El auto gris está detenido a la orilla de la depresión, junto al bosque (¿Qué ménsula se habrá tensado? ¿Cuál de sus conductos se habrá obstruido, negando el flujo a su núcleo?). Debajo del auto un joven se arrastra, se revuelve y reniega.

Por el camino, unos pasos silenciosos recorren la alfombra de hojas amarillentas (¡estamos en otoño, el triste otoño de todas las cosas!). Se acerca.

Es un vagabundo rubio, con el pelo largo despeinado y la barba partida a la altura del mentón.

No es atractivo, ni fuerte.

El viento podría doblar su delgada figura, barrer en la distancia su extraña fisonomía, que parece haber escapado de algún viejo cuadro carcomido por los gusanos; una de esas antiguas pinturas sobre fondo betún, de las que sobresalen figuras de cera.

Aunque sus labios son de esos que gustan besar y morder las pecadoras. Sus ojos, azules y brillantes, parecen mirar hacia dentro, hacia el alma, (más allá de la burda realidad de las formas) ofreciendo una mirada de cariño a quienes poseen conciencia para sentir el sufrimiento.

Se acerca, se agacha y pregunta en voz muy baja (al hombre que cansado, suda y blasfema).

– ¿Para qué te esfuerzas, hermano?

El hombre, sorprendido y preocupado, sale de debajo del auto, detrás de una rueda, con la cara manchada de grasa (un rostro enérgico de rasgos remarcados): en la sombra empuña el cañón de un revólver.

Dura su mirada, escudriña e indaga; después estalla en una carcajada alegre e irónica.

– ¿Para qué me esfuerzo? Para no vivir esa existencia que arrastras por los caminos del mundo, vagabundo.

Regresa a su sitio debajo el vehículo, mientras el otro, con la tranquila paciencia de alguien acostumbrado a esperas prolongadas, se sienta sobre el tronco de un árbol derribado. Mira hacia otros rumbos, a la lejanía.

Chirridos de tornillos que se ajustan, pequeños y precisos golpes metálicos, una cadena que se desenrolla y al fin sale el tipo de debajo de la máquina, da un salto y se sacude.

– ¿Cómo es qué sigues aquí? ¿Quieres que te lleve hasta el siguiente pueblo donde las monjas reparten platos con comida caliente a medio día?

– Te equivocas, hermano, no me gustan los traslados apresurados. Se llega al mismo lugar caminando tranquilamente.

– Es verdad, lo mismo se llega, si no mueres de hambre por el camino; llegas igual, pero desbaratado, enlodado y agotado; y cuando alcanzas tu destino, te das cuenta de que otros llegaron antes que tú y han tomado todo lo que podías llevarte. Por ejemplo; hoy ha bastado una descompostura para perderme un gran golpe.

– Un golpe inútil.

– Ahora tendré que esperar un mes para que vuelva a presentarse la ocasión, si es que se vuelve a presentar.

– Si volviera a presentarse, ¿qué expectativas tienes?

– Un buen fajo de esos papeles con denominaciones numéricas que te hacen obtener todo lo que quieras, en este mundo donde todo se vende.

– Eres pragmático y amargado.

– Soy lo que ellos querían que fuera.

– Supongamos que el portador del fajo, un anciano tal vez, se obstina en retenerlo; si grita, si forcejea.

– Lástima por él. La guerra es la guerra, y siempre cae antes el soldado que el comandante. Al final, él también es culpable.

– Él obedece, tiene un deber que cumplir; es fiel a él.

– Pero es la lealtad de los siervos lo que hace fuertes a los amos. Me dan tanto asco como los demás. Al diablo con los sirvientes.

– ¿Entonces quieres dominar?

– Quiero vivir y gozar.

– Trabaja.

– He trabajado durante muchos años. Trabajé de niño cuando los demás aún jugaban. ¿Y qué gané?

– Vivías con tranquilidad, ahora estás preocupado, olfateas a tu alrededor, estás al acecho.

– ¿Vivir tranquilamente? Pero tenía hambre de todo: de saber, de pan, de alegría, de amor. Los inútiles de arcas llenas vivían tranquilos, ellos estaban satisfechos mientras yo me partía el lomo trabajando el acero. Esos, a los que ahora les fastidio su fiesta, gozaban, se daban la gran vida. Todo les era posible, mientras todo me estaba negado a mí. Así se los hice ver a los miserables como yo, que estaban obligados a doblegarse bajo el mismo yugo degradante. Les dije, compañeros: injusto es el mundo, injustos son los hombres, injusto es Dios.

– Blasfemia.

– Les cuestioné. ¿Por qué la fatiga y la privación para nosotros? ¿Por qué la ociosidad y la abundancia para ellos? Para mis compañeros de trabajo, esa fábrica era una condena perpetua, donde entraban como hombres y salían como una bestias. Solo se encogieron de hombros.

– ¿Qué se le va a hacer? Desde que el mundo es mundo, siempre ha sido así.

– ¿Siempre así?

– Siempre. El yugo se ha hecho más duro y pesado cada que intentan quitárselo de encima. Resígnate, es el destino. Está escrito: “El que trabaja gasta su vida pobre y miserablemente; el que hace trabajar a los demás disfruta”. Lo mejor sigue siendo adaptarse, después de todo, el capital es un usurero que nunca está satisfecho, sin embargo, gracias a él se puede sobrevivir.

– El trabajo no pagado es la fortuna de otros. Nos están robando.

– Cierto, tienes razón, pero el mundo es de los ladrones.

– ¿De los ladrones? Entonces seré un ladrón; estoy cansado de que me roben.

– ¡Iluso! Ellos tienen la ley de su lado. Son ellos mismos la ley. Su robo es legal, se llama circulación de ganancias.

– Pero, ¿cómo comenzó?

– ¿Qué más da? ¿Quién sabe? A veces un antepasado empezó a robar para ellos. Tú solo vivirás de pequeños hurtos.

– Nada de eso. Extenderé mis garras hacia sus abundantes tesoros.

– Están bien defendidos.

– Me abriré el camino con las armas en la mano.

– Te podrás librar una o dos veces. Luego te darán caza, toda una manada contra ti, sus sabuesos te pisarán los talones.

– Un jabalí perseguido se vuelve y acomete.

– ¡Pero muere!

– Sin duda, pero tras haber vivido su existencia en libertad. Después de todo, el cordero también morirá degollado. El adaptarse no lo salva.

– Si no llegas a morir, cuando hayas reunido suficiente dinero, te convertirás en el buen ciudadano que vive de sus rentas. Con el dinero robado, te guste o no, también explotarás el esfuerzo de los demás.

– ¡No! ¡Eso nunca!

– Entonces, ¿para qué robas?

– Para disfrutar de mi vida, y vivirla plenamente. Para vengarme y castigar, pero también para ayudar. Este es mi sueño. El sueño de mis noches insomnes. Son pensamientos que se han establecido en mi mente. Escucha: Soy un bandido ilegal, a los bandidos legales les daré, con alegría desenfrenada, una hermosa y terrible batalla. Por eso estoy en este camino.

El vagabundo sacudió la cabeza y sonrió. Antiguo comensal de ladrones y prostitutas, se sentía extremadamente indulgente con los proscritos, lo que siempre había escandalizado a los fariseos.

– ¿Y cómo va tu batalla?

– ¡Como todas las batallas! Días inquietos, días de combate sin tregua. Noches de desenfreno, en compañía de diez o veinte desposeídos: luego, por la mañana, vuelta a la contienda. Días de caza en los que soy el perseguidor o el perseguido. Días de júbilo para celebrar la victoria conseguida con tanto esfuerzo. Luego, de nuevo, el combate cuerpo a cuerpo, los disparos, las salpicaduras sangrientas. Escapando por el bosque, por los tejados, fajos de billetes. Pero también tengo mis horas de disfrute, mujeres hermosas, la buena comida y un lecho que no magulle el cuerpo. Desprecio la ley, hago dormir mal a los amos y canso a los mejores sabuesos.

– ¿Y eso es todo?

– A mi me basta, me embriaga.

– ¿Y los ladrones legales?

– Chillan y se arman.

– ¿Y tus antiguos compañeros de condena?

– ¡Los imbéciles! me creen loco.

– En realidad, eso eres.

– Si alguien más me lo dijera. Pero si tú no eres más que una piltrafa humana, un derrotado que ha abandonado la lucha. No sonrías. Tus harapos protestan contra tus sonrisas. Loco, mi estimado, es el que se deja morir de hambre mientras prepara el festín para los demás. Yo tomo de donde hay en exceso.

– Acabarás mal y demasiado rápido.

– Tal vez, pero habré vivido.

– Por un tiempo.

– Mejor que nada.

– La injusticia seguirá gobernando el mundo, como antes.

– Si el mundo así lo quiere, que así sea. No es culpa mía.

– Deberías seriamente trabajar para eliminarla.

– ¿No es, acaso, lo que hago? ¿No estoy llevando el terror allí donde la injusticia acumula sus dividendos de goce en beneficio de unos pocos privilegiados?

– No haces nada que deje un surco profundo, tu camino conduce al abismo.

– Porque todos los que sufren no tienen la audacia de seguir mi ejemplo.

– ¿Y si se atrevieran? Piensa en las feroces batallas, en los que morirían.

– ¿Los que morirán? Suma los muertos en las inútiles guerras, suma a los que mueren en la miseria cada día, a los que, agotados por la tuberculosis y las privaciones, se llevarán los vientos de otoño. Agrega a quienes se suicidan por el hambre, y ni mencionar a los que tritura la maquinaria o son engullidos por las minas.

– Entonces, cuando todo esté quemado y destruido, ¿No habrá mayor miseria y más extensa?

– Entonces podremos ver; por ejemplo, rehacer el trabajo, en beneficio de todos.

– Entonces la rueda volverá a girar de nuevo: el ser humano volverá a la vida salvaje, y serán los más fuertes y astutos los que reorganizarán la vida en su beneficio. Tu destrucción es ciega; es una locura. No purifica, embrutece. El camino está en otra parte.

– ¿Será el camino que tu recorres, descalzo?

– Lo es.

– Al final de tu camino hay una sopa, la mendicidad, hecha con sobrantes.

– Al final está la paz para todos. Mírame a la cara.

– Lo he estado haciendo desde que llegaste.

– Mírame, ¿no recuerdas haberme conocido antes?

– No lo creo, espera. De pequeño, en una iglesia del campo (una de esas iglesias húmedas y frías, donde los candelabros son de madera y los adornos de papel, donde Dios se hace humilde para predicar su ejemplo a los miserables) vi una estatua de yeso mal pintada, llena de polvo, que se parecía a ti.

– ¡Era yo!

– ¿Tú? Quieres hacerme estallar de risa. Hay quien niega que el hambre crónica provoque alucinaciones en el cerebro ¿Tú, Jesús? ¿El que, según mi abuela (cuando no podía darme un pastel, me contaba un cuento) se hizo clavar en la cruz para salvar a todos los hombres?

– ¡El mismo!

– ¿También habrás muerto por mí?

– También. Sobre todo por ti.

– A ver. No salvaste a nadie, ni siquiera a ti mismo ¿No lamentas hoy la inutilidad de tu sacrificio?

– No me arrepiento de nada, y subiría al Calvario una vez más.

– ¿Y después?

Cristo inclinó la cabeza.

– ¿Para qué entonces?

En las largas vigilias de su conciencia (en el desierto que el pensamiento hace alrededor, aunque se esté entre la multitud) eso le había angustiado y torturado tantas veces. Pero se recompuso. Sacudió la cabeza como si quisiera liberarse de un íncubo, y con su hermosa voz dijo:

– Satanás, ¿por qué me tientas? Créelo. El sacrificio tendrá su revancha y recogerá la cosecha que la sangre ha fecundado, incluso en el terreno más pedregoso.

– ¿Cuándo?

– No te preocupes, el día llegará.

– ¿Vendrá? Pero mi vida es ahora.

– La vida es eterna y nosotros reviviremos en aquellos que vendrán después.

– Esos son cuentos. Nacemos y morimos. ¿Por qué, entonces, entre la cuna y la tumba, para algunos solo hay alegría y para el resto tristeza?

Cristo quedó un instante pensativo. En otra época, hablaría de la gloria que espera a los hombres al lado del Padre; del reino de los cielos, cerrado a los pecadores pero abierto a los humildes y a los pobres de espíritu. Mas divinidad encarnada, arraigado en el Olimpo de los sueños, hombre constreñido a vivir la vida del hombre, se agitó durante mucho tiempo por rebeliones intempestivas y agrias contra el Padre que lo sabía todo, que lo quería todo, y que, pudiéndolo todo, permitía sin embargo que los seres y las cosas se torturaran mutuamente, solo para distraer su enojo eterno. ¿No se había señalado el destino del hombre desde el primer momento? ¿Por qué el mensaje de salvación, si el Bien y el Mal debían enfrentarse inútilmente, como estaba previsto, en el espacio y en el tiempo? Pero él, el Cristo, nunca renunció a su sueño personal de paz y amor.

Levantó la cabeza; sus ojos brillaban y una extraña fascinación irradiaba ahora de toda su persona. De pie, con los brazos abiertos y la frente alta, habló:

– Hermano, entra en ti mismo, desciende a lo más profundo de tu alma. En un rincón, el más profundo, hay un tesoro que vale por todos los tesoros. ¿Por qué te esfuerzas en ser lo que no eres? El odio te agita y te desespera; pero el amor está en ti. Está en todos los hombres, en verdad. Reniegan de él, los apetitos; las pasiones lo sofocan; pero su pequeña llama arde descuidada. Anímala con el soplo de tu voluntad y se convertirá en una llama purificadora. No te digo que te adaptes al mal y lo sufras. Pero tú quieres oponer violencia a la violencia. Es un desahogo, no una liberación. No se puede construir el edificio de la paz con arcilla ensangrentada. El mal te aplastará si lo refrendas. Hay que acabar con el mal negándose a hacerlo o a servirlo. Esto, créeme, requiere un heroísmo mayor que cualquier otro acto, pues no ofrece otra gloria en compensación que la íntima satisfacción de no haber sido arrastrado a los remolinos de la violencia y el crimen.

– ¡Lindas palabras!

– Hay que hablar como hermanos a los hombres cuyas mentes estén contaminadas por el error. Basta con apelar a su humanidad. La tranquilidad de todos presupone un estado de paz; no habrá paz mientras no haya justicia. Amigo mío, sé justo contigo mismo y con tu prójimo. No juzgues. Persuade. Deja en paz al opresor si no quieres ser oprimido.

– ¡Hermosas palabras!

– Esto debe ir seguido de obras, es decir, de buenas obras, obras coherentes animadas con el pensamiento.

– ¿Cuánto tiempo llevas predicando este evangelio?

– Casi dos mil años, y otros lo han predicado antes de que yo apareciera.

– ¿A cuántos has convencido?

– A muy pocos ¡Demasiado pocos, por desgracia!

– Así que ya ves, tu prédica es estéril.

– No es por el terreno, es por la falta de trabajadores de buena voluntad. ¿Quieres ser uno de ellos?

– No, no quiero ser uno de ellos. Me pides que renuncie a lo poco que aún puedo conquistar a cambio de una ridícula compensación. Compensación que no me quita ni una arruga, ni me ahorra un golpe. Moriste por nada y continúas tu apostolado en vano. Si yo no resuelvo nada, al menos me vengaré. Tú solo se creas gente resignada. Personas que esperan un milagro.

– Ese es su error. Los milagros no surgen espontáneamente. Hay que construirlos día tras día. ¿Quienes los construirán? Aquellos que están atormentados por la miseria y que, impotentes ante todas las vejaciones, tendrán que someterse o rebelarse, aunque rebelarse sea suicida. Que unan sus miserias; ¡Que se imponga una resistencia pasiva! Pero también es necesario abordar a los demás. Dondequiera que haya hombres de buena voluntad.

– Que lo demuestren, no añadiendo palabras a las palabras. Pero las horas pasan. Tienes tiempo para ti. No sé lo que me espera esta noche o mañana. Te dejo. Aquí hay algo de dinero.

– No lo quiero.

– Dáselo a la primera persona hambrienta que encuentres.

– El dinero corrompe. La redención debe realizarse mediante la palabra que ilumina.

– Me voy. Sin embargo, me gustaría ayudarte. ¿Por qué no vienes conmigo? Si no me detienen, tengo suficientes recursos para platicar un mes contigo. Comeremos algo y luego podemos ir juntos a pelear contra lo injusto.

– ¿Por qué no abandonas el auto? ¿Por qué no arrojas los billetes al viento? Cuando no sientas su peso, tu conciencia será diferente. Entonces, puros de espíritu, iremos a los lugares donde la gente sufre, para llevar palabras de esperanza.

– Nos mandarán al diablo.

– Entraremos a las casas de los ricos para reprocharles sus culpas

– Los guardias llamarían a la policía.

– ¡Veo que eres obstinado!

– Estoy decidido.

– Adiós, hermano; yo sigo mi camino; otros me escucharán.

– Yo también seguiré el mío. Antes de que me atrapen, entenderás lo que digo.

Los dos hombres estrecharon sus manos. Bonnot, a pesar de todo se sentía triste. Los ojos de Cristo se humedecieron. El auto encendió, y luego, bajo el impulso de su potente motor, avanzó.

Por el camino polvoriento que conducía a ciudades lejanas, Cristo reanudó su ardua marcha, seguramente hacia un nuevo Calvario.

Por la misma ruta, pero en dirección opuesta, hacia la inmensa ciudad, –donde cada noche Epulón celebra sus fiestas, mientras que, por las ruinas oscuras, vaga Lázaro, como un perro rabioso, azotado por la intemperie, vencido por el hambre– corría el automóvil gris, hacia la lucha sin cuartel del bandido ilegal contra los bandidos legales.

Después, ambos desaparecieron.

Uno predicando amor y resistencia pasiva al mal, en el tiempo en que este iba en aumento debido al delirio bélico. El otro, como lo había previsto, cercado en su refugio gastando su último cartucho, pisoteado y masacrado por el fanatismo nacionalista. Y en el mundo, la injusticia como antes, peor aún

¡Ah, si en vez de seguir caminos separados, estos dos hombres se hubieran unido y ayudado mutuamente! Si por otro camino, igual de fatigoso, el cansado caminante hubiera transformado la violencia desesperada del otro, ofreciéndole un objetivo más amplio que el fugaz e incierto”goce de vivir” del insurrecto individualista.

Si el otro hubiera apoyado la prédica de la fe, que mueve montañas solo si se ayuda de la fuerza, con el brazo potente que derriba obstáculos. Quizá hoy… ¿quién sabe?

Pero ambos volverán al mundo. Que en su próximo encuentro se entiendan y se asocien. Y que marchen juntos, sumando todos sus heroísmos por un nuevo camino. Con todas sus violencias y con todas sus bendiciones.

Destruyendo y sembrando al mismo tiempo.

Gigi Damiani

1927