El 6 de abril de 1871, hace 148 años, participantes en armas de la revolucionaria Comuna de París “incautaron” la guillotina instalada junto a la prisión de París. Después de llevarla a la base de la estatua de Voltaire, la despedazaron y fue quemada en una hoguera ante la ovación de una inmensa multitud[1]. Esta acción popular surgió de las bases, no fue un espectáculo organizado por la administración política. En aquellos tiempos, la Comuna controlaba París, en dónde aún habitaban personas pertenecientes a todas las clases sociales; el ejército francés y el prusiano, después de haberla rodeado, se preparaban para invadirla con el objetivo de imponer el gobierno republicano conservador de Adolphe Thiers. En esas circunstancias, quemar la guillotina fue un gesto de repudio tanto al Reino del Terror como a la idea de que un cambio social positivo pudiera lograrse masacrando a la gente.

“¿¡Qué!?” se podría exclamar con escándalo, “¿communards quemando la guillotina? ¿Por qué demonios harían eso? ¡Pensaba que la guillotina era un símbolo de liberación!”

¿Por qué? De hecho, la guillotina no es símbolo de liberación, entonces ¿por qué se ha convertido en una motivación recurrente para la izquierda radical, en años recientes? ¿Por qué internet está repleto con memes de guillotina? ¿Por qué The Coup cantan “We got the guillotine, you better run”? (“Tenemos la guillotina, mejor corre”). El periódico socialista más afamado se llama Jacobin, en honor a las primeras personas que tomaron partido por la guillotina. Ciertamente, todo esto no puede ser sólo una parodia irónica de las persistentes ansias de la derecha por la Revolución Francesa.

La guillotina ha entrado a formar parte de nuestro imaginario colectivo. En un período en el que las fisuras internas de la sociedad se expanden hacia la guerra civil, la guillotina es la encarnación de la venganza sangrienta sin compromiso alguno. Representa la idea de que la violencia del Estado puede ser aceptable a condición de que la gente justa esté en el Poder.

Quienes dan por hecho su propia impotencia, o falta de poder, asumen que pueden promoverse terribles fantasías de venganza sin ninguna consecuencia. Pero si de verdad tenemos la intención de cambiar el mundo, nuestro deber es asegurarnos que nuestras propuestas no serán igual de terribles.

No sorprende que hoy la gente quiera venganzas sanguinarias. El negocio capitalista está haciendo el planeta inhabitable rápidamente. La policía de la Patrulla Fronteriza de EEUU está secuestrando, drogando y apresando a niñas y niños. Constantemente se producen actos de violencia racista y machista. Para muchas personas la vida cotidiana es cada vez más humillante y empobrecedora.

Aquellas personas que no desean venganza porque no son suficientemente compasivas o solidarias para indignarse con la injusticia; o porque simplemente no están enteradas, no merecen ningún crédito. Hay menos virtud en la indiferencia que en los peores excesos de venganza.

¿Me quiero vengar de la policía que asesina impunemente, de los millonarios que se enriquecen a costa de la explotación y la gentrificación, de intolerantes que acosan y ciber-acosan? Pues sí que quiero. Han asesinado a persona conocidas, y están intentando destrozar todo lo que me gusta. Cuando pienso en el daño que están causando, tengo ganas de romperles los huesos y matarles con mis propias manos.

Pero ese deseo es contrario a mis postulados políticos. Puedo desear algo sin necesidad de tener que realizar ingeniería inversa de una justificación política para ello. Puedo desear algo y elegir no cumplir ese deseo si aspiro a algo que está por encima—en este caso una revolución anarquista no basada en la venganza. No juzgo a otras personas por desear venganza, especialmente si han vivido, o viven, cosas peores de las que yo he vivido. Sin embargo, no confundo este deseo con una propuesta emancipadora.

Si el tipo de sed de sangre que describo asusta, o simplemente parece indecoroso, entonces no debería tomarse a la ligera que otra gente cometa homicidios industrializados en nuestro nombre.

Porque esto es lo que distingue a la fantasía de la guillotina: se trata de eficiencia y distancia.Quienes fetichizan la guillotina no quieren matar a otras personas con sus propias manos; no están preparados para desgarrar la carne de otros con sus propios dientes. Quieren que su venganza esté automatizada y se la proporcionen otrxs. Son como quienes comen McNuggets despreocupadamente, pero serían incapaces de destazar a una vaca o de talar la selva. Prefieren que el derramamiento de sangre se lleve a cabo de una manera reglamentada, con el papeleo burocrático formalmente rellenado, de la misma manera que hicieron jacobinos y bolcheviques, a imitación del funcionamiento impersonal del Estado capitalista.

Y una cosa más: no quieren asumir ninguna responsabilidad sobre ello. Prefieren expresar su fantasía irónicamente, pudiendo negarla cuando les resulte conveniente. No obstante, cualquiera que haya participado alguna vez en revueltas políticas es consciente de la delgada línea que hay entre fantasía y realidad. Echemos una mirada al papel “revolucionario” que ha jugado la guillotina en el pasado.

“¡La venganza es impropia de anarquistas! El mañana, nuestro mañana, no quiere rencillas, crímenes, mentiras; sino que afirma la vida, el amor y el conocimiento; trabajamos para precipitar ese día.”

Kurt Gustav Wilckens—anarquista, pacifista y asesino del coronel Héctor Varela, el oficial argentino que comandó la masacre de alrededor de 1500 trabajadores en la Patagonia.

La guillotina se asocia a la políticas radical, porque se empleó en la Revolución Francesa para decapitar a Luis XVI, unos meses después de su arresto, el 21 de enero de 1773. Sin embargo, una vez abierta la caja de Pandora de la fuerza exterminadora fue difícil volverla a cerrar.

Habiéndose empezado a usar la guillotina como un instrumento de cambio social, Maximilien de Robespierre, presidente del club de los jacobinos, continuó empleándola para consolidar el poder de su facción política en el gobierno republicano. Como es común entre gente demagógica, Robespierre, Georges Danton, y otros radicales se sirvieron de los y las san-culottes, la enfadada gente empobrecida, para expulsar a los girondinos, la facción más moderada, en junio de 1793. (Los girondinos también eran jacobinos; si quieres a un jacobino, lo mejor que puedes hacer por él es evitar que su facción llegue al poder, pues lo más probable es que sea el siguiente en ir paredón después de ti).

Tras guillotinar en masa a los girondinos, Robespierre consolidó su poder a expensas de Danton, y lxs sans-culottes.

“El gobierno revolucionario no tiene nada que ver con la anarquía. Al contrario, su meta es suprimirla para asegurar y consolidar el reino de la ley”

Maximilien de Robespierre, distinguiendo su gobierno autocrático de aquellos movimientos radicales de base que contribuyeron a la Revolución Francesa.[2]

A inicios de 1794, Robespierre y sus alianzas mandaron a la guillotina a un gran número de gente que era tan radical como ellos, incluyendo a Anaxagoras Chaumette y a los llamados Enragés, a Jacques Hébert y a quienes se denominaban Hébertistas, a la proto-feminista y abolicionista Olympe de Gouges, o a Camille Desmoulins (que tuvo la osadía de sugerir a Robespierre, amigo de su infancia, que “el amor era más fuerte y duradero que el terror”) y a su esposa, ejecutada por precaución, a pesar de que su hermana fue novia de Robespierre. Los jacobinos también promovieron el aguillotinamiento de Georges Danton y sus seguidores, junto a otras antiguas aliadas. Para celebrar este derramamiento de sangre, Robespierre organizó el Culto del Ser Supremo, una ceremonia pública obligatoria que inauguraba la religión de Estado.[3]

Tras esto, sólo pasó un mes y medio hasta que el mismo Robespierre fue asesinado, habiendo exterminado a muchas de las personas que lucharon a su lado en posición a la contrarrevolucion. Esto allanó el terreno a un período de reacción que culminó con Napoleón Bonaparte conquistando el Poder y autocoronándose Emperador. De acuerdo al calendario republicano francés (una innovación que no arraigó pero que estuvo brevemente en funcionamiento durante la Comuna), la ejecución de Robespierre tuvo lugar durante el mes de Termidor. Consecuentemente, desde entonces el nombre Termidor se asocia al comienzo de la contrarrevolución.

“Robespierre terminó con la Revolución en tres embestidas: la ejecución de Hébert, la ejecución de Danton, y el Culto del Ser Supremo… La victoria de Robespierre, lejos de salvarla, simplemente significó una caída más profunda e irreparable.”

Louis-Auguste Blanqui, él mismo opositor a duras penas de la violencia autoritaria.

Pero es un error centrarse únicamente en Robespierre. El mismo Robespierre no era un tirano sobrehumano. Una excelente teoría señala que era un ferviente servidor que desempeñó el papel por el que innumerables revolucionarias lucharon, un papel que habría asumido cualquier otra persona si él no lo hubiese hecho. El problema es sistémico —la lucha por el Poder dictatorial centralizado— no una equivocada actuación individual o personal.

La tragedia de 1793-1795 confirma que cualquiera que sea el instrumento empleado para llevar a cabo la revolución, éste se volverá contra uno mismo, posteriormente. Pero el problema no es sólo el instrumento, es la lógica que se halla tras de él. Más que demonizar a Robespierre —o a Lenin, Stalin o a Pol Pot— hemos de analizar la lógica de la guillotina.

En cierta manera, podemos entender por qué Robespierre y sus contemporáneos terminaron dependiendo de una herramienta política de asesinato en masa. Estaba la amenaza de una invasión militar extranjera, conspiraciones internas y levantamientos contrarrevolucionarios; tomaban decisiones en un ambiente altamente tenso. Pero si es posible entender cómo llegaron a adoptar la guillotina, es imposible argumentar a favor de que todos los asesinatos fueron necesarios para asegurarse su posición. Sus propias ejecuciones refutan este argumento de forma suficientemente elocuente.

Asimismo, es erróneo pensar que la guillotina fue principalmente empleada contra las clases dirigentes, incluso en el clímax del gobierno jacobino. Al ser burócratas consumados, los jacobinos mantenían registros detallados. Entre junio de 1793 y finales de julio de 1794, 16.594 personas fueron oficialmente sentenciadas a muerte en Francia, incluyendo a 2.639 en París. De todas las sentencias de muerte formalizadas bajo el Terror, sólo el 8 por ciento afectó a la aristocracia y el 6 por ciento a miembros del clero; el resto se dividen entre las clases medias y las pobres, procediendo de las clases bajas la gran mayoría de las víctimas.

Lo sucedido en la Revolución Francesa no fue una mera coincidencia. Medio siglo después, la revolución de 1848 siguió una trayectoria semejante. En febrero, una revolución protagonizada por gente pobre enfurecida entregó el poder del Estado a políticos republicanos; en junio, cuando la vida bajo el nuevo gobierno mejoró un poco con respecto a la vida previa bajo la monarquía, la gente de París se rebeló una vez más y los políticos ordenaron al ejército masacrarles en nombre de la revolución. Esto favoreció el escenario para que el sobrino de Napoleón ganara las elecciones presidenciales de diciembre de 1848, prometiendo “restaurar el orden”. Tres años después, tras haberse exiliado todos los políticos republicanos, Napoleón tercero abolió la República y se coronó Emperador —inspirando la famosa frase de Marx de que “la historia se repite, la primera vez como tragedia y la segunda como farsa”.

Asimismo, Adolphe Thiers masacró despiadadamente la Comuna de París después de que la revolución de 1870 lo colocara en el Poder, y esto favoreció que políticos todavía más reaccionarios lo suplantaran en 1873. En cada uno de estos tres casos vemos cómo las personas revolucionarias que aspiraron a hacerse con el Poder del Estado debieron abrazar la lógica de la guillotina para hacerlo, y después, tras haber acabado brutalmente con otras revolucionarias, en la lógica por consolidar su control, fueron a su vez inevitablemente derrotadas por fuerzas más reaccionarias.

En el siglo XX, Lenin describió a Robespierre como un bolchevique avant la lettre, afirmando que el Terror fue el antecedente inspirador del proyecto bolchevique. De hecho, no fue el único en traer a colación esta analogía.

Seremos nuestro propio Termidor”, afirmó el apologista bolchevique Victor Serge evocando a Lenin preparándose para masacrar a los rebeldes de Kronsdtadt. En otras palabras, habiendo aplastado anarquistas y a toda persona posicionada más a su izquierda, los bolcheviques sobrevivirían a la reacción convirtiéndose ellos mismos en la contrarrevolución. Ya habían introducido jerarquías fijas en el ejército rojo para reclutar ex-oficiales zaristas; junto a su victoria frente a los insurgentes de Kronsdtadt, reintrodujeron el libre mercado y el capitalismo bajo control del Estado. Eventualmente, Stalin asumió la posición que Napoleón había ocupado previamente.

Por tanto, la guillotina no es un instrumento de emancipación. Esto ya estaba bien claro en 1795, un siglo antes de que lxs bolcheviques iniciaran su propio Terror, y cerca de dos siglos antes de que los jemeres rojos exterminasran a casi un cuarto de la población de Camboya.

Entonces, ¿por qué la guillotina se ha vuelto a poner de moda como un símbolo de resistencia a la tiranía? La respuesta nos enseñará sobre la psicología de nuestro tiempo.

Es escandaloso que todavía hoy haya radicales que se asocien con los jacobinos, una tendencia que reaccionaria de finales de 1793. Pero no es fácil ofrecer una explicación de esto. Por aquel entonces, como ahora, había personas que se pensaban radicales sin realmente hacer una ruptura radical con las instituciones y sus prácticas familiares. Como dijo Marx, “la tradición de todas las generaciones muertas pesa como una pesadilla en los cerebros de los vivos”.

Usando la famosa definición de Weber, El Estado

“Es aquella comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el ‘territorio’ es elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de la violencia física legítima. Lo específico de nuestro tiempo es que a todas las demás asociaciones e individuos sólo se les concede el derecho a la violencia física en la medida en que el Estado lo permite. El Estado es la única fuente del ‘derecho’ a la violencia.”

Entonces una de las formas más persuasivas de demostrar su soberanía es ejercer fuerza letal con impunidad. Esto explica los relatos que dan cuenta de que las decapitaciones públicas fueran observadas como acontecimientos festivos e incluso religiosos, durante la Revolución Francesa. Antes de la Revolución, las decapitaciones eran afirmaciones de la autoridad sagrada del monarca; durante la Revolución, esto confirmaba la soberanía de los representantes de la República al presidir las ejecuciones —en nombre del Pueblo, por supuesto. Robespierre proclamó: “Luis debe morir para que la nación pueda vivir”, buscando de esta manera santificar el nacimiento del nacionalismo burgués por medio de bautizarlo literalmente con la sangre del orden social previo. Una vez que la República fue inaugurada sobre este fundamento, la República requirió continuamente de sacrificios para afirmar su autoridad.

Aquí vemos la esencia del Estado: se puede matar, pero no puede dar vida. En tanto concentración de legitimidad política y fuerza coercitiva, puede causar daño, pero no puede establecer el tipo de libertad positiva que experimentan las individualdades cuando se fundan en comunidades que se apoyan mutuamente. No es capaz de crear el tipo de solidaridad que origina armonía entre personas. Lo que hagamos contra los demás al usar al Estado, nos lo pueden hacer a nosotrxs usando al Estado —como le pasó a Robespierre— pero nadie puede usar el aparato coercitivo del Estado para una causa emancipatoria.

Para las radicales, fetichizar la guillotina es como fetichizar el Estado: significa celebrar un instrumento homicida que siempre será usado principalmente contra nosotras.

Aquellas que han sido privadas de una relación positiva con su propia capacidad frecuentemente buscan algo que la sustituya para poder identificarse: un líder cuya violencia pueda proporcionar la venganza deseada, como consecuencia de la propia impotencia o decadencia. En la era de Trump, sabemos lo que significa entre simpatizantes de la extrema derecha. Pero también hay gente en la izquierda que siente impotencia y enfado, gente con deseos de venganza, gente que quiere ver que el Estado que les ha aplastado se vuelva contra sus enemigos.

Recordarle a los “tankies” (estalinistas de “línea dura”) las atrocidades cometidas por socialistas estatistas, a partir de 1917, es como llamar racista y sexista a Trump. Divulgar que Trump es un agresor sexual en serie sólo lo ha hecho más popular entre su base misógina. Asimismo, la historia bañada en sangre del socialismo autoritario únicamente lo hace más atractivo para quienes se sienten motivados por el deseo de identificarse con algo poderoso.

Anarquistas en la Era de Trump

Ahora que la Unión Soviética lleva extinta casi treinta años —y ante la dificultad de obtener opiniones, de primera mano, sobre la clase trabajadora explotada en China— muchas personas en Estados Unidos consideran al socialismo autoritario como un concepto totalmente abstracto, tan distante de su experiencia vital como de las ejecuciones en masa con la guillotina. Al desear no sólo venganza sino también un deus ex machina, para ser rescatados tanto de la pesadilla del capitalismo como de la responsabilidad de crear por sí mismos una alternativa a éste, imaginan al Estado autoritario como a un héroe que podría luchar en su nombre. Recordemos lo que dijo George Orwell en su ensayo “Dentro de la Ballena” sobre los acomodados escritores estalinistas británicos de la década de 1930:

Para la gente de ese tipo, cosas como las purgas, la policía secreta, las ejecuciones sumarias, los encarcelamientos sin juicio, etc., suenan demasiado lejanas como para ser terroríficas. Pueden tragarse el totalitarismo porque no tienen experiencia sobre ninguna otra cosa que no sea el liberalismo”.

 

Confía en aquellas visiones en las que no haya baños de sangre

​ Jenny Holzer

 

En general, tendemos a ser más conscientes de las injusticias cometidas contra nosotras, que aquellas que cometemos en contra de los demás. Somos más peligrosas cuando más sufrimos la injusticia, porque nos sentimos con más derecho de juzgar, de ser crueles. Cuanto más justificadas nos sentimos, más cuidado hemos de tener en no replicar los patrones de la máquina de la justicia, las asunciones del Estado carcelario, la lógica de la guillotina. Nuevamente, eso no justifica la falta de acción; simplemente significa que debemos de proceder de modo más crítico, precisamente cuando más justificación sentimos, para no acabar asumiendo el papel de nuestros opresores.

Se hace más complicado reconocer las formas en como participamos de esos fenómenos, cuando nos vemos a nosotros mismos luchando contra seres humanos específicos, más que contra fenómenos sociales. Expresamos la problemática como algo fuera de nuestro alcance, representándola como un enemigo a ser sacrificado para purificarnos simbólicamente. Por eso, lo que hagamos a la gente más despreciable, lo acabaremos por sufrir nosotras mismas.

La guillotina como un símbolo de venganza nos tienta a imaginarnos en medio de un juicio, ungidas con la sangre de los malvados. La economía cristiana de la justicia y la condena es esencial para éste cuadro. Por el contrario, si la usamos para simbolizar algo, la guillotina debería prevenirnos del peligro de convertirnos en lo que más odiamos. Lo mejor sería ser capaces de luchar sin odio, a partir de una creencia optimista en el gran potencial de la humanidad.

Muchas veces, todo lo que se necesita para dejar de odiar a una persona es lograr que sea imposible que suponga te una amenaza. Es despreciable asesinar a quien tienes sometido a tu poder. Ese el momento crucial de cualquier revolución, cuando las revolucionarias tienen la oportunidad de ejercer la violencia gratuita para exterminar, más allá de solo vencer. Si no se pasa dicha prueba, la victoria será más deshonrosa que cualquier fracaso.

El peor castigo que puede aplicarse a quienes hoy gobiernan, y controlan, sería hacerles vivir en una sociedad en la que todo aquello que han hecho sea considerado vergonzoso —participar en asambleas donde nadie les escucha, continuar una vida sin privilegios especiales, con plena conciencia del daño que han causado. Si queremos fantasear sobre algo, hagámoslo sobre la creación de movimientos tan fuertes que apenas tengamos que matar a nadie para derribar al Estado y abolir el capitalismo. Esto es mucho más valioso para nuestra dignidad como partidarias de la liberación y emancipación de todas las personas.

Es posible comprometerse plenamente con la lucha revolucionaria sin devaluar el precio de la vida. Es posible romper con el moralismo santurrón del pacifismo y no por ello tener que desarrollar una sed de sangre sin escrúpulos. Necesitamos desarrollar la habilidad de ejercer la fuerza sin confundir el poder sobre los demás con nuestro verdadero objetivo, lo que implica crear colectivamente condiciones para la libertad de todxs.

“Que la humanidad pueda ser redimida de la venganza: ése es, para mí, el puente hacia la esperanza suprema y la calma después de la tempestad”.

Friedrich Nietzsche (no es particularmente un partidario de la emancipación pero sí uno de los principales teóricos de los peligros de la venganza).

Evidentemente, no tiene sentido apelar por una naturaleza más amable de nuestros opresores, hasta que no hayamos logrado que les sea imposible beneficiarse de oprimirnos. La cuestión es cómo lo logramos.

Lxs apologistas de los jacobinos reclamarán que bajo sus circunstancias era necesario el derramamiento de sangre para el progreso de la causa revolucionaria. Prácticamente todas las masacres revolucionarias de la historia han sido justificadas en base a su necesidad —así es cómo la gente siempre justifica las masacres. Aún si fuese necesario un mínimo de derramamiento de sangre, esto no debe de ser una excusa para considerar como valores revolucionarios el cultivar las masacres y arrogarse privilegios. Si deseamos ejercer la fuerza coercitiva de manera responsable, cuando no queda otra opción, hemos de cultivar al mismo tiempo la repulsión hacia ella.

¿Alguna vez las masacres han ayudado al avance de nuestra causa? Ciertamente, las (comparativamente) pocas ejecuciones realizadas por anarquistas —como el ajusticiamiento de clérigos pro-fascista durante la guerra civil española— han permitido al enemigo retratarnos de la peor manera, incluso siendo ellos responsables de un número diez mil veces mayor de asesinatos. A lo largo de la historia, los reaccionarios siempre han juzgado, hipócritamente, a revolucionarias con una doble vara de medir: perdonando por un lado al Estado por asesinar a millones de civiles, mientras por el otro condenan a insurgentes por poco más que romper una ventana. El punto no es relativo a si nos han hecho populares, si no cuestionar si tal gente tiene lugar en un proyecto emancipador. Si lo que buscamos es una transformación más que una conquista, debemos evaluar nuestras victorias bajo una lógica distinta a la de la policía y de los militares a los que nos enfrentamos.

Esto no es un argumento contra el uso de la fuerza. Se trata más bien de cuestionar cómo emplear la fuerza sin crear nuevas jerarquías, nuevas formas de opresión sistemática.

Taxonomía de la violencia revolucionaria

La imagen de la guillotina es utilizada como propaganda por la típica organización autoritaria que se sirve de esta particular herramienta. Cada herramienta implica formas de organización social necesarias para su empleo. En sus memorias, Bash the Rich, Ian Bone, veterano del periódico Class War, cita a John Barker, miembro de Angry Brigade, al afirmar que “los cocteles molotovs son mucho más democráticos que la dinamita”, sugiriendo que debe analizarse cada herramienta de resistencia en función a cómo estructura el Poder. Criticando el modelo de lucha armada, adoptado por grupos jerarquizados y autoritarios en la Italia de los 70, Alfredo Bonanno y otras insurreccionalistas enfatizan que la emancipación sólo será alcanzada a través de métodos de resistencia horizontales, descentralizados y participativos.

Es imposible hacer la revolución sólo con la guillotina. La venganza es la antecámara del Poder. Quien quiera venganza necesitará de un líder. Un líder que le conduzca a la victoria y que restablezca la justicia herida”

Alfredo Bonanno, El Goce Armado

Una multitud que se rebela puede defender una zona autónoma o ejercer presión sobre las autoridades sin necesidad de algún liderazgo jerárquico y centralizado. Cuando esto no puede ser posible —cuando la sociedad se ha dividido en dos bandos dispuestos a eliminarse el uno al otro a través de medios militares— no puede hablarse ya de revolución, sino únicamente de guerra. La premisa de la revolución es que la subversión se puede extender dentro de las líneas enemigas desestabilizando posiciones fijas, debilitando las alianzas y asunciones que apuntalan la autoridad. Nunca deberíamos tener prisa por iniciarla transición de la iniciativa revolucionaria a la guerra. Hacerlo reduce las posibilidades más que expandirlas.

Como herramienta, la guillotina da por hecho que es imposible transformar las relaciones con el enemigo y que sólo es posible abolirlas. Es más, la guillotina asume que la víctima se halla plenamente subyugada al Poder de quienes la emplean. La guillotina es un arma diseñada para los cobardes, si la contrastamos con los actos de valentía colectiva experimentados en levantamientos populares, pese a todas las adversidades.

Al rechazar la matanza al por mayor de nuestros enemigos, dejamos abierta la posibilidad de que algún día se unan a nuestro proyecto de transformar el mundo. La autodefensa es necesaria, pero siempre que podamos debemos asumir el riesgo de dejar con vida a nuestros enemigos. El no hacerlo garantiza que no seremos mejores que los peores que existan entre ellos. Desde una perspectiva militar, esto es una desventaja; pero es el único camino si de verdad aspiramos a la revolución.

Infundir esperanza a la mayoría oprimida y temor a la minoría opresora, este es nuestro cometido. Si hacemos lo primero e infundimos esperanza a la mayoría, la minoría habrá de temer esa esperanza; no queremos asustarles de otro modo: no es venganza lo que queremos para los pobres, sino felicidad; porque en efecto, ¿qué venganza podría tomarse por tantos miles de años de sufrimientos de la gente empobrecida?”

William Morris, “Cómo vivimos y cómo podríamos vivir”

Por tanto, repudiamos la lógica de la guillotina. No queremos exterminar a nuestros enemigos. No creemos que la manera de crear armonía sea eliminar a toda persona que no comparta nuestra ideología. Nuestra visión es un mundo en el que quepan muchos mundos. Como dijo el subcomandante Marcos: un mundo en el cual la única cosa que no sea posible sea dominar y oprimir.

El anarquismo es una propuesta para quien se interese en cómo mejorar nuestras vidas: trabajadores y desempleadas, gente de todas las etnias, géneros y nacionalidades —o carentes de ellas—, ya sean pobres o millonarias. La propuesta anarquista no trata de proteger los intereses de un grupo frente a los de otro: ni se trata de una forma de enriquecer a la gente pobre a expensas de los ricos, o de hacer poderosa un grupo étnico, nacionalidad o religión en detrimento de otras. Esta forma de pensar es de la que estamos intentando escapar. Todos los “intereses” que supuestamente caracterizan a las diferentes categorías de gente son producto del orden prevaleciente, y deben ser transformados junto a éste, y no preservados o consentidos.

Desde nuestra perspectiva, incluso las posiciones más altas de riqueza y de Poder disponibles en el orden existente no tienen ningún valor. Nada de lo que nos ofrece el Estado y el capitalismo tiene valor alguno. Proponemos una revolución anarquista en base a que se satisfagan los anhelos que el orden existente no puede satisfacer: el deseo de aportar a nosotras y a nuestros seres queridos, sin que sea a expensas de otras personas, el deseo de ser valoradas en base a nuestra creatividad y carácter, y no en base a cuánto lucro podemos generar, el anhelo de estructurar nuestras vidas alrededor de lo que es profundamente alegre y gozoso en lugar de en torno a imperativos de competitividad.

Proponemos que todas las personas que habitamos el planeta hoy, podríamos vivir —si no bien, al menos mejor— en armonía y progresar, si no fuéramos forzadas a competir por el Poder y los recursos en las maniobras de suma cero de la política y la economía.

Que sean antisemitas y otros intolerantes quienes describan al enemigo como un tipo de gente, personificando como el Otro al que todos temen. Nuestro adversario no es un tipo de ser humano, si no la forma de relaciones sociales que imponen el antagonismo entre pueblos como modelo fundamental para la política y la economía. Abolir la clase dirigente no significa guillotinar a toda persona que posea un yate o un penthouse; significa hacer imposible que cualquier persona pueda ejercer de forma sistemática un Poder coercitivo sobre otra. Cuando eso ocurra, ningún yate o penthouse quedará vacío por mucho tiempo.

En relación a nuestros adversarios inmediatos —aquellos seres humanos que están determinados a mantener el orden existente a cualquier precio— aspiramos a derrotarlos, no a exterminarlos. No obstante, por muy egoístas y rapaces que puedan parecer, al menos algunos de sus valores son similares a los nuestros, y la mayoría de sus errores —como los nuestros— derivan de sus miedos y debilidades. En muchos casos se oponen a las propuestas de izquierda precisamente por medio de lo que es intrínsecamente incoherente en ellos, como, por ejemplo, la idea de promover la comunión de toda la humanidad por medio de la coerción violenta.

Incluso cuando estamos en medio de un enfrentamiento físico con nuestras adversarias, debemos mantener una profunda fe en su potencial, ya que algún día esperamos relacionarnos con ellas de una forma diversa. Como aspirantes a la revolución, esta esperanza es nuestro recurso más valioso, el fundamento de todo lo que hacemos. Si el cambio revolucionario debe extenderse a toda la sociedad y a todo el mundo, aquellas contra las que luchamos hoy tendrán que luchar junto a nosotras mañana. No predicamos la conversión a golpe de pistola, ni pensamos que persuadiremos a nuestras adversarias en un mercado abstracto de ideas. Más bien, aspiramos a interrumpir las formas con las que el capitalismo y el Estado se reproducen actualmente, mientras manifestamos las virtudes de nuestra alternativa de forma inclusiva y contagiosa. No existen atajos cuando se trata de cambios duraderos.

Precisamente porque a veces es necesario emplear la fuerza en nuestras luchas con los defensores del orden existente, es especialmente importante que nunca perdamos la perspectiva de nuestras aspiraciones, nuestra compasión y nuestro optimismo. Cuando nos vemos compelidas a usar la fuerza coercitiva, la única justificación posible es que sea un paso necesario de cara a crear un mundo mejor para todas —incluyendo a nuestras enemigas, o al menos a sus hijxs. De otra manera, corremos el riesgo de convertirnos en los próximos jacobinos, en los próximos corruptores de la revolución.

“La única venganza real que podríamos tener sería la realizada a través de nuestros propios esfuerzos para dirigirnos hacia la felicidad”

William Morris, en respuesta a los llamamientos de venganza por las agresiones policiales a las manifestantes en Trafalgar Square.

La guillotina no acabó su recorrido al concluir la Revolución Francesa, ni cuando fue quemada en la Comuna de París. De hecho, hasta 1977, en Francia ha sido empleada como un medio del Estado para ejecutar la pena capital. Una de las últimas mujeres guillotinadas en Francia fue ejecutada por realizar abortos. Los nazis guillotinaron alrededor de 16.500 personas entre 1933 y 1945 —una cifra similar a las personas asesinadas durante el culminación del Terror en Francia.

Algunas de las víctimas de la guillotina:

Ravachol (François Claudius Koenigstein), anarquista.

Auguste Vaillant, anarquista.

Emile Henry, anarquista.

Sante Geronimo Caserio, anarquista.

Raymond Caillemin, Étienne Monier y André Soudy, todos anarquistas participantes en la Banda Bonnot.

Mécislas Charrier, anarquista.

Felice Orsini, quién intentó matar a Napoleón III.

Hans y Sophie Scholl y Christoph Probst —miembros de la Rosa Blanca, una organización juvenil antifascista clandestina activa en Munich en 1942-1943.

“Soy anarquista. Nos han colgado en Chicago, electrocutado en Nueva York, guillotinado en París y estrangulado en Italia, yo iré con mis compañeros. Rechazo su gobierno y su autoridad. Abajo con ellos. Hacer lo peor. Larga vida a la anarquía”

 

Crimethinc

[1]Como viene relatado en el periódico de la Comuna de París:

El jueves, a las nueve de la mañana, el 137º batallón perteneciente al undécimo distrito, se presentó en la calle Folie-Mericourt; incautaron y tomaron la guillotina, hicieron trizas la horrorosa máquina, y la quemaron ante el aplauso de una inmensa multitud. La quemaron al pie de la estatua del defensor de Sirven y Calas, el apóstol de la humanidad, el precursor de la Revolución Francesa, al pie de la estatua de Voltaire.”

Esto fue anunciado más tarde mediante la siguiente proclama:

Ciudadanos;

Nos han informado de la construcción de un nuevo tipo de guillotina encargada por el odioso gobierno [el gobierno republicano de Adolphe Thiers], una que es más rápida y más fácil de transportar. El Sub-Comité del distrito undécimo ha ordenado el decomiso de estos instrumentos serviles de la dominación monárquica y ha votado que la destruyan para siempre. Por lo tanto, serán quemados a las diez en punto del 6 de abril de 1871, en la Plaza de la Mairies, para la purificación del distrito y la consagración de nuestra nueva libertad”.

[2]Como hemos argumentado en otros lugares, fetichizar “el gobierno de la ley” sirve con frecuencia para legitimar atrocidades que de otra manera serían percibidas como abominables e injustas. La historia muestra una y otra vez cómo el gobierno centralizado puede perpetrar la violencia en una escala mucho más grande que cualquier cosa que se levante en el “caos desorganizado”.

[3]De forma nauseabunda, al menos un contribuyente a la publicación Jacobin ha incluso intentado rehabilitar a este precursor de los excesos del estalinismo, con la pretensión de que una religión oficiada desde el Estado podría ser preferible al ateísmo autoritario. La alternativa tanto a las religiones autoritarias como a las ideologías autoritarias que promueven la islamofobia y cosas similares, no es la imposición de una religión por un Estado autoritario, si no la construcción de solidaridad de base en torno a las líneas políticas y religiosas de defensa de la libertad de pensamiento.