin del siglo XV, agitaba a las tribus tupi-guaraní, las prédicas de hombres que, de grupo en grupo, llamaban a los indios a dejar todo para ir a la búsqueda de la Tierra sin mal, del paraíso terrestre.

Jefatura y lenguaje están, en la sociedad primitiva, muy ligados, la palabra es el único poder devuelto al jefe, es para él un deber. Pero es otro discurso, no de jefes, sino de esos hombres que en los siglos XV y XVI llevaban a los indios por millares en locas migraciones en busca de la patria de los dioses; es el discurso de los Karai, es la palabra profética, virulenta subversiva, de llamar a los indios a la destrucción de la sociedad. El llamado de los profetas a abandonar la mala tierra, para llegar a la tierra sin mal, a la sociedad de la felicidad divina, implicaba la condenación a la muerte de la sociedad y sus normas. Una sociedad donde se imponía cada vez más la autoridad de los jefes, su poder político naciente. Es posible que si los profetas, surgidos del corazón de la sociedad, proclamaban como malo el mundo, es porque descubrían el mal en esa muerte lenta a la que los condenaba el surgimiento del poder en la sociedad tupi-guaraní, como sociedad sin Estado. Con la sensación de que el mundo salvaje se derrumbaba, obsesionados por la idea de una catástrofe sociocósmica, los profetas decidieron dejar el mundo de los hombres y ganar el de los dioses.

Palabra profética aún viva, así lo dicen los textos “Profetas en la jungla” y “De la unidad sin lo múltiple”. Los cuatro mil guaranís que viven en la miseria en la selva de Paraguay, gozan aún de la riqueza inconmensurable que les ofrecen los Karai. Se duda que son aún conductores de tribus como sus ancestros del siglo XVI, ya no hay búsqueda de la Tierra sin mal.

Pero con la falta de acción el pensamiento se ha embriagado, permitiendo pensar en la desdicha de la condición humana. Y este pensamiento salvaje, enceguecedor por exceso de luz, nos dice que el nacimiento del Mal, de la desdicha, es la unidad. Hay que hablar más de lo que el sabio guaraní designa con el nombre de Unidad. Los temas favoritos del pensamiento guaraní contemporáneo son los mismos que inquietaban, hace cuatro siglos, a los Karai, los profetas. ¿Por qué el mundo es malo? ¿Qué podemos hacer para escapar al mal? Son preguntas que no dejan de plantearse. Los Karai de hoy repiten el discurso de los profetas de antaño. Estos sabían que la Unidad es el mal, lo decían de pueblo en pueblo, y las gentes los seguían en la búsqueda del Bien, en pos de la no-Unidad. Se tiene pues en los tupí-guaraní de la época del Descubrimiento, de un lado una práctica – la migración religiosa – inexplicable si no se lee el rechazo de la directividad, el rechazo del poder político separado, el rechazo del Estado; del otro lado, un discurso profético que identifica a la Unidad como la raíz del Mal y asegura escapar de él. ¿Cómo es posible pensar en la Unidad?

Es necesario que su presencia, odiada o deseada sea visible. Creemos descubrir que bajo la ecuación metafísica que iguala el mal con la Unidad, hay otra ecuación más secreta y política que dice que la Unidad es el Estado. El profetismo tupí-guaraní es al tentativa heróica de una sociedad primitiva para abolir la desdicha, con el rechazo radical de la Unidad como esencia universal del Estado. Esta lectura “política” de una constancia metafísica nos plantea una pregunta, tal vez sacrílega: ¿no podría someterse a lectura semejante toda metafísica de la Unidad? ¿Qué sucede con la Unidad como Bien, como objeto preferencial que, desde su alborada, la metafísica occidental asigna al deseo del hombre? Hay un evidencia: el pensamiento de los profetas salvajes y el de los antiguos griegos es el mismo: la Unidad. Pero el indio guaraní dice que la Unidad es el Mal, mientras que Heráclito dice que es el Bien. ¿Cómo es posible pensar en la Unidad como Bien?

Volvamos, para concluir, al mundo ejemplar de los tupi-guaraní. Una sociedad primitiva amenazada por la ascensión de los jefes, que provoca – a costa de un suicidio colectivo – el fracaso de la jefatura, la exterminación de los reyes portadores de ley. De un lado los jefes; del otro y contra ellos, los profetas. Esta es la sociedad tupi-guaraní de finales del siglo XV. Y la “máquina” profética funcionó bien, pues los Karai llevaban tras ellos masas de indios exaltados, al grado de acompañarlos hasta la muerte.

¿Qué quiere decir esto? Los profetas armados con sus logos, podían hacer algo imposible en la sociedad primitiva: unificar en la migración religiosa la diversidad múltiple de las tribus. Ellos realizaron de un solo golpe el “programa” de los jefes. ¿Argucia de la historia? ¿Fatalidad que a pesar de todo dirige a la sociedad primitiva a al dependencia? No se sabe. Pero la insurrección de los profetas contra los jefes daba a los primeros, por un extraño cambio de las cosas, infinitamente más poder que el que tenían lo segundos. Tal vez hay que rectificar que la palabra sea opuesta a la violencia. Si el jefe salvaje tiene una palabra inocente, la sociedad primitiva puede también, escuchar otra palabra, como un mandamiento: a saber, la palabra profética. En el discurso de los profetas está tal vez en germen, el discurso del poder, y bajo los rasgos exaltados del conductor de hombres que dice el deseo de los hombres, se disimula tal vez la figura silenciosa del Déspota.

Palabra profética, poder de esta palabra: ¿tendríamos allí el origen del poder, el comienzo del Estado en el Verbo? ¿Profetas, conquistadores de almas antes que señores de los hombres? Quizá. Pero, hasta en la experiencia extrema el profetismo (la sociedad tupí-guaraní había alcanzado los límites que determina una sociedad primitiva), es lo que nos muestran los salvajes, es el esfuerzo para impedir que los jefes sean jefes, es el rechazo de la unificación, la conjuración de la Unidad, del Estado. La historia de los pueblos que tienen una historia es la historia de la lucha de clases. La historia de los pueblos sin historia es, diremos con la misma verdad, la historia de su lucha contra el Estado.

Extracto del libro La Sociedad contra el Estado de Pierre Clastres.

Traducción de Rosario Herrera Guido
———–
(*)La Société contre l’État, Les Edicions de Minuit, Paris, 1974, Capítulo 11.
(1) J. Lizot, Economie ou société? Quelques thèmes à propos de l’étude d’une communauté d’Amerindiens, Journal de la Société des américanistes 9,1973,pp137-175.
(2) E.Biocca, Yanoama, Plon, 1969.
(3) Mémories de Géronimo, Maspero, 1972.

Los ruinosos pilares del progreso

El ser humano vivió durante el 99% de su historia de la recolección y de la caza. La agricultura no apareció hasta hace unos 12.000 años de forma precaria e incipiente en el Creciente Fértil. En la que posiblemente sea la primera ciudad de la historia, Çatal Höyuk, fundada hace unos 9.000 años en la península de Anatolia, las prácticas agrícolas eran tan precarias como subsidiarias. La mayoría de su alimento, a pesar de su sedentarismo, provenía de la caza y de la recolección. En América la agricultura no apareció hasta el 5000 a.C. Y tan sólo en cinco zonas se ha podido constatar que se haya desarrollado la producción de alimentos de forma original: en el Creciente Fértil, el Sureste chino, los Andes, Mesoamérica y en el Este de América del Norte. Según parece lo más probable, en el resto de los espacios la agricultura se desarrolló por imposición o por imitación. Por otra parte, el ser humano tuvo capacidad cognitiva y técnica desde hace decenas o cientos de miles de años para adoptar la agricultura. Es difícilmente sostenible que no se haya iniciado la producción agrícola durante este largo periodo de tiempo por el hecho de carecer de la idea de cómo hacerlo. Como señala Diamond, cualquier grupo humano que tenga una relación tan íntima con su entorno como la que tienen los grupos de cazadores-recolectores, capaz de acopiar registros de plantas y pautas ecológicas al nivel que lo hacían ellos, a un nivel tal que a veces rivaliza con los propios conocimientos de los etnobotánicos actuales, cualquier grupo humano así, debería saber cómo poder favorecer la reproducción de la especies vegetales. Al fin y al cabo, podemos constatar que no pocas de estas sociedades forrajeras utilizaban técnicas para aumentar la reproducción de ciertas plantas y árboles, como lo es la limpieza del terreno en torno a ciertos árboles frutales, con el fin de defenderlos de otras especies indeseadas y que compiten con estos árboles en su reproducción. Podemos constatar que conocían estas técnicas y las utilizaban pero aún así no decidían dar el salto a la vida agrícola. No se trataba de un asunto de carencia de know how, por tanto. Podemos afirmar con bastante seguridad que el ser humano vivió durante un inmenso periodo de tiempo sin querer sedentarizarse ni dedicarse a trabajar la tierra. Entonces la pregunta es por qué no surgió la agricultura antes, y también, por qué apareció en tan pocos lugares. ¿No deseaban todas esas gentes el progreso?

Marvin Harris ironizaba sobre la respuesta tradicional de corte progresista que solía darse con respecto a este dilema:

“Los cazadores-recolectores ocupaban todo su tiempo en la búsqueda de lo suficiente para comer. No podían producir un ‘excedente más allá de la subsistencia’ de modo que vivían en el límite de la extinción, padeciendo enfermedades crónicas y hambre. En consecuencia, era natural que desearan establecerse y vivir en aldeas permanentes, pero no se les ocurrió la idea de plantar semillas. Un día, un genio anónimo dejó caer unas simientes en un hoyo y muy pronto se iniciaron los cultivos en forma regular. La gente ya no tenía que trasladarse continuamente en busca de caza y el nuevo tiempo libre favoreció el pensamiento. Este hecho condujo a nuevos y más rápidos progresos en la tecnología y, por ende, a más alimentos –un ‘excedente más allá de la subsistencia’-, lo que, finalmente, hizo posible que algunas personas se apartaran de la agricultura y se convirtieran en artesanos, sacerdotes y gobernantes”.

Este tipo de explicaciones, de las cuales cómicamente se mofaba Harris, se han visto desmentida con los trabajos de las últimas cuatro décadas. Marshall Sahlins, uno de los principales disidentes de este paradigma explicativo, descubrió en esta argumentación el legado de una visión etnocéntrica y burguesa: al considerar al ser humano “primitivo” desde la óptica del ser humano moderno, al atribuirle los deseos y aspiraciones de éste y una tecnología precaria para saciar las necesidades que estos deseos y aspiraciones producen en la actualidad, se concluía que el hombre primitivo debía sentirse frustrado y miserable. En palabras de Sahlins: “habiéndole atribuido al cazador impulsos burgueses y herramientas paleolíticas juzgamos su situación desesperada por adelantado”. Este mismo error de la antropología progresista había sido denunciado dos siglos antes por Rousseau al respecto de sus contemporáneos y antecesores. El ginebrino, muy especialmente en relación a Hobbes, advertía que “todos hablando sin cesar de necesidad, de avidez, de opresión, de deseos y de orgullo, han trasplantado al estado de naturaleza ideas que habían tomado en la sociedad; hablaban del hombre salvaje, pero dibujaban al hombre civil”. De tal manera, siendo observable que en nuestras propias sociedades a pesar de los avances tecnológicos no somos capaces (por cuestiones políticas) de satisfacer las necesidades más básicas de una importante fracción de la población, ¿cómo los primitivos, dotados solamente de “un arco con unas flechas”, podrían haberlo hecho? Tenían que ser pobres…

No obstante, la pobreza no tiene por qué guardar relación con el nivel tecnológico, por muy extraño que nos pueda parecer. La pobreza es una relación entre medios y fines; es una cuestión de deseo y carencia, es una cuestión también de representaciones culturales. Como decía Marx, una chabola al lado de una chabola no es riqueza ni pobreza, pero en el momento en que junto a la chabola se ubica un castillo, la chabola deviene pobreza.

La Economía Política es la ciencia de la escasez. La necesidad no es evidente por sí misma. Aun a pesar de las llamadas a lo biológico, la necesidad es siempre construida por el deseo. En palabras de Deleuze y Guattari, “la carencia es preparada, organizada, en la producción social”. Así, podemos decir que de lo que trata realmente la Economía Política es de “organizar la escasez, la carencia, en la abundancia de la producción, hacer que todo el deseo caiga en el gran miedo a carecer, hacer que el objeto dependa de una producción real que se supone exterior al deseo (las exigencias de la racionalidad), mientras que la producción del deseo pasa al fantasma”. La economía olvida que el deseo no puede ser sino producción, como el elán de Bergson, y lo trata como si fuese carencia y como producto de algo ajeno: las necesidades. Pero, ¿acaso la carencia puede producir? ¿Acaso puede haber transformación y movimiento en la ausencia?

La Economía Política parte de un supuesto de necesidades infinitas para medios limitados y trata de cómo adecuarlos de la mejor manera. Pero, como señalaba Polanyi, no es evidente por sí mismo que haya necesidades infinitas ni medios limitados. Puede ocurrir lo contrario. Tenemos aire en abundancia que respirar, pero no de forma perentoria mucha necesidad de surcarlo con aviones. Realmente lo que ha hecho la economía capitalista es producir la carencia (atrapar el deseo en el fantasma). Sin embargo existe un camino zen, nos dirá Sahlins, para llegar a la riqueza: teniendo pocas necesidades; produciendo deseo y no carencia, dirían Deleuze y Guattari. Un camino parecido a éste puede ser el de distintos grupos cazadores-recolectores, por eso no deberíamos catalogarlos como pobres sino que, tal vez, como en su momento hizo Sahlins, es decir, como sociedades de la opulencia: sociedades de festín o carestía, pero carestía muy esporádica y asimilada como parte de la opulencia, una sociedad de prodigalidad a fin de cuentas.

El capitalismo es una creación constante de carencias. Podría decirse que las crea de forma compulsiva, produciendo simulacros deseados. Toda adquisición de productos en el reino del capital suele ser al mismo tiempo una privación. De nuevo Sahlins:

“El sistema industrial y de mercado instituye la pobreza de una manera que no tiene parangón alguno y en un grado que hasta nuestros días no se había alcanzado ni aproximadamente. (…) el mercado pone a disposición de los consumidores un deslumbrante conjunto de productos: todas las cosas deseables al alcance de la mano pero nunca del todo al alcance de su mano. Lo que es peor, en este juego de libre elección del consumidor, cada adquisición es al mismo tiempo una privación, porque cada vez que se compra algo se deja de lado otra cosa, en general poco menos deseable, e incluso más deseable en otros aspectos, que podríamos haber tenido en lugar de la otra. (…) La escasez es el juicio dictado por nuestra economía y, por lo tanto, también el axioma que dicta nuestra Economía”.

Pero, aunque el problema real efectivamente guarda relación con la producción sociocultural del deseo como carencia, va más allá de lo que escribía aquí Sahlins. Pues la privación –la carencia- no se construye sólo en la elección entre productos distintitos sino en el seno del propio producto. Lo que se compra nunca es el producto total que realmente se desea. Quien desea el “original” en el turismo sólo lo encontrará en la postal pues el lugar que simula es, muy posiblemente y como consecuencia de la conjunción del flujo capital-turismo, una simulación de la imagen publicitaria. La mayoría de las veces no deseamos un simple producto desnudo en su materialidad. Lo que deseamos es toda una puesta en escena a la que no tenemos un acceso en su totalidad. Deseamos mucho más que cierta materialidad: nadie desea simplemente un coche de cierta forma, color y potencia, sino todo un conjunto que lo rodea y se inscribe en él. Deseamos todos los valores, estatus y sensaciones con los que se agencia, pero la sensación de libertad después es frustrada por la realidad congestionada de los atascos o por el precio de la gasolina (y el trabajo que requiere para ser pagada; trabajo siempre como contraparte sacrificial del ocio, cuando no ocio como prolongación del trabajo). Aunque evidentemente no todo es tan terrible y en el consumo encontramos grandes dosis de gozo es también cierto que, en buena medida, la sociedad del espectáculo produce un volumen realmente alto de carencias y de deseos-carencia destinados a convertirse en escasez en tanto que o bien no tienen contraparte en lo real, que son simulacros y no se pueden materializar o bien solo se puede aspirar a sucedáneos, o bien están completamente fuera del alcance. Un volumen alto de carencia y escasez; alto en términos relativos. Alto, por ejemplo, en comparación con los grupos cazadores-recolectores que estaban escasamente tocados por la producción de carestía capitalística. Indudablemente, los grupos de cazadores-recolectores eran más felices hace “x” décadas que, una vez incluidos por completo en el circuito capitalista, se convirtieron en obreros, amas de casa, alcohólicos y prostitutas. Los antropólogos o las organizaciones de apoyo a los pueblos indígenas como Survival pueden dar fe de esto. La “civilización” es muy probable que no sea un gran progreso para muchos de ellos.

Ahora bien, no quiere esto decir que entre los grupos forrajeros su deseo no produjese carencia –pobreza- ni tampoco que, al igual que a nosotros, los objetos no saciasen su apetito de forma demasiado efímera en muchos casos. Pero, según nos informaban los relatos etnográficos, la “carestía” se vivenciaba de otra manera, con menos angustia si acaso. Entre los San, por ejemplo, las posesiones se guardaban caóticamente sin ninguna consideración ni preocuparse demasiado por conservarlas o si se rompían. Los Batek trocaban aparatos radiofónicos por piezas de caza y descuidaban su uso sin importarles mucho el que se estropeasen. Entre los Mbuti Turnbull observó que un hombre dejaba estropear a su hijo pequeño una pipa que acababa de fabricar. Alegaba que no le importaba demasiado ya que fácilmente podría reemplazarla. Los objetos construidos socialmente como necesidades podían ser repuestos sin demasiado esfuerzo, siempre había tiempo para ello, y el esfuerzo no era tan penoso como en nuestras jornadas de trabajo. Con el fin de conseguir otro más, y otro, desperdiciamos la mitad de nuestra vida de vigilia en largas jornadas en trabajos que no deseamos, incluso odiamos.

En términos de deseo-necesidad no sería justo decir que nosotros somos más ricos que las sociedades forrajeras. Pero es que, además, la lógica de los sistemas de dominación capitalista provoca que incluso las necesidades biológicas de subsistencia queden en muchos casos sin saciar. Suelen citarse apabullantes estadísticas de hambre y desnutrición en el mundo (800 millones de lo primero y unos 2.000 millones de personas desnutridas), y tal vez sean cifras exageradas, pero lo que parece cierto es que incluso en términos de subsistencia biológica el mundo de hoy es más pobre.

El reformador Tomás Moro se quejaba: “si vais a castigar definitivamente a los que de mayores cometen las infamias que ya desde la niñez se veía que iban a cometer (…) ¿qué otra cosa hacéis, pregunto, sino hacer ladrones, a los que luego vosotros mismos ejecutáis?” Ser mendigo, una consecuencia de la pobreza creada por las pautas de la dominación, era castigado con la pena capital en tiempos de Moro. En la sociedad actual ocurre algo de lo mismo con los emigrantes que mueren en las pateras o se dejan la piel en las cuchillas de la valla fronteriza. De nuevo las “víctimas” acaban siendo culpabilizadas: ¿Acaso no carecen de derecho a circular? ¿Por qué iban a tener derecho a la movilidad donde debe imperar el estriamiento de la soberanía estatal? El capital debe tener libertad de movimiento, las personas sólo el necesario para los fines de éste.

El hambre y la desnutrición hoy en día son un efecto político. Una condición inmanente al juego económico capitalista. El hambre y la desnutrición son una mera consecuencia de la dominación. Pero, ¿acaso fue esto siempre así? ¿Siempre ha existido explotación económica y dominación política? Bajo muchos regímenes agrícolas e industriales el hambre se ha constituido en una epidemia crónica. ¿Fue alguna vez de forma diferente?

En 1960 un estudio sobre los aborígenes australianos realizado por McArhur y McCarty comenzó a desmentir otro de los mitos progresistas que dice que los avances tecnológicos acarrean necesariamente reducción de horas de trabajo y reducción de esfuerzos físicos. Haciendo un recuento del tiempo de “trabajo” de dos poblaciones aborígenes llegaron a la conclusión de que estas labores no les quitaban demasiado tiempo: dedicaban en total una media de entre 3 hs 45 min y 5 horas diarias a un conjunto de actividades diversas que abarcaban la caza, la recolección, la preparación de comida, la preparación y reparación de herramientas, la construcción y reparación de la exigua vivienda. No necesitaban invertir en todas estas tareas ni la mitad del tiempo que dedicamos nosotros al mero hecho de conseguir dinero (a parte debemos contabilizar todo ese tiempo que gastamos en comprar, arreglar la vivienda, limpiarla, vestirnos de la manera requerida para producir, desplazarnos al lugar de trabajo, etc.). Pudieron constatar también que estas actividades no eran para ellos ni una ardua labor ni nada frustrante. No las toman “como un trabajo desagradable que haya que completar cuanto antes sea posible, ni tampoco como un mal necesario que deba posponerse tanto como se pueda”. Más aún, lo cierto es que no las tomaban como “trabajo” alguno. De hecho, no tenían palabras para diferenciar trabajo de juego, ni para diferenciar el trabajo como una actividad diferenciada en términos de “producción”.

McArthur y McCarty obtuvieron estos datos a partir de una observación de una semana (en el campamento donde se “trabajaba” 5 horas) y dos semanas (en el de las 3hs 45 min.). Una observación mucho más prolongada y minuciosa fue la efectuada por Richard B. Lee en el desierto del Kalahari. Sus resultados fueron aún más sorprendentes: los bosquimanos dedicaban a la caza y a la recolección una media diaria de 2 hs y 9min los hombres y 2 hs y 10 min las mujeres. Las tesis que consideraban la vida primitiva como una vida al borde de la subsistencia, aquí, como en el caso australiano, eran negadas, precisamente para las poblaciones que se suponían más acuciadas por la subsistencia: los cazadores-recolectores que viven en zonas desérticas.

Los bosquimanos “trabajando” poco más de una media de dos horas al día (15 horas semanales) obtenían al día, contabiliza Lee, unas 200 calorías más de las que necesitaban y, aunque el 90% de su aporte calórico provenía del consumo de las nueces mondongo, comían una variedad de alimentos mucho mayor de la esperada. De hecho, no comían muchas especies animales y vegetales de las que aún así consideran comestibles. Y no lo hacían por el hecho de que a su paladar tenían peor gusto. Por último, Richard Lee rechazaba la hipótesis de “al borde de la subsistencia” al percatarse de que cada año se pudrían en el suelo millones de nueces mondongo, como decía, su principal fuente de alimento. Definitivamente, dedicaban mucho menos tiempo que nosotros a labores de subsistencia (ni la tercera parte) por el simple hecho de que no querían y porque tampoco necesitan más. No ansiaban la maximización de “beneficios”. Preferían organizar su vida para el placer, la ritualidad social y para el relax antes que para la acaparación. Su organización social era contraria al homo oeconomicus, como también era contraria a las formas del autoritarismo despóticas (según Silverbauer nada está peor visto que esto entre los San). En este sentido parece que no es del todo exagerado decir que la organización de su vida era más racional que la nuestra, a mucho menor “nivel” de “progreso”.

Pero esto no sólo ocurre entre los cazadores-recolectores que aún persisten en las tierras desérticas, sino también en las zonas selváticas y los bosques. Los Hadza estudiados por Woodburn vivían en un terreno más fecundo. Según Woodburn, las gentes de esta tribu parecían mucho más preocupadas por los juegos de azar que por los azares de la caza. Dedicaban alrededor de un par de horas al día para la consecución de alimentos. Entre los Mbuti de la selva del Congo estudiados por Turnbull la realidad era parecida. Las fiestas entre ellos eran muy numerosas. Cuando daban caza a un elefante trasladaban el campamento a donde moría el animal y se pasaban una semana de fiesta continua sin preocupaciones. Cuando había alguna riña o disputa se convocaba el molimo (una fiesta tribal asamblearia para dirimir litigios) y una vez solucionados los problemas se realizaban fiestas exuberantes de comida que duraban toda la noche. El fin era devolverle la alegría al espíritu de la selva, al grupo también. Cualquier excusa valía para hacer una fiesta. La temporada de la miel, que dura un par de meses al año, era ya de por sí una fiesta continua, como también ocurre entre los Semang malayos, que de igual modo gustaban de este producto que la naturaleza les regalaba con prodigalidad.

Los bosquimanos vivieron durante siglos rodeados de bantúes que practicaban el pastoreo y la agricultura pero nunca lo adoptaron. Esto a un progresista del viejo paradigma le podía parecer sorprendente. Richard Lee les preguntó el por qué, los bosquimanos le contestaron con otra pregunta: “¿para qué plantar cuando hay tantas nueces de mondongo en el mundo?” A los bosquimanos la agricultura les parecía algo inútil. A los Mbuti incluso algo despreciable. Ellos rechazaron por largo tiempo (y aún hoy algunos siguen rechazando) la agricultura y la “civilización”: es demasiado dura, demasiado penosa. El trabajo agrícola es más duro y más aburrido, ¿si hay alimento suficiente para qué iban a querer adoptar estas prácticas?

Un error del viejo paradigma era partir de la base de que la agricultura además de reducir el tiempo de trabajo, algo que no es cierto, mejoraba también el nivel de vida, mejoraba la alimentación y la esperanza de vida. Pero esta hipótesis, complaciente con las teorías del progreso, también se ha visto desmentida. Como señala Livi Bacci, se ha podido constatar que con la adopción neolítica de la agricultura el nivel de vida bajó, las horas de trabajo aumentaron y la rentabilidad del mismo disminuyó. La alimentación se hizo más pobre y menos variada. La mortalidad aumentó debido a la precarización del alimento (reducido a unos pocos productos cultivados) y a las nuevas enfermedades, derivadas de la contaminación ambiental de la producción sedentaria y de las enfermedades provocadas por el contacto estrecho con los animales domesticados. Aún así, la agricultura sedentaria supuso un aumentó drástico de población al aumentar la fecundidad y la producción total de alimentos. Lo cierto es que en lo único en que la agricultura aventajaba a la caza-recolección es precisamente en que es capaz de alimentar a más población en un determinado terreno. Tiene otra segunda “ventaja”: permite desarrollar con mucha más facilidad instituciones autoritarias que puedan crear y gestionar ejércitos más efectivos, más grandes y más disciplinados que las pequeñas hordas guerreras de los nómadas cazadores-recolectores. La agricultura favoreció la aparición del estado y la guerra, si bien solo allí donde las relaciones de poder se articularon de una manera muy concreta.

Es difícil defender que la adopción de la agricultura con respecto a la vida forrajera haya representado algún progreso, como tampoco representó ningún progreso la constitución de la “civilización” y su formación estatal. Desde sus inicios todo lo que cosechó fueron guerras, saqueos, epidemias y trabajos forzados para levantar templos en honor al déspota. El progreso es un mito complaciente con el estado de las cosas.

Hemos intentado argumentar que no es posible hablar de progreso a la hora de comparar las sociedades forrajeras conocidas con distintas sociedades agrarias (por lo demás, extremamente heterogéneas), que no es posible hacerlo ni en términos de deseo ni de bienestar material. Más aún, ni siquiera podemos hablar de un progreso económico comparando los grupos cazadoras-recolectoras con las sociedades agrarias, ni siquiera en comparación con las civilizaciones. Como decíamos, la pobreza es una construcción social relativa, “y como tal es un invento de la civilización. Ha crecido con la civilización, a la vez como una envidiosa distinción entre clases y fundamentalmente como una relación de dependencia que puede hacer a los agricultores más susceptibles a las catástrofes naturales que cualquier campamento o poblado de invierno de los esquimales de Alaska”. Lo cierto es que, cuando Lee midió el tiempo de trabajo de los bosquimanos del Dobe se hallaban en una fuerte sequía, que había repercutido gravemente entre los bantúes pero había pasado casi desapercibida entre los bosquimanos.

Antón Fernández de Rota

Fragmento del texto publicado en la revista “Estudios Humanísticos. Historia”, nº6, 2007