Comunicado 8. The Angry Brigade

“Si no estás ocupado naciendo, estas ocupado comprando.”

Todas las empleadas de boutiques ordinarias son obligadas a usar vestidos y a maquillarse como si estuvieran en los años 40s. En la moda como en todo, el capitalismo sólo puede retroceder – no tiene a donde ir – está muerto.

El futuro es nuestro.

La vida es tan aburrida que no hay nada por hacer además de gastar nuestro sueldo en la última falda o camisa.

Hermanos y hermanas, ¿cuáles son sus auténticos deseos?

¿Sentarse en un establecimiento, la mirada distante, vacía, aburrida, bebiendo un café insípido? O quizá VOLARLO POR LOS AIRES o PRENDERLE FUEGO. Lo único que puede hacerse con las modernas casas de esclavitud – llamadas boutiques- es DESTROZARLAS. No pueden reformarse las ganancias del capitalismo ni su inhumanidad. Solo queda patear hasta que se rompa.

Revolución.

The Angry Brigade

1° de Mayo de 1971

Los Indeseables. Gli Indesiderabili

Son cada vez más los indeseables en el mundo. Demasiadas mujeres y hombres para los que esta sociedad no ha previsto ningún rol, mas que el de reventar para hacer funcionar todos los demás. Muertos para el mundo o para si mismos: la sociedad no les desea más que así.

Sin trabajo, sirven para empujar a quien lo tiene a cualquier humillación para mantenérselo seguro. Aislados, son útiles para hacer creer a quienes se pretenden ciudadanos, que pueden tener una verdadera vida en común (entre el papeleo y las vallas publicitarias). Inmigrantes, sirven para alimentar la ilusión de tener raíces a quien, proletario sin siquiera más que la prole, está desesperado por sus propios hijos, solo con su nada en la oficina, el metro o delante de la televisión. Clandestinos, sirven para recordar que la sumisión del trabajo asalariado no es lo peor – existen también los trabajos forzados y el miedo ante cada rutinario control policial. Expulsados, sirven para chantajear a todos los refugiados económicos del genocidio capitalista, con el miedo del viaje hacia una miseria sin retorno. Presos, sirven para amenazar con la extrema razón del castigo, a quien no encuentra razones para continuar resignándose. Extraditados, en tanto que enemigos del Estado, sirven para hacer entender que en la Internacional del dominio y de la explotación no hay espacio para el mal ejemplo de la revuelta.

Pobres, aislados, extranjeros en cualquier lado, presos, ilegales, bandidos: las condiciones de estos indeseables son cada vez más comunes. Común puede entonces hacerse la lucha, sobre la base del rechazo de una vida cada día más precarizada y artificial. Ciudadanos o extranjeros, inocentes o culpables, clandestinos o regularizados: las distinciones de los códigos estatales no nos pertenecen, ¿porque debería la solidaridad aceptar estas fronteras sociales, cuando l@s pobres son empujados continuamente de una a otra?
Nosotros no somos solidarios con la miseria, si no con el vigor con que mujeres y hombres no la soportan más.

El sueño del pergamino

BAJO EL CAUCE POR EL QUE FLUYE LA HISTORIA, un sueño parece haber resistido al desgaste del tiempo y al implacable proseguir de las generaciones. Mirad el envejecido pergamino de este código renacentista, mirad sobre la página estas xilografías que nos devuelven a la juventud de un milenio apenas espirado. Veréis a los asnos cabalgar y sofocarse alegremente en la comida a los hambrientos de siempre, veréis las coronas pisoteadas, veréis el fin del mundo o mejor todavía, el mundo al revés. Aquí está pues, ese sueño, aquí está al desnudo lo que se cuenta en una incisión de hace quinientos años: matar el mundo para poderlo aferrar, robárselo a Dios para hacerlo nuestro y plasmado finalmente con nuestras propias manos. Las épocas, más tarde, han ido prestándoles un hábito siempre a la moda. Se ha vestido de campesino durante las insurrecciones medievales y de blouson noir en el Mayo francés, de minero asturiano en la revolución del 34 y de tejedores ingleses en los tiempos en que los primeros telares industriales eran destruidos con rabiosos golpes de maza. Las ganas de derrumbar el mundo han aflorado cada vez que los explotados han sabido percibir los hilos que les ligan entre sí, hilos que en cada época han sido rotos y reanudados por diferentes formas de explotación. Son estas formas, de hecho, las que de cualquier manera “organizan” a los explotados: concentrándoles bien en las fábricas o en los barrios, en los guetos metropolitanos o frente a las oficinas del Inem, imponiéndoles condiciones de vida símiles y similares problemas que afrontar cada día. Parémonos un momento a desenterrar el fondo de nuestras memorias y pasemos lista a las historias de nuestros padres. La fábrica en la niebla o el sudor en los campos quemados por el sol, el tormento de una ocupación colonial que te roba los frutos de la tierra o el ritmo cada vez más frenético de una prensa que, en cualquier Estado “comunista”, promete para un mañana que no llega nunca liberarnos de la explotación. En cada una de estas imágenes de nuestro pasado podemos asociar las diferentes maneras de estar junto a los explotados y por tanto, las bases concretas de esas luchas que han querido derrumbar el mundo y suprimir la explotación.
Hoy que, incluso hijos de memorias y revueltas tan diferentes, nos encontramos hombro con hombro, ¿cuál es el hilo que nos une?; y mientras tanto, ¿qué nos ha traído hasta aquí desde el Magreb o desde el Este, desde Asia o desde el corazón de África? ¿Por qué incluso quien ha pisado siempre esta misma tierra no la reconoce ahora y la encuentra tan diferente de aquella de la memoria?.

Un planeta irreconocible.

Si leemos con atención la historia de estos últimos treinta años podemos individuar una línea de desarrollo, una serie de modificaciones que han perturbado el planeta. Esta nueva situación viene llamada comúnmente “globalización de la economía”. No se trata de datos definitivamente adquiridos, sino de cambios que todavía están en curso – con ritmos y peculiaridades diversas para cada pueblo particular – y que nos dejan el espacio para aventurar cualquier previsión. Pero evitemos inmediatamente un lugar común sobre la “globalización”. La tendencia del capital a buscar su escala planetaria mercantil por conquistar y mano de obra a bajo coste, siempre ha estado presente, ciertamente esto no es una novedad. Han cambiado los instrumentos para hacerlo: gracias al desarrollo de la tecnología, el capital puede realizar esta tendencia con ritmos y consecuencias inimaginables hasta hace algunos años. No existe, por tanto, un punto de fractura entre el viejo capitalismo y el actual, ni ha existido jamás un capitalismo “bueno” que se desarrolla predominantemente sobre bases nacionales y al cuál se necesitaría retornar – como dan a entender, por el contrario, tantos adversarios del neoliberalismo -. Desde 1973, fecha que marca convencionalmente el inicio del “ciclo de la informática” hasta hoy, el capital en nada ha cambiado su naturaleza, no se ha vuelto más “malo”. Simplemente tiene más armas y tanto más potentes como para dejar irreconocible el planeta. Por comodidad de análisis, podemos probar a leer este proceso a través de los cambios que han sufrido tres diferentes áreas geográficas: los países excoloniales, aquellos apenas salidos de regímenes supuestamente comunistas y los occidentales.

Los hijos del capital.

Como es sabido, la independencia de las antiguas colonias no ha resuelto en absoluto las relaciones con los propios colonizadores; en la mayor parte de los casos, por el contrario, simplemente las ha modernizado, aunque después de atormentados sobresaltos. Si la antigua explotación colonial miraba sobretodo al acaparamiento de materias primas a bajo coste que venían después manufacturadas en occidente, a partir de entonces, fases enteras de la producción industrial han sido implantadas en los países más pobres, aprovechando el bajísimo coste de mano de obra; tan bajos como para cubrir los gastos de transporte de las materias primas, maquinarias, productos elaborados y los costes de financiamiento a los regímenes locales, garantes del orden público y de la regularidad de la producción. Durante largos años los capitales occidentales han invadido estos países, modificando profundamente el tejido social. Las antiguas estructuras agrícolas han sido destruidas para dejar espacio a la industrialización, los vínculos comunitarios reducidos, las mujeres proletarizadas. Una inmensa cantidad de mano de obra arrancada de la tierra se ha reencontrado – justo como en la Europa del siglo pasado – vagando en los suburbios a la búsqueda de un trabajo. Esta situación encontraba una cierta aunque tremenda estabilidad, hasta que las industrias manufactureras implantadas por los occidentales han podido absorber una parte consistente de esta mano de obra. Pero en un momento dado, una a una estas industrias han comenzado a cerrar. Allí arriba en el norte algo había cambiado: la fuerza de trabajo occidental era de nuevo concurrencial con aquella del sur del mundo. Muchas industrias han cerrado pero han quedado estos nuevos proletarios, tantos e inútiles.

Al Este, la situación no es mejor, los regímenes supuestamente comunistas han dejado tras de sí el desierto, el aparato productivo – enorme y obsoleto – ha quedado en herencia a los viejos burócratas locales y al capital occidental. Así, los hijos y los nietos de aquellos explotados que, aparte de la esclavitud semanal del trabajo asalariado, han tenido que sufrir también la retórica dominical de las «cocineras al poder» y del internacionalismo proletario, se han encontrado parados de nuevo: cada reestructuración industrial, lo sabíamos, requiere despidos. Como ya había sucedido con las ex-colonias, cada país occidental se ha repartido las zonas de influencia económica y política en los países del difunto Pacto de Varsovia y ha transferido allí, aquella parte de la propia producción a más alto consumo de mano de obra. Pero la gran cantidad de explotados convertidos en inútiles para los explotadores, es una gota en el mar que permanece enorme. Tanto en el Este como en el Sur, el chantaje de la deuda externa ejercido por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, ha acelerado de manera decisiva estos procesos.
Así es que desde el Sur hasta el Este, comienza la larga marcha de estos hijos no deseados del capital, de estos indeseables. Pero a quien se quede en casa no le espera una suerte mejor. Para aquellos que eligen la vía de la emigración les esperan nuevas y siempre más sangrientas guerras tras la esquina, porque las turbulencias sociales provocadas por tan grandes e imprevistos cambios, a menudo vienen enmarcadas en los discursos étnicos y religiosos; para los que se quedan, la única certeza es la miseria y el desposeimiento. Toda añoranza es vana.

Hasta anteayer.

Mientras tanto, ¿qué ha sucedido en occidente? Aunque menos brutal, el cambio ha sido paralelo al del resto del mundo. Las grandes plantas industriales que empleaban a una parte considerable de los explotados y que durante muchísimos años han determinado la fisonomía de las ciudades – y por tanto la mentalidad, el modo de vivir y de rebelarse de los mismos explotados – han desaparecido. En parte, porque han sido transferidas – como hemos visto – a los países más pobres y en parte, porque ha sido posible despedazar las y redistribuirlas por el territorio. A través del desarrollo de la tecnología, los procesos productivos no sólo han sido progresivamente automatizados, sino que también, se han vuelto más flexibles y adaptados al intrínseco caos del mercado. En otro tiempo, el capital necesitaba obreros depositarios de los conocimientos y las manualidades necesarias para conducir, mas o menos autónomamente, un segmento del proceso productivo; y por tanto también de los obreros que permanecían toda la vida en la misma fabrica, haciendo las mismas cosas. Ahora ya no. Los conocimientos requeridos son cada vez más bajos e intercambiables, no hay una acumulación de saber, cualquier trabajo es igual a otro. El viejo mito del “puesto fijo” ha sido suplantado por la ideología de la flexibilidad, es decir, de la precariedad y de la erosión de las viejas garantías: es necesario saberse adaptar a todo, también a los contratos semanales, a la economía clandestina o a la expulsión definitiva del contexto productivo. Estos cambios son comunes a todo Occidente, pero en algunas zonas han sido tan veloces y radicales que el coste global del trabajo se ha vuelto compatible con el del Sur y el Este del mundo. Así es como se han determinado, tanto ese retorno de los capitales que habían desestabilizado las economías de los países más pobres, dando paso a las guerras y a las migraciones en masa, como la degradación de las condiciones materia- les de vida de los explotados occidentales.

Las revueltas por venir.

Está claro que el cambio en Occidente, aunque violento, es amortiguado en parte por lo que queda del viejo Estado “social” y sobre todo, por el hecho de que gran cantidad de precarizados occidentales son hijos de los viejos proletarios y por tanto gozan indirectamente, a través de las familias, de las viejas garantías. Bastará dejar pasar sin embargo, una generación y la precariedad se transformara en la condición social más difusa. Por ello nosotros, hijos del viejo mundo industrial, seremos económicamente cada vez más inútiles, unidos de hecho a la multitud de indeseables que desembarcan en nuestras costas. Con el transcurso de los años y la estabilización de esta situación, perderán significado todos esos movimientos que intentan dar sostén desde el exterior a una parte circunscrita de marginados – clandestinos, parados, precarios, etc. – porque las condiciones de explotación serán símiles para todos, abriendo las puertas de par en par hacia luchas realmente comunes. He aquí finalmente al descubierto el hilo que a todos nos une, explotados de miles de países, herederos de tan diferentes historias: el capital mismo ha reunificado en la miseria a las familias perdidas de la especie humana. La vida que se nos diseña en el horizonte será vivida comúnmente bajo el marco de la precariedad. Estas son las modernas bases sociales para los antiguos sueños de libertad, cuidadosamente preparadas por el progreso de la explotación, he aquí el lugar de las próximas revueltas.

Antes de una nueva muralla china.

Las perturbaciones sociales que han vuelto irreconocible el planeta nos evidencian una constante: el capital sigue un doble movimiento. Por un lado, desmembra todo un tejido social que opone resistencia a su expansión; por otro lado, reconstruye las relaciones entre los individuos según sus exigencias. Toda transformación económica se acompaña siempre de una transformación social, pues la manera en la que mujeres y hombres son explotados modifica su forma de estar juntos y por lo tanto de rebelarse. En este sentido, el provecho y el control social representan dos finalidades de un único proyecto de dominación. Después de haber destruido las comunidades tradicionales y sus formas de solidaridad, el capital ha comenzado a desmantelar la unidad social que él mismo había creado a través de la industrialización de masas. Y esto, no solamente para desviar la resistencia obrera que la infraestructura de la fábrica “organizaba” involuntariamente, sino también porque los capitalistas vivían como una contradicción la necesidad de recurrir al proceso productivo para hacer dinero. La servidumbre de la ciencia respecto del capital y las transformaciones tecnológicas consecuentes, han permitido una nueva expansión económica y social. La valorización -la transformación de la vida en mercancía- abolió para siempre las barreras del tiempo y del espacio con el fin de liberarse de toda base material fija. En este sentido, la realidad virtual (el llamado ciberespacio, la red cibernética mundial) representa su condición ideal. Una vez más se trata de un doble movimiento: si la valorización anula las relaciones hostiles a la circulación del saber-capital y los hombres-recursos, reconstruye por otra parte y al mismo tiempo, las relaciones sociales bajo el signo de lo virtual (a través de los simulacros de relación humana y de los narcóticos electrónicos).

Todo esto presupone un proceso de formación de un “hombre nuevo” capaz de adaptarse a condiciones de vida cada vez más artificiales. En el momento en que la economía se extiende a todas las relaciones sociales, incorporando todo el proceso vital de la especie humana, su última utopía no puede ser sino la pura circulación de valor que se valoriza: dinero que produce dinero. Paralelamente, después de su expansión por todo el espacio social, la última frontera del capital, su último territorio de conquista no puede ser sino su enemigo por excelencia: el cuerpo humano; he aquí la razón del desarrollo de las biotecnologías y de la ingeniería genética. Sin entrar en aspectos particulares de esta guerra contra lo vivo, es importante subrayar el rol fundamental de la tecnología. Por tecnología no entendemos en modo genérico el “discurso racional sobre la técnica”, ni tampoco ninguna prótesis de las capacidades humanas; recorriendo la propia historia del uso de este concepto, nos parece más correcto definirlo como la aplicación de la técnica avanzada a la producción industrial masiva, en el momento en que la investigación científica se fusiona con el aparato militar (los años cuarenta). Se trata de aquel proceso que, partiendo de la industria nuclear y aeronáutica, pasando por los materiales plásticos, la antibiótica y la genética, desembocó en la electrónica, en la informática y en la cibernética. La aplicación industrial de las técnicas más modernas avanza a la par que los conocimientos especializados – en biología molecular, en química, en física, etcétera – y que la ideología del progreso, que es la justificación de todo ello. Este proceso, que comienza durante la segunda guerra mundial, es inseparable del conflicto de poder entre los Estados, los verdaderos organizadores de la sociedad industrial. El desarrollo de un saber y de una técnica siempre más incontrolables levanta un muro cada vez más alto entre el productor y el objeto que éste fabrica, entre la máquina y su capacidad de controlarla. Esta situación le desposee al mismo tiempo, de toda autonomía material y de la consciencia de una posible expropiación (arrancarles de las manos a los amos los instrumentos técnicos y productivos para un uso libre y compartido). En esta doble desposesión y no en la “iniquidad neoliberal” se encuentra la fuente de nuestras vidas precarizadas y artificiales. Si el capital se ha difundido por todo el territorio; si la expropiación de las técnicas especializadas es imposible (puesto que son inutilizables desde el punto de vista revolucionario, o simplemente humano); si ya no existe centro productivo (la Fábrica) al cual oponer una organización central (partidos o sindicatos) con su pretendido sujeto histórico, entonces no queda sino el arma proletaria por excelencia: el sabotaje; queda solamente el ataque anónimo y generalizado contra las estructuras de la producción, del control y de la represión. Sólo así será posible oponerse al doble movimiento del capital, obstaculizando la atomización brutal de los individuos e impidiendo al mismo tiempo, la construcción del “hombre nuevo” de la cibernética, antes de que los muros sociales que deberían hospedarlo estén completamente terminados.

Una hidra de dos cabezas.

Entre los demócratas radicales y el “pueblo de la izquierda”, son muchos ahora ya en atribuir al Estado un rol puramente decorativo en las decisiones tomadas sobre nuestra piel. Se define, en suma, una jerarquía mundial cuyo vértice es representado por las grandes potencias financieras y las multinacionales y en su base, cada uno de los Estados nacionales convertidos en ayudante, en meros ejecutores de inapelables decisiones. Esto conduce a una ilusión que está teniendo las peores consecuencias. Son muchos en efecto, los que tratan de imponer a las luchas, que se desarrollan en todo el planeta contra aspectos concretos de la “globalización”, un giro reformista y de algún modo nostálgico: la defensa del “buen” viejo capitalismo nacional y paralelamente, la defensa del viejo modelo de intervención del Estado en la economía. Ninguno observa, sin embargo, que la teoría ultra-liberal tan a la moda en estos tiempos y aquella keynesiana, de moda hasta hace algunos años, proponen simplemente dos formas distintas de organizar la explotación, pero sin ponerla nunca en discusión.

Cierto, no se puede negar que en el actual estado de cosas toda nuestra vida venga determinada en función de necesidades económicas “globales”, pero esto no significa que la política haya perdido su nocividad. Pensar en el Estado como en una entidad ahora ya ficticia, o exclusivamente como en un regulador de la explotación y de los conflictos sociales, es cuando menos limitante. El Estado es un capitalista entre los capitalistas y entre estos, cumple las funciones vitales para todos los otros. Su burocracia, sin embargo, ligada pero no subordinada a los cuadros de empresa, tiende sobretodo a reproducir el propio poder.

El estado prepara el terreno al capital, desarrollándose a sí mismo simultáneamente. Son las estructuras estatales las que permiten el progresivo abatimiento de las barreras del tiempo y el espacio, – condición esencial de la nueva forma de dominio capitalista – poniendo a su disposición, territorios, fondos de inversión e investigación. La posibilidad de transportar cada vez más rápidamente las mercancías, por ejemplo, viene dada por el desarrollo de las redes de carreteras, de la alta velocidad ferroviaria, del sistema de puertos y de aeropuertos: sin estas estructuras que son organizadas por los Estados, la “globalización”, no sería siquiera pensable. Del mismo modo, las redes informáticas no son otra cosa que un nuevo uso de los viejos cables telefónicos: cada innovación en el sector (comunicaciones vía satélite, fibra óptica, etc.), es protegida por la estructura estatal. Por tanto, así es como se satisface también la otra necesidad básica de la economía mundializada, la posibilidad de hacer viajar datos y capitales en pocos instantes. También desde el punto de vista de la búsqueda, de la continua modernización de las tecnologías, los estados tienen un rol central. Desde la nuclear a la cibernética, desde el estudio de los nuevos materiales a la ingeniería genética, desde la electrónica hasta las telecomunicaciones, el desarrollo de la potencia técnica está ligado a la fusión del aparato industrial y científico con el militar.

Como es sabido, el capital tiene necesidad de reestructurarse de vez en cuando, o sea de cambiar instalaciones, ritmos, calificaciones y por lo tanto, también las relaciones entre los trabajadores. A menudo estos cambios son tan radicales (despidos en masa, ritmos infernales, drásticas reducciones de garantías…) como para poner en crisis la estabilidad social y requerir, obligatoriamente, intervención de tipo político. A veces las tensiones sociales son tan fuertes, la policía sindical tan impotente y las reestructuraciones tan imperiosas, como para no sugerir a los Estados otra posibilidad que la guerra. A través de la guerra, no solo se dirige la rabia hacia enemigos ficticios (“diferentes” por etnia o religión, por ejemplo), sino que además se logra revitalizar la economía: la militarización del trabajo, las partidas de armas y la bajada de los salarios hacen rentar al máximo los restos del viejo sistema industrial, mientras las destrucciones generalizadas hacen sitio a un aparato productivo moderno y a nuevas inversiones extranjeras. Para los indeseables -tantos explotados inquietos- se agudiza la intervención social del Estado: la exterminación.

Una de las características de nuestro tiempo, es el ascendente flujo masivo de migración hacia las metrópolis occidentales. Las políticas de inmigración -en cada uno de sus extremos, alternándose legitimaciones y cierres de fronteras- no son determinadas por un presunto buen corazón de los gobernantes, sino desde la tentativa de gestionar una situación cada vez más indigerible y al mismo tiempo, sacarle provecho. Por un lado, no es posible cerrar herméticamente las fronteras y por otro, un pequeño porcentaje de emigrantes es útil -especialmente clandestinos, luego más expuestos al chantaje – porque representa un buen depósito de mano de obra a bajo coste. Pero la clandestinidad de masas crea turbulencias sociales que son difícilmente controlables. Los gobiernos deben navegar entre estos datos y necesidades, de ello depende el buen funcionamiento de la máquina económica.

Así como el mercado mundial unifica las condiciones de explotación sin eliminar la concurrencia entre capitalistas, del mismo modo existe una potencia pluriestatal que todavía no cancela la competitividad entre cada uno de los gobiernos. Los acuerdos económicos y financieros, las leyes sobre flexibilidad laboral, el rol de los sindicatos, la coordinación de ejércitos y policías, la gestión ecológica de la contaminación o la represión de la disidencia, viene definido, todo ello, a nivel internacional (aunque la puesta en práctica de estas decisiones compete aún a cada gobierno). El cuerpo de esta Hidra son las estructuras tecnoburocráticas. Las exigencias del mercado, no sólo se han fusionado con las del control social, sino que utilizan además las mismas redes. Por ejemplo el sistema bancario, el de aseguración, el sanitario y el policial se intercambian continuamente sus propios datos. La omnipresencia de tejidos magnéticos representa un fichero generalizado de los gustos, compras, desplazamientos, hábitos. Todo ello bajo los ojos de las cada vez más difundidas telecámaras y por medio de teléfonos celulares que aseguran la versión virtual y también, el mismo archivo de una comunicación humana que no existe.

Más o menos Neoliberal, la intervención del Estado tanto en el territorio como nuestras propias vidas es cada vez más profunda y no puede ser separada de las estructuras de producción, distribución y reproducción del capital. La presunta jerarquía de poder entre las multinacionales y los Estados no existe, porque son a un mismo tiempo parte de aquel único cuerpo inorgánico que está llevando la guerra, a la autonomía de la humanidad y a la vida de la Tierra.

Fraternidad en la abyección.

En 1984 de George Orwell, libro que no hace sino confirmar un siglo de totalitarismo, se encuentra la descripción de dos culturas completamente separadas en el interior de la sociedad: la de los funcionarios del Partido y la de los proletarios (como son definidos los excluidos de la ciudadela burocrático-socialista y de su ideología). Los funcionarios tienen palabras, gestos, valores e incluso una consciencia totalmente diferente de la de los proletarios. Entre unos y otros ninguna comunicación es posible. Los proletarios no se revuelven contra el Partido simplemente porque ignoran su naturaleza así como su localización concreta: no se puede combatir algo que no se comprende y que se ignora. Los funcionarios olvidan sistemáticamente -una amnesia selectiva que Orwell llama “doble pensamiento”- las mentiras sobre las cuales fundan su adhesión a la dominación sobre el tiempo y sobre los hombres. La especialización de la actividad (es decir, su parcialización y su repetición incesante) está enteramente al servicio de los dogmas del Partido, el cuál se presenta como ciencia infalible de la totalidad histórica y social. Es por ello que existe necesidad de un control absoluto del pasado, con el fin de gobernar el futuro.

Si se cambian algunos nombres se verá que esta separación de clase, basada sobre una separación culturalmente clara, representa precisamente la tendencia de la sociedad en la que vivimos. Los funcionarios del Partido son hoy los tecnoburócratas de la máquina económico-administrativa, en la cual se funda el aparato industrial, la investigación científica y tecnológica, el poder político, mediático y militar. Los proletarios orwellianos son los explotados librados -por el capital- de esas funestas ilusiones que fueron todos los programas de clase; precarizados en el trabajo como en todo lo demás, están desposeídos de lo que es cada vez más necesario para el funcionamiento de la máquina social: el saber tecnológico. Así es como se ven abocados a una nueva miseria, la de quien no desea más que una riqueza que ni siquiera comprende. La separación tecnológica: he aquí la nueva muralla china que los explotadores están construyendo en nombre de la lucha contra el Enemigo -cuando sin embargo, éste es el capataz de la obra-.

La ciudadela del Partido es hoy la de las tecnologías informáticas, su Ministerio de la Verdad son los mass-media; sus dogmas tienen todos el dulce sonido de la incertidumbre. De las multinacionales al sistema bancario, de las nucleares a los ejércitos, dos son las bases de la tecnoburocracia: la energía y la información. Quien las controla, controla el tiempo y el espacio.

Fuera de la masa de técnicos-obreros sin calificación, los poseedores del saber altamente especializado son cada vez menos numerosos; sin embargo, somos todos portadores de las consecuencias de este saber -en primer lugar, del empobrecimiento de las palabras y de las ideas-. Hacernos sentir responsables del desastre que ellos producen cotidianamente, es justamente la intención de los tecnoburócratas y de sus periodistas: el nosotros que nos dirigen sin cesar es la fraternidad en la abyección. Nos invitan a discutir de todos los falsos problemas, nos conceden el derecho de expresarnos después de habernos sustraído la facultad de hacerlo. Es por lo que toda ideología de la participación democrática (combatir la “exclusión” es el programa de izquierda del capital) no es sino complicidad en el desastre. Justo como en 1984, los proletarios actuales tienen un saber, una memoria y un lenguaje separados de los del partido; y no es sino sobre la base de esta separación, que tienen del derecho y el deber de participar. La diferencia es que para Orwell sólo los no funcionarios tienen acceso a un pasado -lugares, objetos, canciones, etc.- que no está totalmente borrado; y esto porque todavía mantienen lazos sociales, aunque sea a la sombra de las bombas. ¿Pero qué queda de esos vínculos cuando el Partido (es decir, el sistema estatal-capitalista) se apropia completamente de la vida social?. He aquí porqué en estas páginas sobre los indeseables se habla también de tecnología; una crítica del progreso tecnológico que abandona el discurso de clase, nos parece tan parcial como una crítica de la precariedad que no se enfrenta en los nuevos territorios de la desposesión técnico-científica.

La división en dos mundos que están construyendo podría quitar todo sentido a la revuelta: ¿cómo desear otra vida cuando toda huella de vida auténtica haya desaparecido?.

Texto anónimo aparecido el verano del 2000 en Muturreko Burutazioak, Sans Patrie y Pantagruel.

El grupo de afinidad

Contrariamente a lo que se cree, la afinidad entre camaradas no depende de la simpatía o la identificación con el sentir o pensar del otro. Tener afinidad significa tener conocimiento del otro, saber como piensa sobre los asuntos sociales, y como piensan que pueden intervenir en la lucha social. Esta profundización del conocimiento entre camaradas es un aspecto que frecuentemente es relegado, impidiendo la acción efectiva.

Uno de los problemas más difíciles que los anarquistas han tenido que enfrentar a través de su historia es qué forma de organización adoptar en la lucha.

En los dos extremos del espectro encontramos por un lado a los individualistas que se niegan a cualquier clase de relación estable; y por el otro a aquellos que apoyan una organización permanente que actúa según un programa establecido en el momento de su constitución.

Ambas de las formas expuestas aquí tienen características que son criticables desde un punto de vista insurreccional.

En los hechos, cuando los individualistas apuntan y atacan al enemigo de clase se encuentran a veces muy por delante del más combativo de los componentes de clase en el momento, y su acción no es entendida. Al contrario, aquellos que apoyan la necesidad de una organización permanente a menudo esperan hasta que haya un considerable número de explotados indicando cómo y cuando atacar al enemigo de clase. Los primeros llevan a cabo sus acciones que resultan estar muy por delante del nivel de la lucha, los últimos muy por detrás.

Una de las razones para esta ineficiencia es en nuestra opinión falta de perspectiva.

Está claro que nadie tiene una receta carente de defectos, sin embargo nosotros podemos enumerar las limitaciones que vemos en ciertas clases de organizaciones, e indicar posibles alternativas.

Una de estas son los “grupos de afinidad”.

El término requiere de una explicación.

La afinidad se confunde frecuentemente con la identificación con el sentir o pensar del otro. Aunque no estén estrictamente separados, los dos términos no deberían ser considerados como sinónimos. Podría haber camaradas con quienes consideramos que tenemos una afinidad, pero que no nos caen simpáticos y viceversa.

Básicamente, tener afinidad con un camarada significa conocerlo, haber profundizado nuestro conocimiento sobre él. Mientras ese conocimiento aumenta, la afinidad puede incrementarse hasta el punto de hacer posible una acción conjunta, pero también puede disminuir al punto de hacer cualquier acción conjunta prácticamente imposible.

El conocimiento sobre el otro es un proceso infinito que puede detenerse a cualquier nivel dependiendo de las circunstancias y los objetivos que uno quiere alcanzar junto al otro. Por ejemplo, uno puede tener una afinidad para hacer algunas cosas y no otras. Es obvio que cuando uno habla de conocimiento no se refiere necesariamente a discutir sus problemas personales, aunque estos pueden volverse importantes cuando interfieren con el proceso de profundizar el conocimiento del uno al otro.

En este sentido tener conocimiento sobre el otro no significa necesariamente tener una relación íntima. Lo que es necesario saber es el pensamiento del camarada concerniente a los problemas sociales con los que la lucha de clases lo confronta, como piensa que puede intervenir, qué métodos piensa que hay que usar en situaciones dadas, etc.

El primer paso en la profundización del conocimiento entre camaradas es la discusión. Es preferible tener una premisa clarificatoria, por ejemplo algo escrito, así los diversos problemas pueden ser ventilados satisfactoriamente.

Una vez que lo esencial esté clarificado el o los grupos de afinidad están prácticamente formados. La profundización del conocimiento entre camaradas continúa en relación con su acción como grupo y el encuentro del último con la realidad como un todo. Mientras este proceso tiene lugar el conocimiento entre los camaradas suele expandirse y con frecuencia surgen fuertes lazos entre ellos. Esto sin embargo es una consecuencia de la afinidad, no su objetivo principal.

A menudo sucede que los camaradas encaran las cosas al revés, empezando por alguna clase de actividad y solamente procediendo a las clarificaciones necesarias después, sin haber ni siquiera estimado el nivel de afinidad requerido para hacer cualquier cosa juntos. Las cosas son dejadas a la suerte, como si alguna clase de claridad fuera a surgir automáticamente del grupo simplemente por su formación. Por supuesto esto no sucede: el grupo o se estanca porque no hay un camino claro que encarar, o cae en la tendencia del camarada o los camaradas que tienen las ideas más claras sobre lo que quieren mientras los otros se permiten ser arrastrados, a menudo con poco entusiasmo o compromiso real.

El grupo de afinidad, por otra parte, encuentra que tiene gran potencial y es inmediatamente dirigido a la acción, basándose no en la cantidad de sus adherentes, sino en la fuerza cualitativa de un número de individuos trabajando juntos en una actividad proyectada (projectuality) que desarrollan sobre la marcha. Desde ser una estructura específica del movimiento anarquista y el amplio arco de actividades que esto significa –propaganda, acción directa, quizás sacar un periódico, trabajar dentro de una organización informal- también puede mirar más allá para formar un núcleo de base o alguna otra estructura de masa y de esta manera intervenir más efectivamente en la lucha social.

o.v.

Tomado de la revista Killing King Abacus

Misterio y jerarquía. El drama cultural del anarquismo.

UNO

En cada ciudad del mundo, por más pequeña que sea, hay al menos una persona que se reclama anarquista. Esta solitaria e insólita presencia debe ocultar un significado que trasciende el dominio de la política, del mismo modo en que la dispersión triunfante de las semillas no se resume en mera lucha por la supervivencia de un linaje botánico. Quizás la evolución “anímica” de las especies políticas se corresponda con la sabiduría del asperjamiento seminal en la naturaleza.

De igual manera, las ideas anarquistas nunca se orientaron según los métodos intensivos de la “plantación” ideológico-partidaria: se desperdigaron siguiendo las ondulaciones inorgánicas de la hierba plebeya. Una doctrina que se inició a mediados del siglo XIX logró extenderse a partir de una base bastante endeble en Suiza, Italia y España hasta llegar a ser conocida en casi todo lugar habitado de la tierra. Así las cosas, puede considerarse al anarquismo, luego de la evangelización cristiana y la expansión capitalista, como la experiencia migratoria más exitosa de la historia del mundo. Quizás sea este el motivo por el cual la palabra “anarquía”, antigua y resonante, aún está aquí, a pesar de los pronósticos agoreros que dieron por acabada a la historia libertaria. Mencionar al anarquismo supone una suerte de “milagro de la palabra”, sonoridad lingüística casi equivalente a despertarnos vivos cada nuevo día. Que el ideal anarquista haya aparecido en la historia también puede ser considerado un milagro, un don de la política; siendo la política, a su vez, donación de la imaginación humana. Sin duda, la persistencia de aquella palabra se sustenta en su potencia crítica, en la que habitan tanto el pánico como el consuelo, derivados ambos del estilo “de garra” y del ansia de urgencia propios de los anarquistas: sus biografías siempre han adquirido el contorno de la brasa caliente. Pero si la idea anarquista sobrevive se debe también a que en las significaciones que ella absorbe se condensa el malestar humano generado por la jerarquía. Sin embargo, para la mayoría de las personas, el anarquismo, como saber político y como proyecto comunitario, se ha ido transformando en un misterio. No necesariamente en algo desconocido o incognoscible, pero en algo semejante a un misterio. Incomprensible. Inaudible. Inaparente.

Nada hace suponer que la aparición histórica del anarquismo en el siglo XIX fuera un acontecimiento necesario. Las ideologías obreristas, el socialismo, el comunismo, eran frutos inevitables germinados en la selva de la vida industrial. Pero el anarquismo no: su presencia fue un suceso inesperado, y cabe especular que podría no haberse presentado jamás en sociedad. Sé que esta suposición es inútil, pues el anarquismo efectivamente existió, y cualquier historiador profesional sabría dispersar banderillas causales sobre el mapa de la evolución de las ideas obreristas y de la política de izquierda. Pero la ucronía que supone esa especulación no es ociosa. Facetas políticas del anarquismo estaban presentes en las ideas marxistas, en las ideas liberales, en las construcciones comunitarias de los primeros sindicatos. ¿Por qué ocurrió entonces que éste huésped molesto e inesperado hizo su abrupta y notoria aparición, y se alojó como una astilla entre las ideas políticas de su tiempo? ¿Fue el anarquismo una errata en el libro político de la modernidad? En mi opinión, el misterio de esta anomalía política es directamente proporcional al misterio de la existencia de la jerarquía. Error o donación, su difícil persistencia y el hecho de que en ciertos momentos la población confió y depositó en el anarquismo la clave de comprensión del secreto del poder jerárquico y a la vez un ideal de disolución del mismo, hace suponer que esta idea desmesurada es la única salida existencial que aquella época ofreció a sufrientes y ofendidos que aún es pujante, aunque su voz no sea capaz de perforar la barrera del sonido mediática y política.

Cada época segrega una zona secreta, una suerte de “inconciente político” que opera como punto ciego y centro de gravedad soterrado que no admite ser pensado por un pueblo, y los lenguajes que tratan de penetrar en esa zona son tratados como blasfemos, ictéricos o exógenos. El anarquismo fue la astilla, el irritador de esa zona, la invención moderna que la propia comunidad, oscuramente, necesitó, a fin de poder comprender provisoriamente el enigma del poder. Toda época y toda experiencia comunitaria propone interrogantes casi insolubles a sus habitantes. Por eso mismo, en toda ciudad se distribuyen ciertos recintos y rituales a fin de hacer provisionalmente comprensibles sus malestares y sus enigmas. Así, prostíbulo, iglesia, estadio de fútbol y sala de cine acogen los interrogantes lanzados por el deseo, la creación de mundo, la guerra y la ensoñación. El anarquismo acogió los interrogantes asociados al poder, fue el cráter histórico por donde manaron respuestas radicales al problema, la encrucijada de ideas y prácticas en que se condensó el drama del poder. El hecho de que, en sus lenguajes y en sus conductas, la sinceridad consumara un vínculo sólido y peculiar con la política, le concedió a ese movimiento de ideas una potestad singular, que al marxismo-leninismo y al republicanismo demócrata, obligados a continuas negociaciones entre fines y medios, ya les ha sido sustraída para siempre. La irreductibilidad en la conducta, el fundamentalismo de la conciencia, la innegociabilidad de la convicción, la política de la contrapotencia, fueron las cualidades morales que garantizaron que la imaginación popular confiara en lideres sindicales anarquistas o en ciertos hombres ejemplares, aún cuando quienes se reclamaban anarquistas fueran una minoría demográfica en el campo político. Esa determinación demográfica explica porque las vidas de anarquistas han sido tan importantes como sus ideas teóricas. Cada vida de anarquista era la prueba de la libertad prometida, el testimonio viviente de que una porción de la libertad absoluta había sido prometida y existía en la tierra.

La jerarquía se aparece ante millones como una verticalidad, inmemorial como una pirámide y perenne como un dios. Poco menos que inderribable. Pero la historia de un pueblo es la historia de sus posibilidades existenciales, y la reaparición esporádica de la cuestión del anarquismo -es decir, de la pregunta por el poder jerárquico- significa, quizás, que esa posibilidad sigue abierta, y que a través de ella se filtra el retorno de lo reprimido en el orden de la política. El anarquismo sería entonces una sustancia moral flotante que atrae intermitentemente a las energías refractarias de la población. Opera como un fenómeno escaso, como un eclipse o un arco iris doble, un atractor de las miradas que necesitan comprender el poder separado de la comunidad. La última de las tierras raras de la tabla periódica de los elementos de Mendeleiev. Cabría decir que el anarquismo no existe, pero insiste.

DOS

A toda palabra se la evoca como objeto de museo pero también se la degusta como a un fruto recién arrancado de su rama. En el acto de nombrar, un equilibrio sonoro logra que en la rutinaria osificación de las palabras se evidencie un resto alentador. El anarquismo, que ha intimado con ese equilibrio por mucho tiempo, se debate ahora entre ser tratado como resto temático por la paleontología historicista y su voluntad de seguir siendo una rama de la ética (una posible moral colectiva) y una filosofía política vital. Resolver esa tensión requiere identificar su “drama cultural”, conformado por paradojas y por remolinos de tensiones que se evidencian en situaciones de extremo peligro o bien cuando a una idea comienza a restársele su tiempo.

Como se sabe, la lucha por expandir los límites de la libertad, mito político, consigna y emblema afectivo exitoso que movilizó las energías emotivas de millones de personas, ha sido la pasión del siglo XIX. A fines de ese siglo el mito de la libertad se separó en tres direcciones, orientadas por el comunismo, el reformismo y el anarquismo. Cuando aquella pasión política fue “capturada” victoriosamente por el marxismo y adosada a toda la imaginería y la maquinaria que hemos conocido bajo el nombre de “comunismo” o el de sus diversas ramificaciones paralelas, no solamente se desplegó un modelo de acción política y de subjetivación del militante, sino un triunfo histórico que a la vez daría comienzo -aunque inadvertidamente para sus fieles- a su “drama cultural”: la cristalización liberticida de una idea en un molde despótico-nacional primero e imperial después. Décadas después, la larga subordinación acrítica de la izquierda al modelo soviético le ha costado caro. La obsesión por la eficacia y el centralismo autoritario, la relación oportunista entre medios y fines, los silencios ante lo intolerable, son cargas históricas tan pesadas que ni siquiera un santo o un titán podrían levantar. Muy difícilmente vuelva a renacer una creencia en el modelo “asiático” de revolución y lentamente los partidos autodenominados marxistas van transformándose en grupos apóstatas o en sectas en vías de extinción. Sus lenguajes y sus símbolos crujen y se dispersan, quizás para siempre.

El drama cultural del reformismo socialdemócrata también deriva, en parte, y curiosa o tristemente, de su éxito como eficaz sustituto del camino “maximalista” de transformación social. Las expectativas depositadas en los partidos reformistas fueron enormes en la mayoría de los países occidentales, entre la Primera Guerra Mundial y 1991, año del fin del régimen comunista en la Unión Soviética. El “genio” del reformismo residió en su habilidad para devenir un eficaz mediador entre poderosos y “perdedores”, y para humanizar esa misma relación. Pero con el paso del tiempo la socialdemocracia dejó de representar un avance en relación a la cultura política conservadora para transformarse en ideal de administración del estado de cosas en las democracias occidentales. La “puesta al día” de los partidos de derecha, la desaparición del “cosmos soviético” y la renovada pujanza del capitalismo en las últimas dos décadas la incapacitó para diferenciarse de la derecha liberal, más allá de los rituales relinchos moralistas, y siendo la reciente propuesta de la “tercera vía” poco menos que un bluff publicitario. Su drama cultural consiste en que la “reforma” está siendo llevada adelante por fuerzas que tradicionalmente han sido consideradas de derecha, incluso cuando los cambios son llevados a cabo por líderes de centroizquierda. Perdido el monopolio de la transformación en el capitalismo tardío, y siendo las reformas amparativas comparativamente paupérrimas en relación a la actual y descarnada construcción del mundo, el ciclo cultural del reformismo comienza a angostarse dramáticamente. Ya es una moral de retaguardia.

El comunismo siempre pareció una corriente de río que se dirigía impetuosamente hacia una desembocadura natural: el océano posthistórico unificador de la humanidad. Para sus críticos ese río estaba sucio, irremediablemente poluido, pero incluso para ellos la corriente era indetenible. Y sin embargo, ese río se secó, como si un sol sobrepotente lo hubiera licuado en un solo instante. Ha quedado, apenas, el molde vacío del lecho. Y las estrías que allí restan, y la resaca acumulada, ya están siendo numeradas y clasificadas por historiadores y curadores de exposiciones. Si continuáramos con las metáforas hidrográficas, al anarquismo no le correspondería la figura del río, sino la del géiser, como también la de la riada, el aluvión, el río subterráneo, la inundación, la tromba marina, la rompiente de la ola, la cabeza de tormenta. Todos, fenómenos naturales inesperados y desordenados aunque dotados de una potencia singular e irrepetible. Esta diadema de fluidos ya nos advierte sobre su drama, en la que no logran conciliarse su poder trastornante y su débil persistencia posterior, su capacidad para agitar y movilizar el malestar social de una época y su incapacidad para garantizar una sociabilidad armoniosa luego de la purga de una situación política, su tradición pugnante de acoso ético a la política de la dominación y su dificultad para amplificar su sistema de ideas. La palabra “anarquismo” goza aún de un sonoro aunque focalizado prestigio político (habiéndose salvado de las máculas adosables al marxismo, ya que sus mutuas biografías divergieron hace ya mucho tiempo). Ese prestigio -quizás un poco equívoco- está teñido de un color tenebroso, que no deja de ser percibido por muchos jóvenes como un aura lírica. Lo tenebroso acopla al anarquismo a la violencia y al jacobinismo plebeyo; lo lírico, al ansía de pureza y a la intransigencia.

Pero casi no hay anarquistas, o bien sus voces carecen de audibilidad. Quizás nunca hayan existido demasiados, si se acepta que la definición de anarquista supone una identidad “fuerte”, esforzado activismo de rendimientos mínimos, y una ética exigente. Las circunstancias históricas nunca les han sido propicias, pero aún así lograron constituirse en “contrapesos” ético-políticos, compensación a una especie de maldición llamada “jerarquía”. Quizás el mundo sea aún hospitalario porque este tipo de contrapesos existen. Si en una ciudad sólo acontecieran comportamientos automáticos, maquinales y resignados, sería inhabitable. El anarquismo, pensamiento anómalo, representa “la sombra” de la política, lo irrepresentable, la imaginación antijerárquica. Y el anarquista, ser improbable, aún existiendo en cantidades demográficas casi insignificantes, asume el destino de ejercer una influencia libertaria de tipo radial, que muchas veces pasa inadvertida y otras se condensa en un acto espectacular. Destino, y condena, porque al anarquista no le es concedido establecer fáciles ni rápidas negociaciones con la vida social actual, y justamente es esa imposibilidad la que en algún momento de su existencia hace que el anarquista sufra a su ideal como a un embrujo del que no sabe como liberarse. Aquella influencia tiene un objetivo: la disolución del viejo régimen psicológico, político y espiritual de la dominación. Para llevarlo a cabo, el anarquismo ha recurrido a un arsenal que solo ocasionalmente -y no sustancialmente- puede ser acogido por otros movimientos políticos: humor paródico, temperamento anticlerical, actitudes irreductibles de autonomía personal, ebullición espiritual acoplada a urgencias políticas, comportamiento insolente, impulsión de la acción política a modo de contrapotencia, y en fin, una teoría que radicaliza la crítica al poder hasta límites desconocidos antes de la época moderna. Su imaginería impugnadora y su impulso crítico se nutren de una gigantesca confianza en las capacidades creativas de los animales políticos una vez liberados de la geometría política centralista, concéntrica y vertical.

La disolución del mundo soviético y la crisis del pensamiento marxista parecieron conceder al anarquismo la oportunidad de salir de las catacumbas. Sin embargo, la caída del “sovietismo” arrastró al abanico socialista entero, pues incluso el anarquismo estaba familiarizado con el imaginario comunista afectado por el derrumbe: era una de las varillas sueltas. Los acontecimientos políticos del bienio 1989-1991, festejados mediaticamente como si se tratara del guillotinamiento de Luis XVI, abrían compuertas geopolíticas pero también clausuraban tradiciones emancipatorias. No sólo lo peor, también lo mejor de ellas. Junto al desplome del orden soviético se cerraba un espacio auditivo para los mensajes proféticos de rango salvífico. Y en la voz anarquista siempre resonó un tono bíblico. Para sus profetas, el orden burgués equivalía a Babilonia. A comienzos de los años ‘90 no estaba finalizando la historia -tal como lo sugirió una consigna veloz y banal- sino, quizás, el siglo XIX: se constataba que las doctrinas marxistas, anarquistas e incluso las liberales en sentido estricto, estaban licuándose y evaporándose de la historia del presente. Asistíamos al canto del cisne del humanismo.

Una de sus consecuencias es el borramiento de la memoria social, es decir, de los lenguajes y símbolos que transportaban el proyecto emancipador moderno y el modelo de antropología que le correspondía. Al mismo tiempo, la política clásica, vinculada a la representación de intereses (versión liberal), a la articulación de los antagonismos (versión reformista) o a la pugna social contra el absolutismo y el orden burgués (izquierda y anarquismo), se despotencia y deslegitima. Ya hace tiempo que la política, en el rango mundial, opera según el modelo organizativo de la mafia. El orden mafioso ya es la metáfora fundante de un nuevo mundo, y eso en todos los ordenes institucionales, desde los gremiales a los universitarios, de los empresariales a los municipales. O bien se está incluido en la esfera de intereses de una mafia particular o bien se está desamparado hasta límites que sólo se corresponden con el inicio de la revolución industrial. Este puede ser el destino que encararemos apenas cruzadas las puertas del tercer milenio.

Ya que todo Estado necesita administrar la energía emotiva de la memoria colectiva, los modos de control y moldeado de los relatos históricos devienen asuntos estratégicos de primer orden. La ruptura de la memoria social ha sido causada, en alguna medida, por cambios tecnológicos, en especial por la articulación entre los poderes y los instrumentos mediáticos de transmisión de saberes. Una causa quizás más activa se la encuentra en la desaparición de subjetividades urbanas que eran producto de una horma popular no ligada a la cultura de las clases dominantes. Esas tribalidades urbanas eran efecto de la “cultura plebeya”, que en Argentina y por medio siglo ha estado dominada por el imaginario peronista. A lo largo de este siglo la vieja cultura popular (mezcla de imaginario obrerista y antropología “folk”) se metamorfoseó en cultura de masas, lo que transformó lenta pero radicalmente el modo de archivo y transmisión de la memoria de las luchas sociales. Y cuando la historia y la memoria se retraen, las poblaciones no pueden sino fundar su obrar en cimientos tan instantáneos como endebles. Por su parte, la suerte de la pasión por la libertad -mito central del siglo XIX- es incierta en sociedades permisivas, como lo son actualmente las occidentales, en las que lo “libertario” deviene una demanda acoplable a las ofertas de un mercado de productos “emocionales”, desde la psicoterapia a la industria pornográfica, de la producción de farmacopeas armonizantes del comportamiento a las promesas de la industria biotecnológica. Esta última en especial revela ciertos síntomas sociales de la actualidad: lectura del mapa genético, transubstantación de la carne en alambiques de clonación, mejoramiento tecnológico de los órganos, cirugía plástica, silicona inyectable al cuerpo a manera de vacuna contra el rechazo social. El “modelo estético-tecnológico” se despliega como un “sueño” que pretende apaciguar un malestar que, por su parte, nada tiene de superficial. En economías flexibilizadas, en países que han destrozado la idea colectiva de nación, con habitantes que apenas pueden proyectarse hacia el futuro, condenados a idolatrías menores, a recurrir a la moneda como lugar común, a realizar apuestas que no están sostenidas en el talento de cada cual, la experiencia colectiva se hace dura, cruel, carente y, por momentos, delirante. Cada persona está sola junto a su cuerpo descarnado, aquello en lo que, en última instancia, se sostiene. La “ansiedad cosmética” nos revela el peso que arrastramos, el esfuerzo que hacemos por existir. Pero también revela que el “arte de vivir contra la dominación”, en el cual descolló el anarquismo, está en suspenso, por cuanto las necesidades humanas mutan drásticamente y ya no se articulan con la memoria de las luchas sociales anteriores. Si el destino de la época siguiera este curso, una fuerza semejante a la del diluvio derrumbaría los puentes de la historia.

TRES

Autocracia y hambre. Los dos irritadores del “malestar social” en la modernidad. Ya no lo son, o al menos, no están activos en la misma medida en que las imágenes de sufrimiento nos acostumbraron a pensarlos. Distinto debe ser entonces el destino de la política libertaria en una situación social signada por la permisividad en cuestiones de comportamiento, por una notable capacidad estatal de recuperación de las invenciones refractarias o por lo menos por una inagotable capacidad de “negociación” con las mismas, y en la que las personas en el mejor de los casos están desorientadas y en el peor dotadas de una percepción cínica de la vida social. Para imaginar las formas de lucha del próximo futuro sería preciso identificar no solamente al rumor del malestar social en nuestros días, también habría que orientar la mirada hacia las transformaciones existenciales del siglo. La última memoria de luchas sociales transmitida a la actualidad ha sido la de las rebeliones juveniles de los años ‘60, en especial sus facetas asociadas a las mutaciones subjetivas -el “parricidio costumbrista”- y a la música electrónica urbana. Memoria que casi en su totalidad es transmitida por el orden mediático y pasteurizada a fin de volverla acoplable a las industrias del ocio. Es evidente que no es el modelo del hambre el que informa a las actuales generaciones en occidente. El malestar político, sin embargo, para poder desplegarse sobre un terreno social no abonado ni trillado por la imaginación hegemónica actual, necesita identificar nuevas formas de vivir: contrapesos existenciales. Cada época contribuye a la historia de la disidencia humana con un “contrapeso”, individual o colectivo, que balancea el despotismo y el sometimiento. El contrapeso “libertario” desplegó a lo largo de su más que centenaria historia prácticas organizativas y emocionales: invenciones sociales. Y así como los prehistóricos inventaron la rueda y la agricultura, los griegos el concepto y el teatro, y los primeros cristianos el ideal de hermandad, así también los anarquistas inventaron lo suyo: el grupo de afinidad. “Invento” que ingresa en el rango superior de las obras humanas, donde suele incluirse al juego, la fiesta y la melodía.

La defensa anarquista de la autonomía individual cuestionaba la tradición de la heteronomía eclesiástica o estatal, pero el sustrato existencial que permitió su despliegue no dependió de una idea o una técnica sino de su articulación con prácticas sociales que necesariamente eran culturalmente preexistentes a las doctrinas libertarias. Esas prácticas venían germinando en la larga historia de la experiencia humana que antagonizó los usos jerárquicos. Para Marx -como para quienes se han empapado de la tradición anarcosindicalista-, la fábrica y el mundo imaginario del trabajo suponían un excelente cemento para una nueva sociedad. Pero otro fue el sustrato existencial en el que se injertó el grupo de afinidad anarquista. Ese espacio antropológico ya comenzaba a germinar en el siglo XIX y los anarquistas fueron los primeros en percibir su silenciosa expansión. Antes de que la alianza sindicato-anarquismo estuviera bien soldada (y ya desde que los primeros grupos de simpatizantes de “la idea” se organizaron en el amplio círculo que el compás de Bakunin trazó de España a la Besarabia) la práctica grupal en la cual las personas se vinculaban “por afinidad” le concedió al anarquismo un rasgo distintivo, alejándolo de la centralidad vertical concéntrica propia de los partidos políticos democráticos o marxistas, modelo encastrable al imaginario político tradicional. La afinidad no sólo garantizaba reciprocidad horizontal sino, más importante, promovía la confianza y el mutuo conocimiento de los mundos intelectuales, emocionales y hedonistas de cada uno de los integrantes. Esta condición grupal permitía una mejor compresión de la completud de la personalidad del otro tanto como de sus potencialidades y dificultades. ¿De dónde proviene el ideal de los grupos de afinidad? Quizás de la tradición de los clubes revolucionarios previos a la Revolución Francesa, o de los “salones literarios” que florecieron en el siglo XVIII, y seguramente de la larga época en que los grupos carbonarios del siglo XIX experimentaron la clandestinidad, condición pronto heredada por el anarquismo; en definitiva de la tradición de la “autodefensa” y de la “conspiración”. También, quizás, de los usos y rituales masónicos, a las que Bakunin era afecto, habiendo sido miembro de una sección italiana de la francmasonería. Piénsese, a modo de ejemplo, en la importancia que tuvo la taberna (o pub) en la constitución de la sociabilidad de clase a comienzos de la revolución industrial, o el café público en la construcción de la opinión pública liberal del siglo pasado, o -para las sufragistas- los salones que ampararon una nueva figura social de la mujer hacia mediados del siglo pasado, o los grupos de lectura entre los campesinos españoles a comienzos de este siglo, o bien y actualmente, la practica de intercambiar “fanzines” por adolescentes en edad aún escolar en plazas públicas o conciertos de rock. De modo que las prácticas de afinidad no son la prerrogativa del “local militante” sino la efusión posible de experiencias afectivas compartidas por la colectividad.

La afinidad es el sustrato social del anarquismo, pero un horizonte más amplio acoge al espacio antropológico que le es favorable y desde siempre se lo llama “amistad”. Variadas son las líneas genealógicas que confluyen en el despliegue moderno de la amistad, tal como la conocemos actualmente. Al ideal clásico de la philia griega habría que agregar el de la fraternidad revolucionaria. Uno y otro insistieron en la igualdad posicional de los amigos y en las acciones de “cuidado del otro”. Durante el siglo XX la amistad comenzó a trascender la relación interpersonal y devino una práctica social que se desplaza sobre espacios afectivos, políticos y económicos antes ocupados por la familia tradicional y oficia de amparo contra la intemperie a la que el Estado o el capitalismo someten a la población. La amistad supone ayuda mutua, económica, psicológica, reanimadora, incluso asesorial, y -eventualmente- política, convirtiéndose así en una suerte de tónico y en una red fundante de la sociabilidad actual. ¡Ay de quien no tiene amigos! Carece entonces de una de las amarras que nos unen a la vida y nos reconcilian con ella. A esta genealogía de prácticas amistosas, debe añadírsele la amistad entre mujer y mujer, y entre hombre y mujer, a las que las transformaciones culturales de este siglo sumadas al desvanecimiento del “hogar” como espacio económico obligatorio, han propiciado como nunca antes. Cabe agregar a ellas la amistad entre homosexuales y mujeres, antes sostenida en cierta clandestinidad y en ciertos ghetos y hoy expuesta abiertamente. Quizás también cabe agregar la amistad entre ex-parejas. Todas estas formas de la amistad eran casi insignificantes en el siglo XIX o bien su radio de acción era muy limitado. Mucho más que los viajes al espacio, Internet, el transplante de órganos o la penicilina, son estos nuevos formatos de la amistad las grandes innovaciones que hay que colocar a beneficio de inventario del siglo XX.

CUARTO

El anarquismo ha sido el “contrapeso histórico” al dominio. Pero no ha sido el único: también la socialdemocracia, el populismo, el marxismo, el feminismo e incluso el liberalismo reclaman ese puesto. Pero el anarquismo se constituyó en la más descarnada de todas las autopsias políticas modernas y en la más exigente de todas las propuestas superadoras del estado de cosas en el siglo XIX. Justamente, por haber elegido un ángulo de observación tan vertiginoso, también el anarquismo se convirtió -imperceptiblemente, al comienzo, para sus propios padres fundadores- en un saber trágico. Pues descubrir que la jerarquía es constante histórica, peso ontológico y enraízamiento psíquico tan imponentes conduce a la asunción de que su desafío suscita pánico, tanto como renegar de un dios olímpico o abandonar para siempre jamás la casa paterna. Los anarquistas son concientes de su propia desmesura conceptual y política. Barruntan que su ideal ha nacido contranatura, que podría haber abortado, que la imaginación colectiva podría no haberlo necesitado. Y el anarquismo, que ha pasado por muchas fases lunares en su historia (las fases carbonaria, mesiánica, insurreccional, anarcosindicalista, sectaria, sensentista-libertaria, punk, ecologista) necesita hoy de un mito de la libertad que sea “revelatorio” del malestar social y que dote a buena parte de la población de un impulso de rechazo, tal como el desafío blasfemo y desculpabilizador empujó a los anarquistas contra la iglesia, y el desafío antijerárquico a negar el orden estatal. Si continuará habiendo “milagro de la palabra”, es decir, anarquismo, es porque él mismo puede devenir contraseña para la esperanza colectiva y para luchas sociales liberadas del lastre de modelos autoritarios. El misterio de la jerarquía cedería entonces su opacidad a una revelación política.

Christian Ferrer

Más allá de la estructura de síntesis.

 

Contra la organización anarquista de síntesis proponemos la organización informal anarquista, basada en la lucha y los análisis que emergen de ella.

Las anarquistas de todas las tendencias rechazamos cualquier modelo organizativo jerárquico y autoritario. Rechazamos a los partidos y las estructuras verticales que, de antemano, imponen direcciones de una manera más o menos obvia. Si deseamos la revolución libertaria como única solución social posible al mundo actual, las anarquistas consideramos que los medios usados para encausar esta transformación condicionarán los horizontes alcanzados. Y esto significa que las organizaciones autoritarias no pueden ser instrumentos que nos conduzcan a la liberación.

Los peligros de la estructura de síntesis para la lucha anarquista.

Lo dicho anteriormente no basta expresarlo con palabras, es también necesario ponerlo en la práctica. En nuestra opinión, la articulación mediante una estructura de síntesis presenta no pocos peligros. Cuando este tipo de organización se convierte en una fuerza potente y hegemónica, como fue la CNT en los años 30, comienza a parecerse peligrosamente a un partido político. La síntesis se transforma en control. Aunque esto sucedió durante un periodo demasiado breve y apenas visible, así que este análisis lo dejaremos para que no se nos acuse de blasfemia o demagogia.

La estructura de síntesis se basa en grupos o individuos en contacto de forma más o menos constante entre ellos, y tienen un momento clave durante los denominados congresos periódicos. En estos congresos se discuten análisis básicos, se elabora un programa y se dividen tareas para cubrir diferentes parámetros de intervención social. Es una organización de síntesis puesto que se instala como punto de referencia capaz de sintetizar las luchas que ocurren en la lucha de clases. Los diferentes grupos o individuos intervienen en las luchas, dan su contribución, pero no pierden de vista la orientación teórico-práctica que la organización en su totalidad decidió durante su último congreso.
Sin embargo, en nuestra opinión, una organización estructurada de este modo corre el riesgo de estar detrás en lo que se refiere a la eficacia de la lucha, pues su objetivo principal es mantener la lucha dentro de su proyecto de síntesis y no empujarla a una proyección insurreccional. El principal objetivo para su proyecto es la búsqueda de personas o grupos para un crecimiento numérico organizativo. Por lo que tiende a dibujar una estrategia reformista y hasta cierto punto moderada para captar grupos o individualidades, a la par que intenta frenar todo aquello que se desmarque de su proyecto.
Esto no significa que todas aquellas que formen parte de una organización de síntesis actúen de esta manera: los miembros son a menudo bastante autónomos en su elección de ofertas y objetivos más eficaces en una determinada lucha. Es lo intrínseco del modo de funcionamiento de la organización de síntesis lo que conduce a tomar decisiones inadecuadas a la situación, ya que al buscar el crecimiento cuantitativo, a cualquier precio y a toda costa, se tiende a tomar posiciones poco claras o indefinidas en algunos temas, pues, de alguna manera busca tomar una posición que satisfaga los gustos de la mayoría, dejando descontentas a algunas personas, así se crea un mensaje “digerible” para la sociedad. Labor que, por otro lado, casi nunca suelen lograr, pues la mayoría queda insatisfecha, todo lo contrario a lo que en teoría se buscaba.

El miedo a lo desconocido es el principal factor que nos empuja hacia el esquema organizacional formalista (organización de síntesis)

La reacciones que se vierten al hacer críticas tales como esta son dictadas a menudo por el miedo y determinados prejuicios. El miedo a lo desconocido es el principal factor que nos empuja hacia el esquema organizacional formalista. Este esquema nos protege de la búsqueda de soluciones, sin el riesgo de encontrarse en situaciones y experiencias desconocidas. Esto es absolutamente obvio entre diferentes compas que ven la necesidad imperiosa de tener una organización formal que obedezca a requisitos tales como la constancia, la estabilidad y el trabajo programado por adelantado. En realidad estos elementos nos sirven más como una necesidad de la certeza que como una necesidad revolucionaria.
Por el contrario, pensamos que en la organización informal, sin esquemas de síntesis, se pueden establecer los puntos de partida válidos para salir de esta incertidumbre.
Creemos que la diversidad organizativa informal es capaz de convertirse –al contrario que las estructuras de síntesis y formales- en verdaderas relaciones concretas y productivas ya que se basan en la afinidad y el conocimiento recíproco. Por otra parte, el momento donde se alcanza el verdadero potencial es cuando se participa en situaciones concretas de lucha, no cuando se elaboran plataformas teóricas o prácticas, estatutos u otras reglas sociales.

La organización informal no se construye en base a un programa fijado en un congreso.

La organización informal no se construye en base a un programa fijado en un congreso. El proyecto es creado por compas en el transcurso de la lucha y durante el desarrollo de la misma. No hay ningún instrumento privilegiado o vanguardista en la elaboración teórico-práctica, ni existen los problemas inherentes a la articulación de síntesis.
El objetivo básico es el de intervenir en la lucha con objetivos insurreccionales y revolucionario.s
Sin embargo aún hay grandes limitaciones dentro de la informalidad, pero creemos que es una forma de organizarse aún válida y abierta a exploraciones teórico-prácticas.

 

Extraído de la revista Killing King Abacus.