Manifiesto contra el trabajo

1. El dominio del trabajo muerto

Un cadáver domina la sociedad: el cadáver del trabajo. Todos los poderes alrededor del mundo se han unido para la defensa de este dominio: el Papa y el Banco Mundial, Tony Blair y Jörg Haider, sindicatos y empresarios, ecologistas alemanes y socialistas franceses. Todos ellos sólo conocen un lema: ¡trabajo, trabajo, trabajo!

Los que todavía no desaprendieron a pensar, reconocen fácilmente que esta postura es infundada. Puesto que la sociedad dominada por el trabajo no atraviesa una simple crisis pasajera, sino que alcanzó su límite absoluto. La producción de riqueza se desvincula cada vez más, como consecuencia de la revolución microelectrónica, del uso de la fuerza de trabajo humana, en una escala que hace unas pocas décadas sólo podía ser imaginada como ficción científica. Nadie puede afirmar seriamente que este proceso se puede detener o, más aún, invertir. La venta de la mercancía fuerza de trabajo será en el siglo XXI tan prometedora como la venta de vagones correo en el siglo XX. Quien, en esta sociedad, no consigue vender su fuerza de trabajo es considerado «superfluo» y se lo juzga un inútil.

¡El que no trabaja, no come! Este fundamento cínico vale todavía hoy, y ahora más que nunca, justamente porque se ha vuelto desesperantemente obsoleto. Es un absurdo: la sociedad nunca fue tan sociedad del trabajo como en esta época en que el trabajo se hace superfluo. Exactamente en su fase terminal, el trabajo revela claramente su poder totalitario, que no tolera otro dios a su lado. Hasta en los poros de lo cotidiano y en las interioridades de la psiquis, el trabajo determina el pensar y el obrar. No se ahorra ningún esfuerzo para prorrogar artificialmente la vida del dios-trabajo. El grito paranoico de «empleo» justifica incluso acelerar la destrucción de los fundamentos naturales, ya hace mucho tiempo reconocida. Los últimos obstáculos para la comercialización generalizada de todas las relaciones sociales pueden ser eliminados sin crítica, cuando se coloca en perspectiva la creación de unos pocos y miserables «puestos de trabajo». Y la frase: «Sería mejor tener ‘cualquier’ trabajo que no tener ninguno» se convierte en una profesión de fe exigida de modo general.

Cuanto más claro queda que la sociedad del trabajo llegó a su fin definitivo, tanto más violentamente se reprime este fin en la conciencia de la opinión pública. Los métodos de esta represión psicológica, aun siendo muy diferentes, tienen un denominador común: el hecho mundial de que el trabajo ha demostrado su fin en sí mismo irracional que se volvió obsoleto. Este hecho viene redefiniéndose con obstinación en un sistema maníaco de fracaso personal o colectivo, tanto de individuos como de empresas o «localizaciones». La barrera objetiva al trabajo tiene que aparecer como un problema subjetivo de aquellos que cayeron fuera del sistema. Para unos, el desempleo es producto de exigencias desmesuradas, de falta de disponibilidad, aplicación y flexibilidad de los desempleados; en cuanto a los otros, acusan a «sus» ejecutivos y políticos de incapacidad, corrupción, ambición desmedida de ganancias o traición al interés local. Pero al fin todos concuerdan con el ex presidente alemán Roman Herzog: se necesita una «sacudida», como si el problema fuese semejante al de la motivación de un equipo de fútbol o de una secta política. Todos tienen, «de alguna manera», que aportar carbón, aunque ya no haya carbón, y todos tienen, «de alguna manera», que poner manos a la obra con vigor, aunque no haya ninguna obra que hacer, o únicamente obras sin sentido. Las entrelíneas de este mensaje infeliz dejan muy en claro esto: quien, a pesar de todo, no disfruta de la misericordia del dios trabajo, es por sí mismo culpado y puede ser excluido, o aun descartado, con buena conciencia.

La misma ley del sacrificio humano vale a escala mundial. Un país tras otro es triturado bajo las ruedas del totalitarismo económico, el que comprueba siempre la misma cosa: no se han alcanzado las llamadas leyes del mercado. El que no se «adapta» incondicionalmente al curso ciego de la competencia total, no tomando en consideración ninguna pérdida, es penalizado por la lógica de la rentabilidad. Los portadores de esperanza de hoy son la chatarra económica de mañana. Los psicóticos economistas dominantes no se dejan perturbar en sus valientes explicaciones del mundo. Aproximadamente tres cuartas partes de la población mundial ya fueron declaradas desecho social. Una «localización» tras otra cae en el abismo. Después de los desastrosos países «en desarrollo» del Hemisferio Sur y de la desaparición del capitalismo de Estado de la sociedad mundial del trabajo en el Este, los discípulos ejemplares de la economía de mercado del Sudeste asiático desaparecerán igualmente en el infierno del colapso. También en Europa se extiende desde hace mucho tiempo el pánico social. Los caballeros de la triste figura de la política y el gerenciamiento prosiguen con su cruzada de manera aún más firme en nombre del dios-trabajo.

«Cada uno debe poder vivir de su trabajo: es el principio inamovible. Así, el poder vivir está determinado por el trabajo y no hay ninguna ley donde esta condición no haya sido realizada.» Johann Gottlieb Fichte, Fundamentos del Derecho Natural según los Principios de la Doctrina de la Ciencia, 1997.

2. La sociedad neoliberal del apartheid

Una sociedad centralizada en la abstracta irracionalidad del trabajo desarrolla obligadamente la tendencia al apartheid social cuando el éxito de la venta de la mercancía «fuerza de trabajo» deja de ser la regla y pasa a ser la excepción. Todas las fracciones del campo del trabajo, superando a todos los partidos, ya aceptaron disimuladamente esa lógica e incluso la refuerzan. Ya no enfocan su luchan sobre si cada vez más personas son empujadas al abismo y excluidas de la participación social, sino sobre cómo imponer la selección.

La fracción neoliberal deja confiadamente el negocio sucio y social-darwinista a la «mano invisible» del mercado. En este sentido, están siendo desmontadas las redes socioestatales, para marginar, preferentemente sin ruido, a todos aquellos que no consiguen mantenerse en la competencia. Sólo son reconocidos como seres humanos los que pertenecen a la hermandad de los ganadores globales, con sus sonrisas cínicas. Todos los recursos del planeta son usurpados sin vacilar para la máquina capitalista del fin en sí mismo. Si esos recursos no son movilizados de una manera rentable, quedan en «barbecho», incluso cuando, al lado, grandes poblaciones se mueren de hambre. Lo incómodo del «desecho» humano cae bajo la competencia de la policía, de las sectas religiosas de salvación, de la mafia y de los comedores de caridad. En los Estados Unidos y en la mayoría de los países de Europa central, ya existen más personas en prisión que en la media de las dictaduras militares. En América Latina, son asesinados diariamente más niños de la calle y otros pobres por el escuadrón de la muerte de la economía de mercado que opositores en los tiempos de la peor represión política. A los excluidos sólo les queda una función social: la de ser un ejemplo aterrador. Su destino debe incentivar a todos los que aún forman parte de la carrera de «peregrinación a Jerusalén» de la sociedad del trabajo en la lucha por los últimos puestos. Este ejemplo debe incitar a las masas de perdedores a mantenerse en movimiento, para que no se les ocurra la idea de rebelarse contra las vergonzosas imposiciones.

Pero, incluso pagando el precio de la autorresignación, el admirable mundo nuevo de la economía totalitaria deja para la mayoría de las personas apenas un lugar, como hombre sumergidos en una economía sumergida. Sometidos a los ganadores bien remunerados de la globalización, se tienen que ganar la vida como trabajadores ultrabaratos y esclavos demócratas en la «sociedad de prestación de servicios». Los nuevos «pobres que trabajan» tienen el derecho de limpiar los zapatos de los businessmen de la sociedad del trabajo o de venderles hamburguesas contaminadas o, si no, vigilar su shopping center. Quien dejó su cerebro en la sombrerera de la entrada hasta puede soñar con un ascenso al puesto de millonario prestador de servicios.

En los países anglosajones, este mundo de horror ya es realidad para millones; en el Tercer Mundo y en Europa del Este, ni qué hablar; y el continente del euro se muestra decidido a superar, rápidamente, su atraso. Las publicaciones económicas no hacen ningún secreto de cómo imaginan el futuro ideal del trabajo: los niños del Tercer Mundo, que limpian los parabrisas de los automóviles en las bocacalles contaminadas, son el brillante modelo de la «iniciativa privada», que debería servir de ejemplo para los desempleados del desierto europeo de la prestación de servicios. «El modelo para el futuro es el individuo como empresario de su fuerza de trabajo y de su propia previsión social», escribe la «Comisión para el Futuro de los Estados Libres de Baviera y Sajonia». Y aún más: «La demanda de servicios personales simples es tanto mayor cuanto menos cuestan, esto es, cuanto menos ganan los prestadores de servicios». En un mundo en el que todavía existiese la autoestima humana, una frase de este tipo debería provocar una revuelta social. Sin embargo, en un mundo de animales de trabajo domesticados, apenas provoca un resignado balanceo de cabeza.

«El ratero destruía el trabajo y, a pesar de eso, obtenía el salario de un trabajador; ahora debe trabajar sin salario, pero, incluso en la cárcel, tiene que presentir la bendición del éxito y de la ganancia (…) Se lo debe educar para el trabajo moral en cuanto acto personal libre a través del trabajo forzado.» Wilhelm Heinrich Riehl, El trabajo alemán, 1861.

3. El apartheid del Neo-Estado Social

Las fracciones antineoliberales del campo del trabajo social pueden no gustar mucho de esta perspectiva, pero precisamente para ellas está definitivamente confirmado que un ser humano sin trabajo no es un ser humano. Fijados nostálgicamente en el período fordista posterior a la guerra de trabajo en masa, no piensan en otra cosa sino en revitalizar los tiempos pasados de la sociedad del trabajo. El Estado debería apuntalar lo que el mercado ya no puede conseguir. La aparente normalidad de la sociedad del trabajo debe ser simulada a través de «programas de ocupación», trabajos comunitarios obligatorios para personas que reciben ayuda social, subvenciones a localizaciones, endeudamiento estatal y otras medidas públicas. Este estatismo del trabajo, ahora recalentado y perplejo, no tiene la menor posibilidad, pero continúa como el punto de referencia ideológico de amplias sectores poblacionales amenazados por la ruina. Justamente en esta total ausencia de esperanza, la praxis que resulta de esto es cualquier cosa menos emancipatoria. La metamorfosis ideológica del «trabajo escaso» en primer derecho de la ciudadanía excluye necesariamente a todos los no-ciudadanos. La lógica de la selección social no se pone en cuestión, sólo se redefine de otra manera: la lucha por la supervivencia individual debe ser amenizada por criterios étnico-nacionalistas. «La Noria del trabajo nacional sólo para los nativos», clama el alma popular que, en su amor perverso por el trabajo, encuentra una vez más la comunidad nacional. El populismo de derecha no esconde esa conclusión necesaria. En la sociedad de la competencia, su crítica lleva sólo a la limpieza étnica de las áreas que se encogen en términos de riqueza capitalista.

En oposición a esto, el nacionalismo moderado de cuño socialdemócrata o verde quiere aceptar a los viejos trabajadores inmigrantes como si fuesen del país, y cuando éstos se comportan bien, de manera reverente e inofensiva, los convierte en ciudadanos. Pero el acentuado y reforzado rechazo de los refugiados del Este y del Sur puede ser así legitimado de una forma más populista y silenciosa, lo que queda, obviamente, siempre oculto detrás de una palabrería de humanidad y civilidad. La caza de los «ilegales», que disputan puestos de trabajo nacionales, no debe dejar, siempre que sea posible, ninguna mancha indigna de sangre y fuego ni en un solo europeo. Para eso existe la policía, el control militar de las fronteras y los países tapones de «Schengenlandia», que resuelven todo conforme al derecho y la ley, y preferentemente lejos de las cámaras de televisión.

La simulación estatal de trabajo es, por principio, violenta y represiva. Significa el mantenimiento de la voluntad de dominio incondicional del dios-trabajo, con todos los medios disponibles, incluso después de su muerte. Este fanatismo burocrático del trabajo no deja en paz ni a los que caerán fuera –los sin-trabajo y sin posibilidades– ni a todos aquellos que con buenas razones rechazan el trabajo, en sus ya horriblemente comprimidos nichos del demolido Estado Social. Éstos son arrastrados hacia los reflectores del interrogatorio estatal por asistentes sociales y gestores de trabajo y son obligados a hacer una reverencia pública delante del trono del cadáver-rey.

Si en la justicia normalmente rige el principio: «ante la duda, a favor del reo», ahora eso se invirtió. Si los que cayeran fuera no quisieran vivir en adelante del aire o de la caridad cristiana, deben aceptar cualquier trabajo sucio o de esclavo y cualquier programa de «ocupación», aun el más absurdo, para demostrar su disposición incondicional para con el trabajo. Si aquello que deben hacer tiene o no algún sentido, o es el mayor absurdo, no interesa de ningún modo. Lo que importa es que queden en movimiento permanente para que nunca olviden a qué ley obedece su existencia.

Otrora, los hombres trabajaban para ganar dinero. Hoy, el Estado no ahorra gastos ni costos para que centenares de miles de personas simulen trabajos en extrañas «oficinas de entrenamiento» o «empresas de ocupación», para que queden en forma para «puestos de trabajo regulares» que nunca ocuparán. Se inventan cada vez más nuevas y más estúpidas «medidas» sólo para mantener la apariencia de la rueda del trabajo social que gira en falso funcionando ad infinitum. Cuanto menos sentido tiene la coerción del trabajo, más brutalmente se inculca en los cerebros humanos que no habrá más ningún pan gratis.

En este sentido, el New Labour y todos sus imitadores se muestran, en todo el mundo, enteramente compatibles con el modelo neoliberal de selección social. Por la simulación de «ocupación» y el fingimiento de un futuro positivo de la sociedad del trabajo, se crea una legitimación moral para tratar de una manera más dura a los desocupados y a los que rehúsan trabajo. Al mismo tiempo, la coerción estatal de trabajo, las subvenciones salariales y los trabajos llamados «cívicos y honoríficos» reducen cada vez más los costos del trabajo. De esta manera, se incentiva masivamente el sector canceroso de salarios bajos y trabajos miserables. La denominada política activa de trabajo, según el modelo del New Labour, no escatima siquiera enfermos crónicos ni madres solteras con niños pequeños. Quien recibe ayuda estatal sólo se libra del estrangulamiento institucional cuando lleva una plaquita plateada adherida al dedo del pie. El único sentido de esta impertinencia está en evitar al máximo posible que las personas hagan cualquier solicitud al Estado y, al mismo tiempo, demostrar a quienes caigan fuera que, ante tales instrumentos terribles de tortura, cualquier trabajo miserable parezca agradable.

Oficialmente, el Estado paternalista sólo castiga por amor, con la intención de educar severamente a sus hijos que fueron denunciados como «prejuiciosos», en nombre de su propio progreso. En realidad, esa medidas «pedagógicas» sólo tienen como objetivo apartar a los individuos de mala traza de su puerta. ¿Cuál sería el sentido de obligar a los desempleados a trabajar en la recolección de espárragos? El sentido es alejar a los trabajadores temporeros polacos, los únicos que aceptan los salarios de hambre, dadas las relaciones cambiarias, que los transforman en una paga aceptable. Pero para los trabajadores forzados esa medida es inútil y tampoco abre ninguna «perspectiva» profesional. E incluso para los productores de espárragos, los académicos malhumorados y los trabajadores cualificados que se les envían sólo significan un estorbo. Pero si después de una jornada de doce horas en los campos alemanes, de repente aparece bajo una luz más agradable la idea extravagante de tener entre las manos, por desesperación, un perrito caliente, entonces la «ayuda para la flexibilización» demostró su efecto neobritánico deseable.

«Cualquier empleo es mejor que ninguno.» (Bill Clinton, 1998)

«Ningún empleo es tan duro como ninguno.» (Lema de una exposición de carteles de la División de Coordinación Federal de la Iniciativa de los Desempleados de Alemania, 1998.)

«El trabajo civil debe ser gratificado y no remunerado… pero quien actúa en el trabajo civil también pierde la mácula del desempleo por la recepción de la ayuda social.» (Ulrich Beck, El alma de la democracia, 1997.)

4. El agravamiento y la desmentida de la religión del trabajo

El nuevo fanatismo del trabajo, con el cual esta sociedad reacciona a la muerte de su dios, es la continuación lógica y la etapa final de una larga historia. Desde los días de la Reforma, todas las fuerzas fundamentales de la modernización occidental preconizaron la santidad del trabajo. Principalmente durante los últimos 150 años, todas las teorías sociales y corrientes políticas estaban poseídas, para decirlo de algún modo, por la idea del trabajo. Socialistas y conservadores, demócratas y fascistas combatieron hasta la última gota de sangre, pero, a pesar de toda la animosidad, siempre llevaron, en conjunto, sacrificios al altar del dios-trabajo. «Apartaos los ociosos», decía el Himno Internacional del Trabajo, y «el trabajo libera», se declaraba terroríficamente desde los portones de Auschwitz. Las democracias pluralistas de la posguerra se pronunciaron aún más a favor de la dictadura eterna del trabajo. Incluso la Constitución del Estado de Baviera, archicatólico, enseña a sus ciudadanos a partir del sentido de la tradición luterana: «El trabajo es la fuente del bienestar del pueblo y está bajo la protección especial del Estado». Al final del siglo XX, casi todas las diferencias ideológicas desaparecieron. Quedó el dogma cruel según el cual el trabajo es la determinación natural del hombre.

Hoy, la propia realidad de la sociedad del trabajo desmiente este dogma. Los sacerdotes de la religión del trabajo siempre predicaron que el hombre, por su supuesta naturaleza, sería un animal laborans. Solamente se tornaría humano en la medida en que se sometiese, como Prometeo, a la materia natural y a su voluntad, realizándose a través de sus productos. Este mito de explorador del mundo y demiurgo que tiene su vocación fue desde siempre un escarnio en relación al carácter del proceso moderno de trabajo, aunque en la época de los capitalistas-inventores, del tipo de Siemens o Edison y sus empleados cualificados, tuviese aún un sustrato real. Hoy, este gesto es totalmente absurdo.

Quien actualmente se pregunta todavía por el contenido, sentido o fin de su trabajo se vuelve loco –o un factor de perturbación del funcionamiento del fin en sí mismo de la máquina social. El homo faber, antiguamente orgulloso de su trabajo y con su gesto limitado aplicándose en serio a lo que hacía, hoy está tan pasado de moda como la máquina de escribir mecánica. La Rueda tiene que girar de cualquier modo, y punto. De la invención de sentido son responsables los departamentos de publicidad y ejércitos enteros de animadores y psicólogos de empresa, consultores de imagen y traficantes de drogas. Donde se balbucía continuamente un blablablá sobre motivación y creatividad, de eso nada quedó, a no ser el autoengaño. Por eso cuentan hoy las habilidades de autosugestión, autorrepresentación y simulación de competencia como las virtudes más importantes de los ejecutivos y los trabajadores especializados, las estrellas de los media y los contables, los profesores y los guardas de estacionamiento.

También la afirmación de que el trabajo sería una necesidad eterna, impuesta al hombre por la naturaleza, se volvió, con la crisis de la sociedad del trabajo, ridícula. Desde hace siglos se predica que el dios-trabajo necesitaría ser adorado porque las necesidades no podrían ser satisfechas solas, esto es, sin el sudor de la contribución humana. Y la finalidad de todo este empresa del trabajo sería la satisfacción de necesidades. Si esto fuese verdad, la crítica al trabajo tendría tanto sentido como la crítica a la ley de gravedad. Porque, ¿cómo una «ley natural» efectivamente real puede entrar en crisis o desaparecer? Los oradores del campo del trabajo social –desde la socialité engullidora de caviar, neoliberal y maníaca por la eficiencia hasta el sindicalista barriga-de-cerveza– quedan en una situación embarazosa con su seudonaturaleza del trabajo. Al final, ¿cómo pueden explicarnos que hoy tres cuartas partes de la humanidad estén hundiéndose en un estado de calamidad y miseria solamente porque el sistema social de trabajo ya no necesita su trabajo? No es más una maldición del Antiguo Testamento –«comerás tu pan con el sudor de tu frente»– que pesa sobre los que cayeron fuera, sino una nueva e implacable condena: «No comerás porque tu sudor es superfluo e invendible». ¿Y será esto una ley natural? No es nada más que el principio social irracional que aparece como coerción natural porque destruyó, a lo largo de los siglos, todas las otras formas de relación social o las sometió y se impuso como absoluto. Es la «ley natural» de una sociedad que se considera muy racional, pero que, en verdad, sólo sigue la racionalidad funcional de su dios-trabajo, a cuyas «coerciones objetivas» está dispuesta a sacrificar el último resto de humanidad.

«El trabajo está siempre, por más bajo y mamonístico que sea, en relación con la naturaleza. Sólo el deseo de realizar trabajo conduce ya a la verdad y a las leyes y prescripciones de la naturaleza, que son la verdad.» (Thomas Carlyle, Trabajar y no desesperar, 1843)

5. El trabajo es un principio coercitivo social

El trabajo no es, de ningún modo, idéntico al hecho de que los hombres transforman la naturaleza y se relacionan a través de sus actividades. En tanto haya hombres, construirán casas, producirán vestimentas, alimentos, así como criarán hijos, escribirán libros, discutirán, cultivarán huertas, harán música, etc. Esto es banal y se entiende por sí mismo. Lo que no es obvio es que la actividad humana en sí, el puro «gasto de fuerza de trabajo», sin tener en cuenta ningún contenido e independiente de las necesidades y de la voluntad de los implicados, se volvió un principio abstracto, que domina las relaciones sociales.

En las antiguas sociedades agrarias existían las más diversas formas de dominio y de relaciones de dependencia personal, pero ninguna dictadura del abstractum trabajo. Las actividades en la transformación de la naturaleza y en la relación social no eran, de ninguna manera, autodeterminadas, pero tampoco estaban subordinadas a un «gasto de fuerza de trabajo» abstracto; al contrario, estaban integradas en el conjunto de un complejo mecanismo de normas prescriptivas religiosas, tradiciones sociales y culturales con compromisos mutuos. Cada actividad tenía su tiempo particular y su lugar particular; no existía una forma de actividad abstracta y general.

Solamente el moderno sistema productor de mercancías creó, con su fin en sí mismo de la transformación permanente de energía humana en dinero, una esfera particular, «disociada» de todas las otras relaciones y abstraída de cualquier contenido, la esfera del llamado trabajo –una esfera de actividad dependiente incondicional, desconectada y robótica, separada de lo restante del contexto social y obediente a una abstracta racionalidad funcional de «economía empresarial», más allá de las necesidades. En esta esfera separada de la vida, el tiempo deja de ser tiempo vivido y vivenciado; se transforma en simple materia prima que necesita ser optimizada: «tiempo y dinero». Cada segundo es calculado, cada ida al cuarto de baño se convierte en un trastorno, cada conversación es un crimen contra el fin autonomizado de la producción. Donde se trabaja, sólo puede haber gasto de energía abstracta. La vida se realiza en otro lugar, o no se realiza, porque el ritmo del tiempo de trabajo reina sobre todo. Los niños ya están domados por el reloj para tener algún día «capacidad de eficiencia». Los festivos sólo sirven también para la reproducción de la «fuerza de trabajo». E incluso a la hora de la comida, de la fiesta y del amor, la aguja de los segundos toca en el fondo de la cabeza.

En la esfera del trabajo no cuenta lo que se hace, sino que se haga algo en cuanto tal, pues el trabajo es justamente un fin en sí mismo, en la medida en que es el soporte de la valorización del capital –dinero–, el aumento infinito del dinero por sí solo. El trabajo es la forma de actividad de este fin en sí mismo absurdo. Sólo por eso, y no por razones objetivas, todos los productos son producidos como mercancías. Porque únicamente de esta forma representan el abstractum dinero, cuyo contenido es el abstractum trabajo. En esto consiste el mecanismo de la incesante Rueda social autonomizada, de la que la humanidad moderna está prisionera.

Y es precisamente por eso que el contenido de la producción es tan indiferente a la utilización de los productos y a las consecuencias sociales y naturales. Si se construyen casas o se siembran los campos de minas, si se imprimen libros, se cultivan tomates transgénicos, si las personas enferman, el aire está contaminado o si «sólo» se perjudica el buen gusto… todo eso no interesa. Lo que interesa, de cualquier modo, es que la mercancía pueda ser transformada en dinero y el dinero en nuevo trabajo. Que la mercancía exija un uso concreto, y que éste sea destructivo, no le interesa a la racionalidad de la economía empresarial; para ella, el producto sólo es portador de trabajo pretérito, de «trabajo muerto».

La acumulación de «trabajo muerto» como capital, representado en la forma-dinero, es el único «sentido» que el sistema productor de mercancías conoce. ¿«Trabajo muerto»? ¡Una locura metafísica! Sí, pero una metafísica que se volvió realidad palpable, una locura «objetivada» en la sociedad con mano férrea. En el eterno comprar y vender, los hombres no intercambian bajo la condición de seres sociales conscientes, sino que sólo ejecutan como autómatas sociales el fin en sí mismo propuesto a ellos.

«El trabajador sólo se siente consigo mismo fuera del trabajo, mientras que en el trabajo se siente fuera de sí. Está en casa cuando no trabaja; cuando trabaja no está en casa. Su trabajo, por eso, no es voluntario, sino obligado; es trabajo forzado. Por eso no es la satisfacción de una necesidad, sino sólo un medio para satisfacer necesidades externas a él mismo. La extrañeza del trabajo revela su forma pura en el hecho de que, desde que no existe ninguna coerción física u otra cualquiera, huye de él como si fuese una peste.» (Karl Marx, Manuscritos económico-filosóficos, 1844)

6. Trabajo y capital son las dos caras de la misma moneda

La izquierda política siempre adoró entusiásticamente el trabajo. No sólo elevó el trabajo a la esencia del hombre, sino que también lo mistificó como supuesto contra-principio del capital. El escándalo no era el trabajo, sino sólo su explotación por el capital. Por eso, el programa de todos los «partidos de trabajadores» fue siempre «liberar el trabajo» y no «liberar del trabajo». La oposición social entre capital y trabajo es sólo una oposición de intereses diferenciados (es verdad que de poderes muy diferenciados) internamente al fin en sí mismo capitalista. La lucha de clases era una forma de ejecución de esos intereses antagónicos en el seno del fundamento social común del sistema productor de mercancías. Pertenecía a la dinámica interna de la valorización del capital. Se trataba de una lucha por salarios, derechos, condiciones de trabajo o puestos de trabajo: el supuesto ciego siempre seguía siendo la Noria dominante con sus principios irracionales.

Tanto desde el punto de vista del trabajo como del capital, importa poco el contenido cualitativo de la producción. Lo que interesa solamente es la posibilidad de vender de forma óptima la fuerza de trabajo. No se trata de la determinación en conjunto sobre el sentido o el fin de la propia actividad. Si algún día existió la esperanza de poder realizar una tal audodeterminación dentro de las formas del sistema productor de mercancías, hoy las «fuerzas de trabajo» perdieron ya, y hace tiempo, esta ilusión. Hoy sólo interesa el «puesto de trabajo», la «ocupación» –ya estos conceptos comprueban el carácter de fin en sí mismo de toda esta empresa y la minoría de edad de los comprometidos con ella.

Qué, para qué y con qué consecuencias se produce, en el fondo no interesa, ni al vendedor de la mercancía fuerza de trabajo, ni al comprador. Los trabajadores de las centrales nucleares y de las industrias químicas protestan aún más vehementemente cuando se pretende desactivar sus bombas de relojería. Y los «ocupados» de Volkswagen, Ford y Toyota son los defensores más fanáticos del programa suicida automovilístico. No solamente porque necesitan obligadamente venderse sólo para «poder» vivir, sino porque se identifican realmente con su existencia limitada. Para los sociólogos, los sindicalistas, los sacerdotes y otros teólogos profesionales de la «cuestión social», este hecho es la comprobación del valor ético-moral del trabajo. El trabajo forma la personalidad. Es verdad. Esto es, la personalidad de zombies de la producción de mercancías, que ya no logran imaginar la vida fuera de su Noria fervientemente amada, para la cual ellos mismos se preparan diariamente.

Así como no era la clase trabajadora en cuanto tal la contradicción antagónica del capital y el sujeto de la emancipación humana, así también, por otro lado, los capitalistas y ejecutivos no dirigen la sociedad siguiendo la maldad de una voluntad subjetiva de explotador. Ninguna casta dominante vivió, en toda la historia, una vida tan miserable y no libre como los acosados ejecutivos de Microsoft, Daimler-Chrysler o Sony. Cualquier señor medieval habría despreciado profundamente a estas personas. Porque, mientras que éste podía dedicarse al ocio y a gastar su riqueza en orgías, las élites de la sociedad del trabajo no pueden permitirse ninguna pausa. Incluso fuera de la Noria, no saben hacer otra cosa consigo mismos que infantilizarse. Ocio, placer intelectual y sensual les son tan extraños como su material humano. Ellos mismos son siervos del dios-trabajo, meras élites funcionales del fin en sí mismo social irracional.

El dios dominante sabe imponer su voluntad sin sujeto a través de la «coerción silenciosa» de la competencia, ante la cual deben también arrodillarse los poderosos, sobre todo cuando administran centenares de fábricas y transfieren sumas millonarias por el globo. Si no hicieran eso, serían puestos de lado, del mismo modo brutal que las «fuerzas de trabajo» superfluas. Pero es precisamente su minoría de edad lo que hace que los funcionarios del capital sean tan peligrosos, y no su voluntad subjetiva de explotación. Ellos son los que tienen el menor derecho de preguntar por el sentido y las consecuencias de sus actividades ininterrumpidas; no se pueden permitir a sí mismos sentimientos ni consideraciones. Por eso hablan de realismo cuando devastan el mundo, hacen las ciudades cada vez más feas y dejan a los hombres empobrecerse en medio de la riqueza.

«El trabajo tiene cada vez más la buena conciencia de su lado: actualmente la inclinación a la alegría se llama «necesidad de recreación» y comienza a tener vergüenza de sí misma. ‘Se debe hacer esto por la salud’, se dice cuando uno es sorprendido en un paseo por el campo. ¿Podrá llegarse al punto en que la gente deje de ceder a una inclinación hacia la vida contemplativa (esto es, un paseo con pensamientos y amigos) con mala conciencia y desprecio de sí?» (Friedrich Nietzsche, 1882)

7. Trabajo y dominio patriarcal

Aunque la lógica del trabajo y de su metamorfosis en materia-dinero insista, no todas las esferas sociales y actividades necesarias se dejan embutir en la esfera del tiempo abstracto. Por eso surgió junto con la esfera «separada» del trabajo, en cierta forma como su reverso, la esfera privada doméstica, de la familia y la intimidad.

En esta esfera definida como «femenina» quedan las numerosas y repetidas actividades de la vida cotidiana que no pueden ser, salvo excepcionalmente, transformadas en dinero: de la limpieza a la cocina, pasando por la educación de los niños y la asistencia a los ancianos, hasta el «trabajo de amor» de la ama de casa típica ideal, que reconstituye a su marido trabajador agotado y que le permite «abastecer sus sentimientos». La esfera de la intimidad, como reverso del trabajo, es declarada por la ideología burguesa de la familia como el refugio de la «vida verdadera» –incluso si en la realidad sea, más bien, un infierno de la intimidad. Se trata justamente no de una esfera de vida mejor y verdadera, sino de una forma de existencia tan reducida como limitada, sólo que con los signos invertidos. Esa esfera es ella misma un producto del trabajo, escindida de él, pero sólo existente en relación a él. Sin el espacio social escindido de las formas de actividad «femeninas», la sociedad del trabajo nunca podría haber funcionado. Este espacio es su supuesto silencioso y al mismo tiempo su resultado específico.

Esto vale también para los estereotipos sexuales que fueron generalizados en el transcurso del desarrollo del sistema productor de mercancías. No es por azar que se fortaleciera el prejuicio en masa de la imagen de la mujer conducida irracional y emocionalmente, natural e impulsiva, junto a la imagen del hombre trabajador, productor de cultura, racional y autocontrolado. Y tampoco es por azar que el autoadiestramiento del hombre blanco para las exigencias insolentes del trabajo y para su administración humana estatal fuese acompañado por seculares y enfurecidas «cazas de brujas». Simultáneamente con éstas, se inicia la apropiación del mundo por las ciencias naturales, desde ya contaminadas en sus raíces por el fin en sí mismo de la sociedad del trabajo y por las atribuciones de género. De esta manera, el hombre blanco, para poder «funcionar» sin dificultades, expulsó de sí mismo todos los sentimientos y necesidades emocionales que, en el reino del trabajo, sólo cuentan como factores de perturbación.

En el siglo XX, en especial en las democracias fordistas de la posguerra, las mujeres fueron cada vez más integradas al sistema de trabajo, pero el resultado de esto fue sólo una conciencia femenina esquizoide. Puesto que, por un lado, el avance de las mujeres en la esfera del trabajo no podía traer ninguna liberación, sino apenas la adaptación al dios-trabajo, como entre los hombres. Por otro lado, persistió incólume la estructura de «escisión», y así también las esferas de las actividades llamadas «femeninas», externas al trabajo oficial. De esta manera, las mujeres fueron sometidas a una doble carga y, al mismo tiempo, expuestas a imperativos sociales totalmente antagónicos. Dentro de la esfera del trabajo quedaron hasta hoy, en su gran mayoría, en puestos mal pagados y subalternos.

Ninguna lucha, interior al sistema, por objetivos femeninos de carrera y oportunidades puede cambiar nada de esto. La miserable visión burguesa de «unificación de la profesión y la familia» deja totalmente intocada la separación de las esferas del sistema productor de mercancías, y con ello también la estructura de «escisión» de género. Para la mayoría de las mujeres esta perspectiva no es vivenciable; para la minoría de aquellas que «ganan mejor», se convierte en una posición pérfida de ganador en el apartheid social, en la medida en que se puede delegar el trabajo doméstico y la crianza de los hijos en empleadas mal pagadas (y «obviamente» femeninas).

En la sociedad como un todo, la sagrada esfera burguesa de la llamada vida privada y de familia está, en verdad, cada vez más minada y degradada porque la usurpación de la sociedad del trabajo exige de la persona entera el sacrificio completo, la movilidad y la adaptación temporal. El patriarcado no está abolido, sino que pasa por un asilvestramiento en la crisis inconfesada de la sociedad del trabajo. En la misma medida en que el sistema productor de mercancías empieza a colapsar, las mujeres se vuelven responsables de la supervivencia en todos los niveles, mientras el mundo «masculino» prolonga como simulacro las categorías de la sociedad del trabajo.

«La humanidad tenía que someterse a terribles privaciones hasta que se formase el yo, el carácter idéntico, determinado y viril del hombre, y toda infancia es aún, en cierta forma, la repetición de ello.» (Max Horkheimer y Theodor Adorno, Dialéctica de la Ilustración)

8. El trabajo y la actividad de la minoridad

No sólo de hecho, sino también conceptualmente, se demuestra la identidad entre trabajo y minoridad. Hasta hace pocos siglos, los hombres tenían conciencia del nexo entre trabajo y coerción social. En la mayoría de las lenguas europeas, el término «trabajo» se relaciona originalmente sólo con la actividad de una persona jurídicamente menor, del dependiente, del siervo o del esclavo. En los países de lengua germánica, la palabra Arbeit significa trabajo arduo de una criatura huérfana y, por eso, sierva. En latín, laborare significaba algo como el «vacilar del cuerpo debajo de una carga pesada», y en general era usado para designar el sufrimiento y el maltrato del esclavo. Las palabras latinas travail, trabajo, etc., se derivan del latín tripalium, una especie de yugo utilizado para la tortura y el castigo de los esclavos y otros no libres. La expresión idiomática alemana Joch der Arbeit («yugo del trabajo») evoca todavía este sentido.

«Trabajo», en consecuencia, por su origen etimológico, tampoco es sinónimo de una actividad humana autodeterminada, sino que apunta a un destino social infeliz. Es la actividad de aquellos que perdieron su libertad. La ampliación del trabajo a todos los miembros de la sociedad es, por ello, nada más que la generalización de la dependencia servil, y su adoración moderna sólo la elevación cuasi religiosa de este estado.

Esta relación pudo ser reprimida con éxito y la exigencia social, interiorizada, porque la generalización del trabajo fue acompañada por su «objetivación» a través del moderno sistema productor de mercancías: la mayoría de las personas ya no está bajo el látigo de un señor personal. La dependencia social se convirtió en una relación abstracta del sistema y, precisamente por eso, total. Se la puede sentir en todos los sitios, pero no es palpable. Cuando cada uno se transformó en siervo, se transformó al mismo tiempo en señor, su propio traficante de esclavosº y administrador. Todos obedecen al dios invisible del sistema, al «Gran Hermano» de la valorización del capital, que los subyuga bajo el tripalium.

9. La historia sangrienta de la imposición del trabajo

La historia de la modernidad es la historia de la imposición del trabajo, que dejó su amplio rastro de devastación y horror en todo el planeta. Nunca la exigencia de gastar la mayor parte de la energía vital para un fin en sí mismo determinado externamente fue tan interiorizada como hoy. Se requirieron varios siglos de violencia abierta en gran escala para torturar a los hombres con el objeto de hacerles prestar servicio incondicional al dios-trabajo.

Al principio, al contrario de lo que se dice comúnmente, no fue la ampliación de las relaciones de mercado, con un consecuente «crecimiento del bienestar», sino el hambre insaciable de dinero de los aparatos del Estado absolutista, para financiar las primeras máquinas militares modernas. Solamente debido al interés de esos aparatos, que por primera vez en la historia sofocaron a toda una sociedad burocráticamente, se aceleró el desarrollo del capital mercantil y financiero urbano, superando las formas comerciales tradicionales. Solamente de esta manera el dinero se convirtió en el motivo social central, y el abstractum trabajo en una exigencia social central, sin tener en consideración las necesidades.

No fue voluntariamente como la mayoría de los hombres pasaron a una producción para mercados anónimos y así a una economía monetaria generalizada, sino que la avidez absolutista de dinero monetarizó los impuestos, aumentándolos simultáneamente de forma exorbitante. Aquéllos no necesitaban «ganar dinero» para sí mismos, pero sí para el militarizado Estado de armas de fuego, protomoderno, para su logística y su burocracia. Así, y no de otro modo, nació el fin en sí mismo absurdo de la valorización del capital y del trabajo.

No pasó mucho tiempo antes de que los impuestos monetarios y las tasas fuesen ya insuficientes. Los burócratas absolutistas y los administradores del capital financiero comenzaron a organizar coercitivamente a los hombres directamente como material de una máquina social para la transformación del trabajo en dinero. El modo tradicional de vida y de existencia de la población fue destruido; no porque esta población se estuviese «desarrollando» voluntariamente y de manera autodeterminada, sino porque debía servir como material humano para una máquina de valorización ya puesta en acción. Los hombres fueron expulsados de sus campos por la fuerza de las armas para dar lugar a la crianza de ovinos para las manufacturas de las ciudades. Derechos antiguos como la libertad de caza, de pesca y de recolección de leña en los bosques desaparecieron. Y cuando las masas pauperizadas deambulaban mendigando y robando por el territorio, se las internaba en casas de trabajo y manufacturas para ser maltratadas con máquinas de tortura de trabajo y para adquirir a palos una conciencia de esclavos, a fin de convertirse en animales de trabajo obedientes.

Pero tampoco la transformación por etapas de sus vasallos en material del dios-trabajo hacedor de dinero fue suficiente para los monstruosos Estados absolutistas. Ampliaron sus pretensiones a otros continentes. La colonización interna de Europa fue acompañada por la colonización externa, primero en las dos Américas y en partes de África. Allí, los administradores del trabajo perdieron definitivamente sus pudores. En campañas militares de robo, destrucción y exterminio sin precedentes, asaltaron los mundos recientemente «descubiertos» –allá las víctimas no eran consideradas seres humanos. En su aurora, el Poder europeo antropófago de la sociedad del trabajo definió las culturas extranjeras subyugadas como «salvajes» y antropófagas.

Así, fue creada la ley de legitimación para eliminarlos o esclavizarlos por millones. La esclavitud en sentido literal, que en las economías coloniales de plantación de materias primas superó en dimensiones a la esclavitud antigua, forma parte de los crímenes fundadores del sistema productor de mercancías. Allí se utilizó en gran estilo, por primera vez, la «destrucción a través del trabajo». Ésa fue la segunda fundación de la sociedad del trabajo. Con los «salvajes», el hombre blanco, que ya estaba marcado por el autodisciplinamiento, podía liberar el odio a sí mismo reprimido y su complejo de inferioridad. Los «salvajes» equivalían para ellos a las «mujeres», es decir, semi-seres entre el hombre y el animal, primitivos y naturales. Immanuel Kant suponía, con precisión lógica, que el babuino podría hablar si quisiese, sólo que no hablaba porque temía ser reclutado para el trabajo.

Este razonamiento grotesco arroja una luz reveladora sobre la Ilustración. El ethos represivo del trabajo de la modernidad, que se basó, en su versión protestante original, en la misericordia divina y, a partir de la Ilustración, en la ley natural, fue enmascarado como «misión civilizadora». Cultura, en este sentido, es sumisión voluntaria al trabajo; y trabajo es masculino, blanco y «occidental». Por el contrario, lo no-humano, la naturaleza amorfa y sin cultura es femenino, de color y «exótico»; en consecuencia, debe ser puesto bajo coerción. En una palabra: el «universalismo» de la sociedad del trabajo es ya totalmente racista desde su raíz. El abstractum trabajo universal sólo puede autodefinirse por el distanciamiento de todo lo que no está unido a él.

No fueron los pacíficos comerciantes de las antiguas rutas mercantiles –de donde nació la burguesía moderna que, finalmente, heredó al absolutismo– quienes formaron el humus social del «empresariado» moderno, sino los condottieri de las órdenes mercenarias de la protomodernidad, los administradores del trabajo y de las cadenas, los arrendatarios del derecho de la recaudación de impuestos, los tratantes de esclavos y los agiotistas. Las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX no tienen ninguna relación con la emancipación: sólo reorganizaron las relaciones de poder internamente al sistema de coerción creado, separaron las instituciones de la sociedad del trabajo de los intereses dinásticos superados e impulsaron su objetivación y despersonalización. Fue la gloriosa Revolución Francesa la que declaró con pathos específico el deber del trabajo e introdujo, en una «ley de eliminación de la mendicidad», nuevas prisiones de trabajo.

Esto fue exactamente lo contrario de lo que pretendían los movimientos sociales rebeldes que brillaron al margen de las revoluciones burguesas, sin integrarse a ellas. Ya mucho antes hubo formas autónomas de resistencia y rechazo con las que la historiografía oficial de la sociedad del trabajo y de la modernización no sabe cómo lidiar. Los productores de las antiguas sociedades agrarias, que nunca estuvieron de acuerdo completamente sin resistencias con las relaciones de poder feudal, no querían, de ningún modo, conformarse como «clase trabajadora» de un sistema externo. Desde las guerras campesinas de los siglos XV y XVI, hasta los levantamientos posteriormente denunciados como ludditas, o destructores de máquinas, y la revuelta de los tejedores de Silesia de 1844, se da una secuencia de luchas encarnizadas de resistencia contra el trabajo. La imposición de la sociedad del trabajo y una guerra civil –a veces abierta, a veces latente– en el transcurso de los siglos, fueron idénticas.

Las antiguas sociedades agrarias eran cualquier cosa, menos paradisíacas. Pero la coerción monstruosa de la invasión de la sociedad del trabajo fue vivida, por la mayoría, como un empeoramiento y como un «período de desesperación». En efecto, a pesar del estrechamiento de las relaciones, los hombres todavía tenían algo que perder. Lo que en la falsa conciencia del mundo moderno aparece inventado como una calamitosa Edad Media de oscuridad y plaga, fue, en realidad, el terror de su propia historia. En las culturas pre y no-capitalistas, dentro y fuera de Europa, el tiempo de actividad de producción diaria o anual era mucho más reducido que hoy para los «ocupados» modernos en fábricas y oficinas. Aquella producción estaba lejos de ser intensificada como en la sociedad del trabajo, pues estaba permeada por una nítida cultura de ocio y de «lentitud» relativa. Salvo catástrofes naturales, las necesidades básicas materiales estaban mucho más aseguradas que en muchos períodos de la modernización, y mejor también que en las horribles chabolas del actual mundo en crisis. Además, el poder no entraba tanto en los poros como en las sociedades del trabajo totalmente burocratizadas.

Por eso, la resistencia contra el trabajo sólo podía ser quebrada militarmente. Hasta hoy, los ideólogos de la sociedad del trabajo disimulan, afirmando que la cultura de los productores premodernos no era «desarrollada», y que se habría ahogado en su propia sangre. Los actuales ilustrados demócratas del trabajo responsabilizan de esas monstruosidades, preferentemente, a las «condiciones predemocráticas» de un pasado enterrado, con el cual ellos no tendrían nada que ver. No quieren admitir que la historia terrorista originaria de la modernidad revela también la esencia de la actual sociedad del trabajo. La administración burocrática del trabajo y la integración estatal de los hombres en las democracias industriales nunca pudieron negar sus orígenes absolutistas y coloniales. Bajo la forma de objetivación de una relación impersonal del sistema, creció la administración represiva de los hombres en nombre del dios-trabajo, penetrando en todas las esferas de la vida.

Precisamente hoy, en la agonía del trabajo, se siente nuevamente la férrea mano burocrática, como en los albores de la sociedad del trabajo. La administración del trabajo se revela como el sistema de coerción que siempre fue, en la medida en que organiza el apartheid social y procura suprimir, en vano, la crisis por medio de la democrática esclavitud estatal. De modo semejante, el absurdo colonial retorna en la administración económica coercitiva de los países sucesivamente ya arruinados de la periferia a través del Fondo Monetario Internacional. Después de la muerte de su dios, la sociedad del trabajo recuerda, en todos los aspectos, los métodos de sus crímenes de fundación, que, aun así, no la salvarán.

«El bárbaro es prejuicioso y se diferencia del hombre culto en la medida en que queda sumergido en su embrutecimiento, puesto que la formación práctica consiste justamente en el hábito y en la necesidad de ocupación.» (Georg W. F. Hegel, Principios de la Filosofía del Derecho, 1821)

«En el fondo ahora se siente… que un trabajo tal es la mejor policía, pues detiene a cualquiera y sabe impedir fuertemente el desarrollo de la razón, de la voluptuosidad y del deseo de independencia. Porque hace depender extraordinariamente una gran cantidad de fuerza de los nervios, y despoja a esta fuerza de la reflexión, de la meditación, del soñar, del inquietarse, del amar y del odiar.»

(Friedrich Nietzsche, Los apologistas del trabajo, 1881)

10. El movimiento de los trabajadores fue un movimiento a favor del trabajo

El clásico movimiento de los trabajadores, que vivió su ascenso sólo mucho tiempo después de la declinación de las antiguas revueltas sociales, ya no luchó contra la exigencia del trabajo, sino que desarrolló una verdadera hiperidentificación con lo aparentemente inevitable. Sólo aspiraba a «derechos» y a mejoras internas de la sociedad del trabajo, cuyas coerciones tenía ya ampliamente interiorizadas. En vez de criticar radicalmente la transformación de energía en dinero como fin en sí mismo irracional, él mismo asumió «el punto de vista del trabajo» y comprendió la valorización como un hecho positivo y neutro.

De esta manera, el movimiento de los trabajadores asumió la herencia del absolutismo, del protestantismo y de la Ilustración burguesa. La infelicidad del trabajo se convirtió en falso orgullo del trabajo, redefiniendo como «derecho humano» su propio adiestramiento como material humano del dios moderno. Los ilotas domesticados del trabajo volvieron ideológicamente, por así decir, el fetiche contra el brujo, transformándose en misioneros para reclamar el «derecho al trabajo» y, por otro lado, reivindicar el «deber de trabajo para todos». No se combatió a la burguesía como soporte funcional de la sociedad del trabajo, sino que al contrario se la insultó como parasitaria, exactamente en nombre del trabajo. Todos los miembros de la sociedad, sin excepción, debían ser reclutados coercitivamente por los «ejércitos del trabajo».

El propio movimiento de los trabajadores se transformó, así, en el marcapasos de la sociedad del trabajo capitalista. Fue éste el que impuso los últimos grados de objetivación contra los soportes burgueses limitados del siglo XIX y comienzos del XX en el proceso de desarrollo del trabajo; de un modo semejante al que la burguesía había heredado del absolutismo un siglo antes. Esto sólo fue posible porque los partidos de trabajadores y los sindicatos, en el transcurso de su divinización del trabajo, se relacionaron también positivamente con el aparato del Estado y con las instituciones represivas de la administración del trabajo que, al fin de cuentas, no querían suprimir, sino, en una cierta «marcha a través de las instituciones», ocupar. De esta forma asumieron, como anteriormente hiciera la burguesía, las tradiciones burocráticas de la administración de hombres en la sociedad del trabajo que viene desde el absolutismo.

Pero la ideología de una generalización social del trabajo exigía también una nueva relación política. En lugar de la división en estamentos con «derechos» políticos diferenciados (por ejemplo, derecho electoral censitario), en la sociedad del trabajo sólo parcialmente impuesta fue necesario que apareciese la igualdad democrática general del «Estado de trabajo» consumado. Y los desperfectos en el funcionamiento de la máquina de valorización, a partir del momento en que ésta pasó a determinar toda la vida social, exigían ser equilibrados por un «Estado Social». También para esto, el movimiento de los trabajadores aportó el modelo. Bajo el nombre de «socialdemocracia», se convirtió en el mayor movimiento civil de la historia que, sin embargo, no podía sino cavar su propia fosa. Pues en la democracia todo se torna negociable, menos las coerciones de la sociedad del trabajo que están axiomáticamente presupuestas. Lo que se puede discutir son sólo las modalidades y la orientación de estas coerciones: siempre es posible elegir entre Omo y Persil [marcas de jabón en polvo para lavadoras, T.], entre la peste y el cólera, entre la estupidez y el descaro, entre Kohl y Schröeder.

La democracia de la sociedad del trabajo es el sistema de dominación más pérfido de la historia –es un sistema de auto-opresión. Por eso, esta democracia nunca organiza la libre autodeterminación de los miembros de la sociedad sobre los recursos colectivos, sino sólo la forma jurídica de las mónadas de trabajo socialmente separadas entre sí, que, en la concurrencia, arriesgan su piel en el mercado de trabajo. Democracia es lo opuesto a libertad. Y así, los seres humanos de trabajo democrático se dividen, necesariamente, en administradores y administrados, empresarios y emprendidos, élites funcionales y material humano. Los partidos políticos, en particular los partidos de los trabajadores, reflejan fielmente esta relación en su propia estructura. Conductor y conducidos, VIPs y pueblo, militantes y simpatizantes apuntan a una relación que ya no tiene nada que ver con un debate abierto y toma de decisiones. Forma parte de esta lógica sistémica el que las propias élites sólo puedan ser funcionarios dependientes del dios-trabajo y de sus orientaciones ciegas.

Como mínimo desde el nazismo, todos los partidos son partidos de los trabajadores y, al mismo tiempo, partidos del capital. En las «sociedades en desarrollo» del Este y del Sur, el movimiento de los trabajadores se transformó en un partido del terrorismo estatal de modernización tardía; en Occidente, en un sistema de «partidos populares» con programas fácilmente sustituibles y figuras representativas en los media. La lucha de clases está en su fin porque la sociedad del trabajo también lo está. Las clases se muestran como categorías sociales funcionales del mismo sistema fetichista, en la misma medida en que este sistema se va extinguiendo. Si socialdemócratas, verdes y ex comunistas destacan en la administración de la crisis desarrollando programas de represión especialmente infames, con esto se muestran como los legítimos herederos del movimiento de los trabajadores, que nunca quiso nada más allá de trabajo a cualquier precio.

Grupo Krisis

 

Este texto fue tomado de la edición en portugués de la revista Krisis (Alemania) La publicación original es de junio de 1999. Traducción portuguesa: Heinz Dieter Heidemann con la colaboración de Claudio Roberto Duarte, para Cadernos do Labur, nº 2 (Laboratorio de Geografía Urbana/Departamento de Geografia/Universidad de San Pablo)

Traducción del portugués: R. D.
Manifest Gegen die Arbeit. Junio 1999

La sociedad contra el Estado

Las sociedades primitivas son sociedades sin Estado: este juicio esconde una opinión que acentúa la posibilidad de una antropología política como ciencia rigurosa. Lo que se dice es que las sociedades primitivas están privadas de algo – el Estado – que es necesario a toda sociedad. Estas sociedades están incompletas. No son verdaderas – no están civilizadas -, viven la experiencia quizá dolorosa de un carencia – carencia de Estado- que no pueden satisfacer. Esto dicen los viajeros y los investigadores: no puede pensarse en una sociedad sin Estado, el Estado es el destino de toda sociedad. Aquí se descubre un etnocentrismo mucho más sólido por ser inconsciente. La referencia inmediata es lo más familiar. Cada cual lleva en sí, como la fe del creyente, la certeza de que la sociedad es para el Estado. ¿Cómo no concebir a las sociedades primitivas, sino como una especie de personas despreciadas por la historia universal, como sobrevivientes anacrónicos de un estadio lejano, rebasado tiempo atrás? Aquí está la otra cara del etnocentrismo, la convicción de que la historia tiene un sentido único, que toda sociedad está condenada a la historia y a recorrer las etapas que van del salvajismo a la civilización. “Todos los pueblos civilizados han sido salvajes”, escribe Raynal. Pero la afirmación de una evolución no funda una doctrina que, uniendo arbitrariamente el estado de civilización a la civilización del Estado, señala a éste como término necesario a toda sociedad. Podríamos preguntar qué ha retenido a los últimos pueblos que aún son salvajes.

Tras las formulaciones modernas, el viejo evolucionismo sigue intacto. Más difícil de ocultarse en el lenguaje de la antropología que en el de la filosofía, aflora en las categorías que se dicen científicas. Ya sabemos que las sociedades arcaicas están determinadas negativamente, por sus carencias: sin Estado, sin escritura, sin historia. Y se las determina en lo económico: con economía de subsistencia. Si con esto se dice que ignoran la economía de mercado donde fluyen los excedentes, no se dice nada, sólo se subraya otra deficiencia más, siempre en relación con nuestro propio mundo. Están sin Estado, sin escritura, sin historia, sin mercado. Pero el sentido común objeta: ¿para qué sirve un mercado sin excedentes? La idea de economía de subsistencia revela que si estas sociedades no producen excedentes es por incapacidad, porque están ocupadas en la sobrevivencia. Antigua imagen, siempre eficaz, de la miseria de los salvajes. Y para explicar su incapacidad de abandonar el vivir al día, se pretexta la inferioridad técnica.

¿Qué hay de cierto en ello? Si por técnica se entiende el conjunto de procedimientos con que se proveen los hombres, no para asegurarse el dominio absoluto de la naturaleza (esto sólo vale para nuestro mundo y su demente proyecto cartesiano del que apenas empiezan a medirse las consecuencias), sino para asegurarse un dominio del medio natural, relativo a sus necesidades, no puede hablarse de inferioridad técnica. Su capacidad para satisfacer sus necesidades es igual a la que enorgullece a la sociedad industrial. Todo grupo humano llega a ejercer dominio sobre su medio. No se sabe de ninguna sociedad que se haya establecido, por presión externa en un medio imposible de dominar. O desaparece o cambia de territorio. Lo que sorprende con los esquimales o los australianos es la riqueza, la imaginación y la fineza de la actividad técnica, la eficacia de sus herramientas. Hay que ir a los museos etnográficos, a observar la exactitud de los instrumentos, que hace de cada uno una obra de arte. No hay jerarquía hablando de técnica, ni superior ni inferior. Un equipamiento tecnológico se mide por la capacidad de satisfacer las necesidades de la sociedad. De ninguna manera las sociedades primitivas han sido incapaces para realizar tal propósito. Es cierto que el potencial de innovación técnica lleva tiempo. Nada se da de golpe, existe la larga sucesión de ensayos, errores, fracasos y éxitos. Los estudiosos de la prehistoria nos enseñan los milenios que necesitaron los hombres del paleolítico para sustituir sus grotescos garrotes por los admirables cuchillos de silex del solutrense. El descubrimiento de la agricultura y la domesticación de las plantas casi son contemporáneos en América y en el mundo antiguo. Los Amerindios no son inferiores – al contrario – en el arte de seleccionar las plantas útiles.

Detengámonos un momento en el interés funesto que llevó a los indios a desear instrumentos metálicos. Se relaciona con su economía, pero no como podría creerse. Estas sociedades estarían condenadas a la economía de subsistencia por su inferioridad técnica. Este argumento no está fundado ni en derecho ni en hechos. No hay escala para medir las “intensidades” tecnológicas; el equipo técnico no es comparable al de una sociedad diferente; no sirve de nada comparar el fusil con el arco. La arqueología, la etnografía, la botánica, etc., demuestran la eficacia de las teconologías salvajes. Si las sociedades primitivas tienen una economía de subsistencia no es a falta del saber-hacer técnico. La verdadera cuestión es: ¿la economía de estas sociedades es realmente de subsistencia? Si no nos contentamos con entender economía de subsistencia como economía sin mercado y sin excedentes – verdad simple, por sólo constatar la diferencia – entonces esta economía permite subsistir a la sociedad que funda; se afirma que esta sociedad sólo provee a sus miembros con el mínimo necesario para la subsistencia.

Aquí hay un prejuicio tenaz, de que el salvaje es perezoso. Si se dice “trabajar como un negro” en América del Sur se dice “perezoso como un indio”. La opción es: o bien el primitivo vive en economía de subsistencia o bien pasa largos ratos de ocio fumando en su hamaca. Fue lo que admiró a los europeos de los indios de Brasil. Reprobaron que hombres robustos y saludables preferían, como las mujeres, pinturas y plumas en lugar de sudar en los campos. Gentes que ignoraban que hay que ganar el pan con el sudor de la frente. Era demasiado y no duró. Se los puso a trabajar y murieron. Dos axiomas guían a la civilización occidental. El primero: la verdadera sociedad se da a la sombra protectora del Estado; el segundo enuncia un imperativo categórico: hay que trabajar.

En efecto, los indios daban poco tiempo a lo que se llama trabajo, no obstante, no morían de hambre. Las crónicas de la época nos hablan de la hermosa apariencia de los adultos, la salud de los niños, la abundancia y variedad de las fuentes alimenticias. La economía de subsistencia no implica la búsqueda angustiante, de tiempo completo, del alimento. Es compatible con una limitación del tiempo para las actividades productivas. Es el caso de los Tupí-guaraní, cuya holgazanería tanto irritaba a los franceses y portugueses. Su vida se basaba en la agricultura y secundariamente en la caza, pesca y recolección. Una misma tierra era usada de cuatro a seis años, luego se abandonaba, o porque era invadida por una vegetación parásita difícil de eliminar. Lo arduo del trabajo era para los hombres, que era desmontar la superficie con hacha de piedra y con fuego. La tarea, al fin de las lluvias, movilizaba a los hombre uno o dos meses. El resto – plantar, escardar, cosechar – por la división sexual del trabajo, era para las mujeres. Los hombres, la mitad de la población, trabajaban ¡ dos meses cada cuatro años! El resto era para cosas placenteras: caza, pesca, fiestas, y finalmente, para su gusto apasionado por la guerra.

Estos datos, impresionistas, los confirman investigaciones recientes, que miden el tiempo de trabajo en las sociedades con economía de subsistencia. Ya se trate de cazadores nómadas del desierto de Kalahari o de agricultores amerindios, las cifran revelan un tiempo inferior a cuatro horas diarias de trabajo. J. Lizot, que vive con los indios Yanomami del Amazonas venezolano, dice que la duración del tiempo dedicado al trabajo, apenas rebasa las tres horas. No hemos hecho lo mismo con los Guayakí, cazadores nómadas de la selva paraguaya, pero sé que los indígenas, hombres y mujeres, pasaban la mitad del día ociosos, pues la caza y la recolección eran entre 6 y 11 de la mañana. Estudios semejantes llegarían a resultados similares, teniendo en cuenta las diferencias ecológicas.

Estamos lejos del miserabilismo de la idea de economía de subsistencia. El hombre salvaje no está sujeto a una existencia animal, de sobrevivencia, pues en un tiempo corto obtiene este resultado y algo más. Las sociedades primitivas tienen todo el tiempo para acrecentar su producción de bienes materiales. El buen sentido pregunta entonces: ¿por qué los hombres de estas sociedades querrían producir más si cuatro horas bastan para asegurar las necesidades del grupo? ¿Para qué les servirían los excedentes? ¿Cuál sería su destino? Siempre es por la fuerza que los hombres trabajan más allá de sus necesidades. Esta fuerza está ausente en el mundo primitivo; su ausencia define la naturaleza de las sociedades primitivas. Puede admitirse la expresión de economía de subsistencia para calificar su organización económica, si por ello se entiende no una carencia o un incapacidad, sino el rechazo de un exceso inútil, la voluntad de acordar las actividades productiva con la satisfacción de las necesidades. En las sociedades primitivas hay excedentes. Las plantas cultivadas (yuca, maíz, tabaco, algodón, etc.) rebasa lo que es necesario al grupo, estando este suplemento de producción incluido en el tiempo normal de trabajo. Este excedente, es consumido, con fines políticos, en las fiestas, la visita de extranjeros, etc. La ventaja del hacha metálica sobre la de piedra es evidente para retardar su uso. Con la primera se hace diez veces más trabajo , o bien se hace el mismo trabajo en diez veces menos de tiempo. Cuando los indios descubrieron la superioridad de las hachas de los hombres blancos, las desearon no para producir más, sino para producir lo mismo en un tiempo diez veces más corto. Se produjo lo contrario porque con las hachas metálicas vino al mundo primitivo la violencia, el poder de los civilizados sobre los salvajes.

Las sociedades primitivas son, dice J. Lizot de los Yanomami, sociedades de rechazo al trabajo. “El desprecio de los Yanomami al trabajo y al progreso tecnológico autónomo es un hecho”(1). Son las primeras sociedades del ocio, de la abundancia, según la alegre expresión de M. Sahlins.

Si tiene un sentido una antropología económica de las sociedades primitivas, como disciplina autónoma, no procedería de la pura consideración de su vida económica, sería una etnología de la descripción, de una dimensión no autónoma de la vida social primitiva. Es más bien cuando esta dimensión pasa a una esfera autónoma que aparece fundada la idea de una antropología económica. Cuando desaparece el rechazo al trabajo, se cambia el ocio por la acumulación, cuando una fuerza externa nace en el cuerpo social, sin la que los salvajes no renunciarían al ocio y que destruye la sociedad primitiva, esa fuerza crea el poder político. Pero así como la antropología deja de ser económica y pierde su objeto al querer aprehenderlo, la economía se hace política.

Para el hombre salvaje, la actividad de producción está medida por las necesidades energéticas. La producción se vuelca sobre la reconstitución de la energía gastada. Es decir, que es la vida como naturaleza que – en la producción de los bienes consumidos en las fiestas – determina el tiempo consagrado a reproducirla. Asegurada la satisfacción de necesidades, nada podría incitar a desear producir más, a alienarse en un trabajo sin destino, si ese tiempo puede ser para el ocio, el juego, la guerra o la fiesta. ¿ En qué condiciones puede transformarse esta relación del primitivo con la actividad de producción? ¿En qué condiciones surge una meta diferente de la satisfacción de las necesidades energéticas? Esto es plantear la pregunta por el origen del trabajo alienado.

En la sociedad primitiva, por esencia igualitaria, los hombres son dueños de su actividad, de la circulación de los productos de esa actividad, actúan sólo para ellos mismos, mientras que la ley de intercambio de bienes mediatiza la relación directa del hombre con su producto. Por ello, todo se altera si esa actividad es desviada, cuando en lugar de producir sólo para sí, el hombre produce también para los demás, sin intercambio ni reciprocidad. Es entonces cuando puede hablarse de trabajo, cuando la regla igualitaria de intercambio deja de ser el “código civil” de la sociedad, cuando esa actividad tiende a satisfacer a los demás, cuando esa regla se sustituye por el terror de la deuda. Allí estriba la diferencia entre el salvaje amazónico y el indio del Imperio Inca. El primero produce primero para vivir, el segundo trabaja para los demás, para los que no trabajan, los señores que le dicen: tienes que pagar lo que nos debes, tu deuda de por vida.
Cuando en la sociedad primitiva lo económico se deja identificar como autónomo, cuando se produce el trabajo alienado, impuesto por los que lo gozan, la sociedad deja de ser primitiva y se transforma en sociedad dividida en señores y siervos, es cuando se ha dejado de exorcizar lo que está destinado a eliminarla: el poder y el respeto al poder. la mayor división de la sociedad es la nueva disposición vertical entre la base y la cima, la gran ruptura política entre poseedores de la fuerza, guerrera o religiosa, y los sometidos a esas fuerza. La relación política de poder precede y funda la relación económica de explotación. Antes de ser económica, la alienación es política, el poder está antes que el trabajo, lo económico deriva de lo político, el Estado determina las clases.

No es por lo incompleto que se revela la naturaleza de las sociedades primitivas. Esta se impone como algo positivo, como dominio del medio natural y social, como voluntad libre de no permitir que de su ser salga nada que pudiera alterarlo, corromperlo o disolverlo. Las sociedades primitivas no son embriones retrasados de sociedades ulteriores, de los cuerpos sociales con despegue “normal” interrumpido por alguna extraña enfermedad, no se encuentran en una lógica histórica que conduce al término inscrito de antemano pero conocido a posteriori, nuestro propio sistema social. (Si la historia es esta lógica, ¿cómo es que existen aún sociedades primitivas?). En el plano de la vida económica se traduce todo esto en rechazo a un trabajo y una producción absorbentes, en la decisión de limitar las reservas a las necesidades, en la imposibilidad de la competencia – ¿para qué serviría ser rico entre los pobres?- en una palabra, en la prohibición de la desigualdad.

¿Qué hace que en una sociedad primitiva la economía no sea política? Que la economía no es autónoma. Son sociedades sin economía por rechazo de la propia economía. Pero entonces, ¿también está ausente lo político en estas sociedades? ¿hay que admitir que al ser sociedades “sin ley ni rey”, les falta lo político? ¿No caemos en el etnocentrismo para el que una carencia marca a las diferentes sociedades?

Está la pregunta por lo político en las sociedades primitivas. No es sólo un problema “interesante”, un tema para especialistas, porque la etnología se desarrolla en una teoría general (por construir) de la sociedad y de la historia. Las diversas organizaciones sociales, no impiden un orden en la discontinuidad, una reducción de diferencias. Reducción masiva ya que la historia nos ofrece dos tipos de sociedad, dos macroclases, que tienen algo en común: están las sociedades primitivas y las sociedades con Estado. Es la presencia o ausencia de la formación estatal (de múltiples formas) lo que da a cada sociedad su lugar lógico, que traza la discontinuidad. La aparición del Estado marca la gran división entre salvajes y civilizados, el corte que transforma el tiempo en Historia.
Hay, en el movimiento de la historia mundial, dos aceleraciones decisivas en su ritmo. El motor de la primera fue la revolución neolítica (domesticación de animales, agricultura, el arte del tejido y la cerámica, sedentarización, etc.). Aún vivimos en la prolongación de la segunda aceleración, la revolución industrial del S. XIX.

No hay duda de que la ruptura neolítica transformó las condiciones de los pueblos paleolíticos. ¿Pero ésta fue suficiente para afectar el ser de las sociedades? ¿Hay un funcionamiento diferente en las sociedades preneolíticas o posneolíticas? La experiencia etnográfica indica lo contrario. El paso del nomadismo a la sedenterización sería consecuencia de la revolución neolítica, porque ha permitido la formación de ciudades y aparatos estatales. Pero con esto se decide que todo “complejo” tecnocultural, sin agricultura, está condenado al nomadismo. Aquí tenemos algo etnográficamente inexacto. Una economía de caza, pesca y recolección no exige una vida nómada. Diversos ejemplos, en América y otros lados, lo atestiguan: La ausencia de agricultura es compatible con la sedenterización. Se puede suponer que los pueblos que no habían adquirido la agricultura no fue por inferioridad cultural sino porque no tenían necesidad de ella.

La historia poscolombina de América presenta agricultores sedentarios que, tras una revolución técnica (conquista del caballo y de las armas de fuego) dejaron la agricultura por la caza, cuyo rendimiento se multiplicaba. Cuando fueron ecuestres, las tribus de América del Norte o las del Chaco en América del Sur, extendieron sus desplazamientos, pero estaban lejos del nomadismo en el que se encuentran las bandas de cazadores-recolectores (como los guayaki del Paraguay) y el abandono de la agricultura no fue por la dispersión demográfica ni por la transformación de la organización cultural anterior.

¿Qué nos enseña el movimiento de las sociedades, de la caza a la agricultura y viceversa? Que parece darse sin cambiar la sociedad; que sigue idéntica si sólo cambian sus condiciones de existencia material; que la evolución neolítica no acarrea un trastorno del orden social. En las sociedades primitivas, el cambio en lo que el marxismo llama la infraestructura económica, no determina su reflejo, la superestructura política, pues ésta es independiente de su base material. El continente americano ilustra la autonomía de la economía y de la sociedad. Los grupos de cazadores-pescadores-recolectores, nómadas o no, presentan las mismas propiedades sociopolíticas que sus vecinos agricultores, sedentarios: “infraestructuras” diferentes, “superestructura” idéntica. De modo inverso, las sociedades mesoamericanas – sociedades imperiales, sociedades con Estado – eran tributarias de una agricultura que, no por eso seguía siendo menos parecida a la de las tribus “salvajes” de la Selva Tropical: “infraestructura” idéntica, “superestructuras” diferentes; puesto que en un caso se trata de sociedades sin Estado y en el otro de Estados consumados.

Lo decisivo es el corte político y no el cambio económico. La verdadera revolución, en la protohistoria de la humanidad, no es la del neolítico, pues deja intacta la antigua organización social; es la revolución política, misteriosa, irreversible, mortal para las sociedades primitivas, lo que conocemos con el nombre de Estado. Y si conservamos los conceptos marxistas, la infraestructura es lo político y la superestructura lo económico. Una sola alteración estructural, abismal, puede destruir a la sociedad primitiva, la que hace surgir en su seno o del exterior, la autoridad de la jerarquía, la relación de poder, la sujeción de los hombres, el Estado. Sería inútil buscar el origen en el cambio de las relaciones de producción, dividiendo poco a poco la sociedad en ricos y pobres, explotadores y explotados; ello conduciría mecánicamente a la instauración de un órgano de poder de los primeros sobre los segundos, a la aparición del Estado.

Hipotética, esta modificación a partir de la base económica es imposible. Para que en una sociedad el régimen de la producción se transforme en mayor trabajo para acrecentar los bienes, es necesario, o bien que los hombres deseen esta transformación, o bien que sin desearla, se vean obligados a ella por una violencia externa.

En el segundo caso, nada ocurre con la sociedad misma, que sufre la agresión de una fuerza externa en cuyo beneficio va a modificarse el régimen de producción: trabajar y producir más para los nuevos dueños del poder. La opresión política determina la explotación. Pero la evocación de tal “escenario” no sirve de nada, pues plantea un origen exterior, contingente, inmediato, de la violencia estatal, y no la lenta realización de las condiciones internas, socioeconómicas de su aparición.

Se dice que el Estado es el instrumento que permite a la clase dominante ejercer su dominación violenta sobre las clases dominadas. Y que para que haya Estado, es necesario que antes haya clases sociales antagónicas, ligadas por la explotación. Luego la estructura de la sociedad – la división en clases – debería preceder al surgimiento de la máquina estatal. Veamos la fragilidad de esta concepción instrumental del Estado. Si la sociedad está organizada de opresores que explotan a los oprimidos, es porque esta alienación descansa en el uso de una fuerza, en la substancia misma del Estado, “monopolio de la violencia física legítima”. ¿A qué necesidad respondería la existencia del Estado, puesto que su esencia – la violencia – es inminente a la división de la sociedad, ya que está dedicado a la opresión de un grupo sobre los demás? Sólo sería el órgano inútil de una función cumplida antes y en otro lugar.

Articular la aparición de la máquina estatal con el cambio de la estructura social sólo lleva a retardar el problema de esta aparición. Hay que preguntarse por qué se produce, en una sociedad primitiva, el reparto de hombres en dominantes y dominados. ¿Cuál es el motor del Estado? Su aparición confirmaría la legitimidad de una propiedad privada surgida previamente; el Estado sería el representante y el protector de los propietarios. Muy bien. ¿Pero por qué aparece la propiedad privada en una sociedad que la rechaza? ¿Por qué hay quienes un día dicen “esto es mío” y cómo es que los demás permiten que surja lo que la sociedad primitiva ignora: la autoridad, la opresión, el Estado? Lo que se sabe de las sociedades primitivas no permite buscar más en lo económico el origen de lo político. Ahí no está el árbol genealógico del Estado. No hay nada en una sociedad primitiva – sin Estado- que permita la diferencia entre ricos y pobres, porque nadie tienen el deseo barroco de hacer, poseer, parecer más que su vecino. La capacidad, igual para todos, de satisfacer las necesidades materiales, y el intercambio de bienes y servicios que impide la acumulación privada de bienes, hacen imposible tal deseo, que es deseo de poder. La sociedad primitiva no deja lugar al deseo de sobreabundancia.

Las sociedades primitivas hacen imposible el Estado. Y sin embargo, todos los pueblos civilizados han sido primero salvajes. ¿Qué fue lo que hizo que el Estado dejara de ser imposible? ¿Por qué los pueblos dejaron de ser salvajes? ¿Qué revolución hizo que surgiera el Déspota, que ordena a los que lo obedecen? ¿De dónde viene el poder político? Misterio, quizá provisional, de su origen.

Parece imposible determinar la aparición del Estado, pero pueden precisarse las condiciones de su no-aparición, y los textos reunidos aquí intentan delimitar lo político en las sociedades sin Estado. Sin fe, sin ley, sin rey. Lo que occidente decía de los indios del Siglo XVI, puede extenderse a toda sociedad primitiva. Esta es la distinción: una sociedad es primitiva si carece de rey como fuente legítima de la ley; es decir, de la máquina estatal. De modo inverso, toda sociedad no primitiva tiene Estado. Es por lo que pueden agruparse los despotismos arcaicos – reyes, emperadores de China o de los Andes, y faraones -, monarquías recientes – el Estado soy yo – o sistemas contemporáneos, el capitalismo liberal de Europa Occidental… o de Estado, como en otros lugares…

No hay rey en la tribu, sino un jefe que no es jefe de Estado. ¿Qué significa esto? Que el jefe no tiene autoridad, poder de coacción, no puede dar una orden. El jefe no es un comandante; la tribu no tiene deber de obedecer. La jefatura no tiene poder, y la figura (mal llamada) del “jefe” salvaje no es la de un futuro déspota. No es de la jefatura de donde se deriva el Estado en general. ¿Qué diferencia hay entre un jefe de tribu y un jefe de Estado? ¿Qué hace imposible esto en el mundo de los salvajes? Esta discontinuidad radical – que hace impensable un paso progresivo de la jefatura primitiva a la máquina estatal – se funda en la exclusión del poder político de la jefatura. Se trata de pensar en un jefe sin poder, pues la jefatura es extraña a su esencia, la autoridad. Las funciones del jefe, no son de autoridad. Encargado de acabar con los conflictos entre individuos, familias, linajes, etc., sólo tienen el prestigio que le reconoce la sociedad. Pero prestigio no es poder y los recursos del jefe para pacificar se limitan al uso de la palabra, no para arbitrar, ya que el jefe no es un juez, no puede tomar partido por nadie, sólo puede – con su elocuencia – persuadir de apaciguarse, renunciar a las injurias, imitar a los ancestros que vivieron en buen entendimiento. Empresa no segura, apuesta incierta, pues la palabra del jefe no tiene la fuerza de la ley. Si la presunción fracasa, el conflicto puede llegar a la violencia y el prestigio del jefe puede derrumbarse, pues es prueba de impotencia para lo que se esperaba de él.

¿En qué estima la tribu que un hombre es digno de ser jefe? En su competencia “técnica”: dotes oratorias, puntería en la caza, capacidad para coordinar la guerra. La sociedad no deja que el jefe vaya más allá, que su capacidad técnica se transforme en autoridad política. El jefe está al servicio de la sociedad – verdadero lugar del poder – que ejerce su autoridad sobre el jefe. Por ello es imposible que el jefe ponga a la sociedad a su servicio o que ejerza poder; la sociedad primitiva no tolerará que su jefe se transforme en déspota.

La tribu somete al jefe a una alta vigilancia; es prisionero porque ella no lo deja salir. ¿Pero, quiere salir? ¿Un jefe desea ser jefe? ¿Quiere suplantar el interés grupal por su propio deseo? En virtud del control al que la sociedad somete al líder, son raros los jefes que transgreden la ley primitiva: tu no eres más que los demás. Es raro, pero a veces sucede que un jefe quiere ser jefe y no por cálculo maquiavélico sino porque no tiene otra opción. Por regla general, no intenta (ni sueña) subvertir la relación (conforme a normas) que él tiene con su grupo; subversión que, de servidor pasaría a señor. Esta relación la define el jefe de una tribu abipona del Chaco argentino, en la respuesta que dio a un oficial español que quería convencerlo de hacer participar a su tribu en una guerra que no deseaba: “Los abipones, por costumbre de sus ancestros, hacen todo a su gusto y no al de su cacique. Yo los dirijo, pero no perjudicaría a ninguno sin perjudicarme a mí mismo; si los forzara ellos me darían la espalda. Prefiero ser amado y no temido por ellos”. No dudemos que la mayoría de los jefes indios habrían tenido el mismo discurso.

Pero hay excepciones, ligadas a la guerra. La conducción de una expedición militar es la única vez en que el jefe ejerce autoridad, fundada sólo en su competencia técnica como guerrero. Después, el jefe de guerra queda sin poder; el prestigio de la victoria jamás se transforma en autoridad. Hay pues una separación tajante entre poder y prestigio, entre gloria de un guerrero vencedor y el mando que le está prohibido ejercer. Lo que calma la sed de prestigio de un guerrero es la guerra. Un jefe cuyo prestigio está ligado a la guerra sólo lo conversa en la guerra. Es una especie de empuje hacia adelante por lo que organiza expediciones guerreras, donde espera beneficios simbólicos en la victoria. Pero su deseo de guerra corresponde a la voluntad de la tribu, en particular de los jóvenes, para quienes la guerra es el principal medio de adquirir prestigio; mientras la voluntad del jefe no va más allá de la sociedad, las relaciones son iguales. Pero el riesgo de un rebasamiento del deseo de la sociedad por el de su jefe, es permanente. El jefe a veces acepta correrlo, imponiendo a la tribu su proyecto individual. Invirtiendo la relación del líder como instrumento al servicio de un fin socialmente definido, intenta hacer de la sociedad el medio para realizar un fin particular: la tribu al servicio del jefe, y no el jefe al servicio de la tribu. Si esto “funcionara”, tendríamos el nacimiento del poder político, como presión y violencia; tendríamos la figura mínima del Estado. Pero esto nunca funciona.

En el hermoso relato de los veinte años que pasó con los Yanomami (2) Elena Valero habla de su primer marido, el líder guerrero Fousiwe. Su historia ilustra el destino de la jefatura salvaje cuando es llevada a transgredir la ley primitiva que, como verdadero poder, rehusa deshacerse de él, se niega a delegarlo. Fousiwe es reconocido como “jefe” por su prestigio como conductor de victorias contra los grupos enemigos. El dirige guerras deseadas por su tribu, se pone al servicio de su grupo; es el instrumento de su sociedad. Pero el infortunio del guerrero quiere que el prestigio en la guerra se pierda pronto, si no se renuevan las fuentes. La tribu, para la que el jefe es sólo el instrumento para realizar su voluntad, olvida las victorias pasadas del jefe. El jefe nunca adquiere nada definitivamente, y si quiere devolver a la gente la memoria perdida, no lo logrará con sus viejas hazañas, sino con nuevos hechos de armas. Un guerrero no tiene alternativa: está condenado a desear la guerra. Es allí que logra el consenso que lo reconoce como jefe. Si su deseo de guerra coincide con el de la sociedad, ésta sigue realizándola.

Pero si el deseo de guerra del jefe se vuelve contra una sociedad que desea la paz – ninguna sociedad, desea siempre la guerra – la relación se trastoca, el líder utiliza a la sociedad para su meta individual. No hay que olvidarlo, el jefe primitivo no tiene poder. ¿Cómo imponer su deseo a una sociedad que lo rechaza? Es prisionero de su deseo de prestigio y su impotencia para realizarlo. ¿Qué puede suceder? El guerrero está destinado a una soledad que lo conduce a la muerte. Ese fue el destino del guerrero sudamericano Fousiwe. Por haber querido imponer una guerra se vio abandonado por su tribu. Tenía que realizar esta guerra sólo y murió acribillado por las flechas. La muerte es el destino del guerrero porque la sociedad primitiva no permite sustituir el deseo de prestigio por la voluntad de poder, está de antemano condenado a la muerte. El poder político separado es imposible en la sociedad primitiva; no hay vacío que el Estado pudiera llenar.

Menos trágica, pero parecida, es la historia de otro líder indio, más célebre que el oscuro guerrero amazónico, pues se trata del famoso jefe apache Jerónimo. Leer sus Memorias (3) es muy instructivo. Jerónimo sólo era un joven guerrero cuando los soldados mexicanos atacaron a su tribu e hicieron una masacre de mujeres y niños. La familia de Jerónimo fue exterminada totalmente. Las diferentes tribus apaches se aliaron para vengarse de los asesinos y Jerónimo condujo el combate. Su éxito fue total, pues los apaches aniquilaron la guarnición mexicana. El prestigio de Jerónimo fue inmenso. Pero a partir de ahí algo le sucede a Jerónimo. Porque si para los apaches, satisfechos con la victoria y la venganza, el asunto está concluido, Jerónimo quiere seguir vengándose, considera insuficiente la derrota sangrienta. Pero no puede ir sólo al ataque de los poblados mexicanos. Trata de convencer a los suyos de atacar de nuevo. En vano. La sociedad apache, una vez alcanzada la meta colectiva – la venganza – quiere descansar. Jerónimo tiene un deseo individual y quiere arrastrar a la tribu para cumplirlo. Los apaches no quisieron seguir a Jerónimo, como los Yanomami no siguieron a Fousiwe. Jerónimo sólo convence a unos cuantos, ávidos de gloria y riqueza. El ejército de Jerónimo, para una de esas expediciones, heroicas e irrisorias, era de dos hombres. Los apaches le dieron la espalda cuando quiso realizar su guerra personal. Jerónimo fue el último gran jefe de la guerra norteamericano, que pasó treinta años de vida queriendo “ser jefe” y no lo logró…

La esencia de la sociedad primitiva, es ejercer un poder absoluto sobre todo lo que la compone, es prohibir la autonomía de alguno de sus subconjuntos, es mantener todos los movimientos internos, conscientes e inconscientes, en los límites y en la dirección queridos por la sociedad. La tribu manifiesta (incluso con violencia), el deseo de fijar este orden, prohibiendo el poder político individual, central y separado. Es una sociedad donde nada se escapa; todas las salidas están cerradas. Sociedad que debería reproducirse eternamente sin que nada la afectara a través del tiempo.

Sin embargo, hay un campo que escapa al control; es un “flujo” al que ella parece poder imponer sólo un “código” imperfecto; se trata del terreno demográfico, con reglas culturales, leyes naturales, espacio de una vida enraizada en lo social y en lo biológico, sede de una “máquina” que funciona con mecánica propia y que está fuera del alcance de la empresa social.

Sin sustituir un determinismo económico por uno demográfico e inscribirlo en las causas – el crecimiento demográfico – la necesidad de los efectos – transformación de la organización social – hay que constatar, sobre todo en América, el peso sociológico de la población; el aumento de las densidades para conmocionar – no decimos destruir – la sociedad primitiva.

En efecto, es probable que una condición fundamental de la sociedad primitiva es la debilidad de su talla demográfica. Las cosas sólo funcionan si la población es poco numerosa. Para que una sociedad sea primitiva, debe ser pequeña. Lo que se constata es una fragmentación en “naciones”, tribus, sociedades, grupos que vigilan su autonomía en el seno del conjunto, además de hacer alianzas con vecinos “compatriotas”, si las condiciones – guerreras – lo exigen. Esta atomización del universo tribal es una forma de impedir conjuntos sociopolíticos que integran los grupos locales y, más aún, un medio de prohibir la emergencia del Estado que en su esencia, es unificador.

Los Tupí-Guaraní parecen, cuando Europa los descubre, alejarse del modelo primitivo: la densidad demográfica de sus tribus rebasa el de las poblaciones vecinas; el tamaño de los grupos locales no se compara con el de las unidades sociopolíticas de la Selva Tropical. Por supuesto, los poblados Tupinamba, de miles de habitantes, no eran ciudades, pero acababan de pertenecer al horizonte “clásico” de la dimensión demográfica de las ciudades vecinas. Sobre este fondo de expansión demográfica se destaca – hecho inhabitual en la América de los salvajes, si no en la de los imperios – la tendencia de las jefaturas hacia un poder desconocido en otra parte. Los jefes tupi-guaraní no eran déspotas, pero no eran jefes sin poder. En un extremo de la sociedad, el crecimiento demográfico, en el otro, el surgimiento del poder político. Sin duda que no toca a la etnología – a ella sola – responder a las causas de la expansión demográfica en una sociedad primitiva. Contraria a esta disciplina surge la articulación de lo demográfico con lo político, el análisis de las fuerza que ejerce el primero sobre el segundo por intermediación de lo sociológico.

En este texto, subrayamos la imposibilidad interna de un poder político separado en una sociedad primitiva, la imposibilidad de una génesis del Estado en el interior de la sociedad primitiva. Y tenemos que evocar, contradictoriamente, a los tupi-guaraní como una sociedad primitiva donde comenzaba a surgir lo que habría podido convertirse en Estado.

En estas sociedades se daba un proceso de constitución de una jefatura con un poder político nada despreciable. Al grado de que los cronistas franceses y portugueses no dudan en nombrar a los jefes con el título de “reyes de provincia” o “reyezuelos”. La transformación de la sociedad tupi-guaraní se interrumpe al llegar los europeos. ¿Si el descubrimiento del Nuevo Mundo se hubiera retrasado un siglo, se habría impuesto el Estado a las tribus del litoral brasileño? Es riesgoso hacer una historia hipotética que nada desmentiría. Pero, respondemos de manera negativa. No fue la llegada de los occidentales lo que cortó el surgimiento del Estado con los tupi-guaraní, sino un sobresalto de la sociedad primitiva, un levantamiento contra las jefaturas, destructor del poder de los jefes. Un extraño fenómeno, hacia el fin del siglo XV, agitaba a las tribus tupi-guaraní, las prédicas de hombres que, de grupo en grupo, llamaban a los indios a dejar todo para ir a la búsqueda de la Tierra sin mal, del paraíso terrestre.

Jefatura y lenguaje están, en la sociedad primitiva, muy ligados, la palabra es el único poder devuelto al jefe, es para él un deber. Pero es otro discurso, no de jefes, sino de esos hombres que en los siglos XV y XVI llevaban a los indios por millares en locas migraciones en busca de la patria de los dioses; es el discurso de los Karai, es la palabra profética, virulenta subversiva, de llamar a los indios a la destrucción de la sociedad. El llamado de los profetas a abandonar la mala tierra, para llegar a la tierra sin mal, a la sociedad de la felicidad divina, implicaba la condenación a la muerte de la sociedad y sus normas. Una sociedad donde se imponía cada vez más la autoridad de los jefes, su poder político naciente. Es posible que si los profetas, surgidos del corazón de la sociedad, proclamaban como malo el mundo, es porque descubrían el mal en esa muerte lenta a la que los condenaba el surgimiento del poder en la sociedad tupi-guaraní, como sociedad sin Estado. Con la sensación de que el mundo salvaje se derrumbaba, obsesionados por la idea de una catástrofe sociocósmica, los profetas decidieron dejar el mundo de los hombres y ganar el de los dioses.

Palabra profética aún viva, así lo dicen los textos “Profetas en la jungla” y “De la unidad sin lo múltiple”. Los cuatro mil guaranís que viven en la miseria en la selva de Paraguay, gozan aún de la riqueza inconmensurable que les ofrecen los Karai. Se duda que son aún conductores de tribus como sus ancestros del siglo XVI, ya no hay búsqueda de la Tierra sin mal.

Pero con la falta de acción el pensamiento se ha embriagado, permitiendo pensar en la desdicha de la condición humana. Y este pensamiento salvaje, enceguecedor por exceso de luz, nos dice que el nacimiento del Mal, de la desdicha, es la unidad. Hay que hablar más de lo que el sabio guaraní designa con el nombre de Unidad. Los temas favoritos del pensamiento guaraní contemporáneo son los mismos que inquietaban, hace cuatro siglos, a los Karai, los profetas. ¿Por qué el mundo es malo? ¿Qué podemos hacer para escapar al mal? Son preguntas que no dejan de plantearse. Los Karai de hoy repiten el discurso de los profetas de antaño. Estos sabían que la Unidad es el mal, lo decían de pueblo en pueblo, y las gentes los seguían en la búsqueda del Bien, en pos de la no-Unidad. Se tiene pues en los tupí-guaraní de la época del Descubrimiento, de un lado una práctica – la migración religiosa – inexplicable si no se lee el rechazo de la directividad, el rechazo del poder político separado, el rechazo del Estado; del otro lado, un discurso profético que identifica a la Unidad como la raíz del Mal y asegura escapar de él. ¿Cómo es posible pensar en la Unidad?

Es necesario que su presencia, odiada o deseada sea visible. Creemos descubrir que bajo la ecuación metafísica que iguala el mal con la Unidad, hay otra ecuación más secreta y política que dice que la Unidad es el Estado. El profetismo tupí-guaraní es al tentativa heróica de una sociedad primitiva para abolir la desdicha, con el rechazo radical de la Unidad como esencia universal del Estado. Esta lectura “política” de una constancia metafísica nos plantea una pregunta, tal vez sacrílega: ¿no podría someterse a lectura semejante toda metafísica de la Unidad? ¿Qué sucede con la Unidad como Bien, como objeto preferencial que, desde su alborada, la metafísica occidental asigna al deseo del hombre? Hay un evidencia: el pensamiento de los profetas salvajes y el de los antiguos griegos es el mismo: la Unidad. Pero el indio guaraní dice que la Unidad es el Mal, mientras que Heráclito dice que es el Bien. ¿Cómo es posible pensar en la Unidad como Bien?

Volvamos, para concluir, al mundo ejemplar de los tupi-guaraní. Una sociedad primitiva amenazada por la ascensión de los jefes, que provoca – a costa de un suicidio colectivo – el fracaso de la jefatura, la exterminación de los reyes portadores de ley. De un lado los jefes; del otro y contra ellos, los profetas. Esta es la sociedad tupi-guaraní de finales del siglo XV. Y la “máquina” profética funcionó bien, pues los Karai llevaban tras ellos masas de indios exaltados, al grado de acompañarlos hasta la muerte.

¿Qué quiere decir esto? Los profetas armados con sus logos, podían hacer algo imposible en la sociedad primitiva: unificar en la migración religiosa la diversidad múltiple de las tribus. Ellos realizaron de un solo golpe el “programa” de los jefes. ¿Argucia de la historia? ¿Fatalidad que a pesar de todo dirige a la sociedad primitiva a al dependencia? No se sabe. Pero la insurrección de los profetas contra los jefes daba a los primeros, por un extraño cambio de las cosas, infinitamente más poder que el que tenían lo segundos. Tal vez hay que rectificar que la palabra sea opuesta a la violencia. Si el jefe salvaje tiene una palabra inocente, la sociedad primitiva puede también, escuchar otra palabra, como un mandamiento: a saber, la palabra profética. En el discurso de los profetas está tal vez en germen, el discurso del poder, y bajo los rasgos exaltados del conductor de hombres que dice el deseo de los hombres, se disimula tal vez la figura silenciosa del Déspota.

Palabra profética, poder de esta palabra: ¿tendríamos allí el origen del poder, el comienzo del Estado en el Verbo? ¿Profetas, conquistadores de almas antes que señores de los hombres? Quizá. Pero, hasta en la experiencia extrema el profetismo (la sociedad tupí-guaraní había alcanzado los límites que determina una sociedad primitiva), es lo que nos muestran los salvajes, es el esfuerzo para impedir que los jefes sean jefes, es el rechazo de la unificación, la conjuración de la Unidad, del Estado. La historia de los pueblos que tienen una historia es la historia de la lucha de clases. La historia de los pueblos sin historia es, diremos con la misma verdad, la historia de su lucha contra el Estado.

Extracto del libro La Sociedad contra el Estado de Pierre Clastres.

Traducción de Rosario Herrera Guido
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(*)La Société contre l’État, Les Edicions de Minuit, Paris, 1974, Capítulo 11.
(1) J. Lizot, Economie ou société? Quelques thèmes à propos de l’étude d’une communauté d’Amerindiens, Journal de la Société des américanistes 9,1973,pp137-175.
(2) E.Biocca, Yanoama, Plon, 1969.
(3) Mémories de Géronimo, Maspero, 1972.