“Cara a cara con el enemigo, sin mediaciones ni gestorías: he ahí la divisa y el
emblema de una práctica de intervención, orientación y potencialidad
anarquista”

Rafael Spósito

Digámoslo de esta manera: tal vez no es más que una simple cuestión de “fe”, pero tomamos nota de que no hay más sordo que quien no quiere oír ni más ciego que quien se niega a ver; por lo tanto,sabemos que es una batalla perdida de antemano –y energías desviadas del ataque– tratar de persuadir a los eternos guardianes de las “sagradas escrituras” en torno a la urgencia de renovación de nuestra teoría y nuestra práctica con una redefinición actualizada de nuestros trazos. Esos que no oyen ni quieren ver la necesidad de un nuevo rumbo anárquico en el contexto contemporáneo –frente a la reestructuración del capitalismo y el Estado, bajo el reino de las nuevas tecnologías–, son quienes engrosan hoy el conjunto de obstáculos que enfrenta el presente desarrollo del anarquismo.

Aquellos que aún permanecen anclados al modelo tradicional del “anarquismo clásico”, en sus organizaciones de síntesis y/o en partidos especificistas–estructurados de manera rígida en verdaderos aparatos burocráticos donde, inevitablemente, delegan estudios de “coyuntura” y elaboran conclusiones, instruyendo desde el púlpito qué hacer para frustrar el avance de la dominación–, ya no nos aportan nada con su visión ideologizada y su versión mediatizada de la lucha ácrata. Mientras no terminen como informantes y/o secuaces confesos del presente histórico-social, deberían sernos completamente indiferentes, excepto por la función que desempeñan en términos de propaganda (completamente opuesta a nuestras reflexiones).

Cada vez es más evidente el prejuicio ideológico de estos “sordos” y “ciegos” contra la tendencia insurreccional, con especial pedantería contra la organización informal, no sin dejar de hacer caprichosas distinciones entre un pretendido “informalismo bienhechor”–mucho más tolerable– que invita a la difusión comunitaria del apoyo mutuo y otro, sumamente inaceptable y consecuentemente insurreccional que incita constantemente al ataque contra la dominación y «pone en peligro al “movimiento” en general y al “anarquismo organizado” en específico».

Contrario a los prejuicios de las organizaciones rígidas y su ideología trasnochada, centramos nuestro interés en todas esas negaciones en movimiento; enfocamos nuestra mirada en el conjunto de tensiones anárquicas emergentes –desde las y los lobos solitarios anarconihilistas hasta el insurreccionalismo queer, por poner un par de ejemplos concretos– que estudian al enemigo para saber inmediatamente dónde golpearlo con todas sus fuerzas. Tensiones que, utilizando el lenguaje actual que parece haberse arraigado en esta porción de la galaxia anárquica, se identifican con el denominado “anarquismo de acción”, es decir, con la informalidad organizacional y la práctica insurreccional permanente.

Sin embargo, dentro de nuestro propio universo, frecuentemente se utilizan conceptos que –ya sea como reafirmación identitaria o, con la intención de distinguirnos de las demás luchas y/o deslindarnos del inmovilismo prevalente– a veces crean más confusión en la escena, envolviendo en una espesa niebla ese mínimo de claridad indispensable para el avance de la guerra anárquica y la forja de un sustrato común.

En este sentido, es posible situar, a partir de esta suerte de “cosmovisión”, desplazamientos y reubicaciones conceptuales que, en conjunto, implican un giro que tal vez quepa calificar de “radical” y que, de hecho, intenta reorganizar el campo de entendimientos y significaciones. Empero, en ocasiones topamos con verdaderas desvirtuaciones que, sin proponérselo, dejan de acompañar su aliento insurreccional de la reafirmación intransigente de nuestros principios. Así las cosas, continuamente encontramos como el propio concepto de “anarquismo de acción” a veces es reducido a su mínima expresión.

Definitivamente, la acción anárquica no puede diseccionarse como si se tratara de una zanahoria que intentamos cortar en rodajas, cada una de las cuales es digerible o no en su aislamiento. Cualquier acción anarquista, desde la perspectiva del anarquismo de praxis, implica un conjunto de factores –análisis e identificación del enemigo, evaluación general del proyecto (del que se puede ser parte), ataque y; luego, sistematización y elaboración de teoría a partir de la experiencia práctica, etc., lo contrario, sería restringir nuestra lucha a la limitada actuación de un grupo de especialistas. Por eso, consideramos apropiado que el concepto de “anarquismo de praxis” incluya este conjunto de factores, y no solo la “acción destructiva en sí misma”.

Es evidente que el anarquismo de acción es ese que no se queda en la “Idea”, es decir, que no se limita a la elaboración intelectual, sino que se traduce en acciones de ataque concreto al sistema de dominación imperante dándole vida a la Anarquía; no obstante, habría que agregar que a veces no todo lo que está diseñado como una posible “acción concreta” se convierte en un ataque “efectivo”, ya que pueden darse condiciones que impiden su desarrollo.

Definitivamente, el concepto en cuestión no debe circunscribirse a quienes llevan a cabo la acción destructiva, sino que ha de involucrar a todas las y los cómplices que desarrollan un sinfín de quehaceres paralelos facilitando el accionar final: desde la expropiación –proporcionando primero los insumos necesarios para el ataque y, después, facilitando la edición/impresión de materiales teóricos elaborados a partir de la experiencia práctica– hasta el análisis en función de la acción realizada. De tal suerte, el viejo concepto de “acción directa” se enmarca en el mismo razonamiento y, se complementa con la idea de “anarquismo de acción”, ya no reducida a los clásicos esquemas de actuación del (casi) extinto movimiento obrero en torno a la huelga –el sabotaje industrial y el boicot– ni tampoco como una expresión únicamente aplicable a nuestras acciones destructivas sino en tanto característica básica del perfil y posicionamiento anárquico.

De igual forma, existen otros conceptos que se esgrimen a modo de “identidad” que con cierta frecuencia son utilizados de manera confusa. En ese sentido, consideramos que es muy presuntuoso asumirnos como los únicos portadores de ciertos talantes con el propósito de diferenciarnos de los “otros”. Por ejemplo, con el uso impropio de la definición de “anarquista individualista”: acaso pretendemos monopolizar un rasgo que, como anarquistas, es indiscutible que aplica para todos; es decir, que todas las y los anarquistas coincidimos en que ningún grupo humano, sea grande o pequeño, debe
forzar la integración de las personas, por el contrario, consideramos vital incrementar la individualidad, su potencia y sus capacidades. Como anarquistas, estamos conscientes que cualquier “unión”, por muy bien intencionada que sea, siempre requiere la renuncia de los individuos a la plena disponibilidad sobre sí mismos. Al ser únicos –¡no somos iguales!–, cada quien busca asociar lo que tiene en común con las y los demás, no lo que nos distingue y nos separa de los otros, de lo contrario la coordinación sería imposible. Sin embargo, consideramos que sí es viable la coordinación en momentos y situaciones específicas y, con fines previamente concertados, sin renunciar a nuestra autodeterminación táctica y estratégica (precisamente, ese es el propósito de concretar un espacio insurreccional internacionalista).

Por supuesto, siempre se podrá demostrar, particularmente en nuestros días que todo se ha venido clarificando –aunque, no fue así desde el principio–, que nunca ha faltado la actuación de ciertos “anarquistas” (sobre todo en el pasado, pero también en la actualidad) que han impuesto límites absurdos a través de organizaciones burocráticas, repletas de “declaraciones de principios”, “estatutos”, “reglas” y, otras mil restricciones. Empero, a la hora de hacer balance y examinar el pasado, no podemos olvidar las reflexiones de época, es decir, las “mentalidades” prevalentes, las lecturas caducas que se hacían del mundo y el orden que se asignaba al conjunto de cosas y eventos.

Por último, tampoco podemos obviar la fascinación que existía y, lamentablemente todavía existe en ciertos sectores, por el desarrollo cuantitativo –verificable tanto en las organizaciones sindicales como en las de síntesis–, apostando al crecimiento aritmético como si por el sólo hecho de crecer pudieran poseer todas las “positividades”, eliminando a priori cualquier dificultad, incluidas las renuncias, las actitudes autoritarias y las traiciones que surgieron por aquí y por allá en momentos neurálgicos del movimiento anarquista. Ya ni hablar de las desvirtuaciones del “anarco-populismo” que ha venido tomando cuerpo en nuestros días, un coctel ideológico mefítico (ensayado en laboratorio a partir de dos ingredientes: el añejo plataformismo y, una suerte de leninismo posmoderno, mezclados en partes iguales y servido al tiempo) que impulsa “gobiernos progresistas” en nombre del “Poder Popular”.

Desde luego, quizá valga aclarar –para evitar una malinterpretación de lo antes expresado– que cuando señalamos el “uso impropio de la definición de anarquista individualista”, no significa que no reconozcamos la presencia histórica de estas lobas y lobos solitarios al interior de la tendencia insurreccional e informal (capaces de eliminar tiranos y hacer temblar a la dominación –y a la servidumbre voluntaria– de su época) y, sus tremendos aportes al conflicto anárquico, incluso en nuestros días, con sus osadas acciones contra toda autoridad. Nos referimos a ese hincapié improcedente que a veces se hace desde algunos grupos de afinidad, en franca contradicción con sus propios postulados, llegando en ocasiones a enredar más la madeja y a exacerbar diferencias realmente inexistentes en nuestra tendencia.

Otro concepto que con frecuencia también es sacudido y empleado a modo de “remedio universal” es la afinidad. En lugar de entenderse como una práctica “organizacional” frente a las estructuras rígidas de la “organización formal”, ahora se esgrime como criterio “anti-organización” o, a modo de “estructura de convivencia comunitaria” –como plantean algunos “anarco”-liberales desfasados, ante la pandemia de Covid-19, renunciando al ataque–, lo que aumenta la confusión e introduce contradicciones incluso donde no las había (¡y donde no deberían existir!).

En concreto, ha sido en el marco de acontecimientos puntuales del movimiento anarquista y, mediante debates internos que se han ido articulando en diferentes momentos, que el significado de “informalidad” (es decir, de “grupos informales” y/o “organización informal”) ha adquirido su propia especificidad. Tanto es así que, por ejemplo, los “grupos informales” concretos, también han operado al interior de organizaciones sindicales y organizaciones específicas (ejemplo el grupo “Nosotros” en el Movimiento Libertario español). Por lo tanto, es evidente que la informalidad (de los “grupos”) también puede estar contenida dentro de estructuras organizativas rígidas que se consideran “formales” a sí mismas, no tanto y no sólo porque lo asuman en su nombre, sino porque están estructuradas de esa manera, se establecieron con tal fin y, tienen evaluaciones internas y parámetros operativos que persisten más o menos estables en el tiempo, o que cambian según acuerdos establecidos.

En resumen, incluso dentro de la “máquina organizativa formal”, los grupos informales pueden actuar (y han actuado). Sin embargo, es a partir de las dinámicas y debates de las últimas décadas del siglo pasado que el concepto de “informalidad” contrasta como propuesta organizacionalmente válida para ir más allá de los límites y, superar las contradicciones de las históricas organizaciones anarcosindicalistas y del anarquismo especificista de síntesis: la formalización de las relaciones dentro de una maquinaria mastodonte que requiere sus tiempos y energías, con sus obstáculos burocráticos y formas preestablecidas de relaciones, desangra a sus asociados, para colmo, en un sistema que persigue sus propios tiempos a una velocidad cada vez más fuera del alcance humano. En este contexto, la herramienta organizativa se convierte en un fin en sí misma, ¡no en un medio útil para los fines por los que fue concebida! De ahí, la necesidad de dotarnos de nuevas herramientas, nuevas formas de organización, para adecuar la lucha anarquista ante las nuevas estructuras dominantes, mejorando las relaciones inmediatas entre compañeros y compañeras que con su fluidez redefinen las necesidades organizacionales para enfrentar las vicisitudes y las dinámicas interna y externa.

Si bien, la asociación de compañeros y compañeras en grupos de afinidad puede ir mucho más allá de los límites y contradicciones de las estructuras rígidas de las orgánicas sindicalistas o de síntesis – al asentarse en relaciones directas que favorecen, entre otras cosas, el conocimiento personal mutuo y la intimidad–, evidentemente, esta forma organizativa por sí misma, no nos garantiza que no aparezcan ciertas dificultades que sólo con el esmero perenne de cada quien pueden llegar a “erradicarse”. Por ejemplo, la misma diversidad de personalidades –con diferente preparación, experiencia y, capacidad de síntesis y análisis– que integran un grupo, puede determinar la aparición de “líderes naturales” (no buscados ni deseados sino completamente espontáneos). Siempre han existido personalidades que hacen más que otras y, a veces, mejor que otras, y evidentemente, no pueden ser forzadas a medirse con los mismos parámetros de una “igualdad” incomprendida para “todos” y “todas”. Por lo que, valorar la riqueza y la contribución de cada quien al quehacer del “grupo de afinidad”, en aras del proyecto a compartir en la lucha contra lo existente, no excluye la responsabilidad individual de cada quien frente a las relaciones internas que se establezcan. Desde este punto de vista, incluso la afinidad no nos garantiza nada. Siempre será la tensión permanente individual la que cree continuamente los diques necesarios para confrontar los momentos – “espontáneos”– de autoritarismo y arrogancia individual y/o colectiva, evitando la formación de espacios de poder y las actitudes centralizadoras, de la misma manera que seguramente sucederá en un hipotético mañana liberado. (¡El Estado no salió del sombreo de un mago, sino de la condición que precede la centralización del poder!).

Otro concepto que bien merece que nos detengamos un momento a reflexionar es el de “Nihilismo”. De hecho, si lo sacamos del contexto poético y lo colocamos frente a la lectura del escenario concreto, será evidente, para todas y todos, que su empleo es común a muchas de las tensiones que animan el anarquismo contemporáneo (informal e insurreccional). También es indiscutible que este concepto ha tenido presencia en nuestras filas desde hace más de un siglo, contando con connotadas figuras de larga trayectoria insurreccional que en su época se autodenominaron anarco-nihilistas. Así las cosas, comencemos señalando las dos acepciones del término “Nihilismo”: si bien es una expresión indeclinable que se usa en el nominativo y acusativo; por una parte, puede emplearse como sinónimo de “nada”, en el sentido de “vacío” o, “nūlla res”, es decir, ausencia absoluta de alguna “cosa” (o realidad); pero también puede referirse a la “nada” de manera precisa, predefinida, determinada, cuya conformación puede emerger de lo indeterminado de las formas estables y/o cambiantes. Ahora bien, si admitimos que desde los parámetros del anarquismo contemporáneo, se excluye de antemano la salvaguarda de los elementos fundadores del actual sistema de dominación, entendiendo la inutilidad y/o nocividad de estos en la posible “sociedad futura”, es consecuente asumir que esa sociedad futurista carece de boceto o esquema que pueda definirla y/o describirla en la actualidad. Si tenemos que destruir de inmediato todo lo existente –por las razones que resumimos sucintamente– nos queda claro que somos necesaria y obstinadamente “nihilistas” en la segunda acepción del vocablo. Entonces, la supuesta diferencia radical desaparece, de hecho, no existe ninguna diferencia desde esta forma de entender las cosas, entre quienes se asumen anarquistas individualistas y nihilistas y, no aspiran a un “anarquismo preconstituido”, por una lado y, por otro, aquellos, que también se admiten anarquistas insurreccionales pero no excluyen la hipótesis de la posible participación de un sector de los excluidos dentro de la dinámica destructiva de la insurrección y, paralelamente, tampoco le apuestan a una hipotética “sociedad anarquista preconstituida”.

Aquí, reaparece la añeja trama del individuo-sociedad y las diferencias entre los llamados anarquistas individualistas “puros” y los denominados anarquistas “sociales”, pero más allá de las etiquetas con que cada quien nos decoremos, nos queda claro que la historia no está ordenaba “ontológicamente”, sino que está constituida por lecturas e interpretaciones de dinámicas político-culturales y sociales, mediadas (¿por qué no?) por la sensibilidad particular y la tendencia individual. Pero más allá de esta obviedad, que tiene sus propias razones, ¿existen contextos generales y particulares que algunos prefieren excluir definitivamente, por más que sean necesarios, mientras otros admiten que aún hay posibilidades de algún tipo de participación de los “sectores sociales” en el proceso destructivo-insurreccional?

A menudo recurrimos a las demostraciones que nos ofrece la Historia para concluir definitivamente que cada “Revolución” (en su acepción de “levantamiento popular contra lo existente” – o insurrección generalizada), ha desembocado siempre en nuevos poderes centralizados (léase dictaduras) y que, per se, es ajena y enemiga del anarquismo, ya que luchamos contra el poder centralizado en sí mismo. Pero, tan pronto como avanzamos un poco más allá de esta conclusión, y comenzamos a hacer distingos entre “insurrección” y “Revolución” y/o, nos planteamos la “posibilidad revolucionaria” y la eventual “participación social” en nuestros días, la discusión prevalece (y muchas veces se enardece) porque quienes sostienen una u otra posición cuentan con un abundante arsenal argumentativo y, es que estas diferencias distan mucho de ser menores pues exceden los regocijos académicos y se instalan en las justificaciones de formulaciones prácticas y organizativas en torno a la actualidad u obsolencia del “proyecto revolucionario” e, inclusive, entroncan con las diferencias en torno a la visión cuantitativa y el consecuente inmovilismo implícito en la espera de “condiciones objetivas y subjetivas” (es decir, el pretendido despertar y desperezamiento de la servidumbre voluntaria) para la “inminente” concreción de la insurrección generalizada, lo que inevitablemente provoca divergencias y polémicas por lo general irreconciliables.

Ante esta disyuntiva, hay compañeros y compañeras que optan por cortar de tajo la discusión y plantearla en blanco y negro: «o consideramos que hay posibilidades concretas de destrucción definitiva del presente histórico, o creemos que no existe ninguna». De tal forma, rematan que quienes piensan que no hay ninguna posibilidad, «volatilizan de antemano cualquier pensamiento sobre el hipotético mañana liberado y tienen su alma en paz, ya que eliminan el problema en torno a la necesaria afinidad entre medios y fines y, toda planificación de la destrucción del presente y lo que siga».

Y en efecto, podría concluirse que al minimizar y/o negar las posibilidades de alcanzar el “fin”, se desprecian automáticamente “los medios”; sin embargo, pesa a la icónica reflexión anárquica (“los medios condicionan el fin”) en respuesta a la máxima maquiavélica (“el fin, justifica los medios”), en verdad, la elección de los medios para los y las anarquistas, va acompañado siempre de nuestros principios éticos (decididamente antiautoritarios) y no está condicionado por el hipotético fin anhelado.

Por su puesto, quienes plantean la imposibilidad de una ruptura sediciosa en nuestros días y aseguran que cualquier “Revolución” desembocará una vez más en dictadura –aún más en las condiciones que hoy impone un hipercapitalismo multicéntrico mucho más autoritario, de la mano de la tecnología y la redefinición genética de todo organismo viviente–, no se quedan atrás a la hora de pronunciarse ante quienes consideran realizable la destrucción definitiva del sistema de dominación, insistiendo en la “caducidad del análisis” y la “lectura ideologizada” de las y los defensores del “proyecto revolucionario posmoderno”. Pero si todavía hay compañeros y compañeras que consideran que existen posibilidades de destrucción del sistema centralizado de poder, en consecuencia, deben evaluar mejor la correlación de fuerzas y las interacciones que se desarrollan en la actualidad; ya que en este caso, la “voluntad de hierro” del guerrero, o de la coalición de guerreros y guerreras, no será suficiente para derribar al enemigo. Exactamente, en esta dinámica el “movimiento anarquista” (en su integridad histórica) se ha presentado siempre como un ente sedicioso –con el templado objetivo de destruir radicalmente la estructura institucional– que, al rechazar cualquier hipótesis en torno a la conquista del poder, coloca el evento “insurreccional” como el momento decisivo de la destrucción del enemigo. Sin embargo, es evidente que las condiciones actuales no son las mismas que hace un siglo atrás. Desde luego, esta afirmación no representa la negación a priori de la sedición social. Si mañana se concretara la ansiada insurrección generalizada, estamos convencidos que será bienvenida por todos los componentes (individuales y colectivos) de la tendencia, rebasándola siempre y orientándola hacia la Anarquía; lo que tampoco significa que estamos dispuestos a ser sorprendidos por la generalización de la lucha de los sectores excluidos, sino que vivimos atentos a todo brote sedicioso con el fin de exacerbarlo hasta las últimas consecuencias.

El hecho que en la actualidad, la tendencia anarquista informal e insurreccional, reconozca la inhabilidad de la preservación de los elementos del sistema para su uso futuro y, se centre en la destrucción de lo existente, dejando así abierto el futuro al “nihilismo” –poniendo en claro que no hay nada definido ni definible en el presente–, no afecta en modo alguno su validez ni la importancia de su accionar. Empero, la dominación y el poder no desaparecen en absoluto. Tanto es así que no hay tensión anárquica –en el contexto de la tendencia que nos ocupa–, que no lo tenga en cuenta y, no intente, más o menos, “solucionarlo”; frecuentemente, con cierto candor y otras, con ilusiones totalmente milagrosas, a pesar de lidiar con el tema en términos concretos. Por lo que a veces nos encontramos con compañeros que –ingenuamente– inscriben sus ilusiones en la misma lógica de las relaciones de poder sin cuestionarse demasiado y, vislumbran la lucha anárquica como un campo de batalla donde se enfrentan dos bloques en aras del triunfo definitivo; algunos le apuestan únicamente a la propaganda que emanaría de la acción destructiva en sí, considerándola aún más eficiente si va acompañada de comunicados explícitos; otros ponen sus ilusiones en el “contagio” de la acción destructiva y eligen el anonimato, reduciendo la acción sediciosa a una cuestión biológica; y, por supuesto, hay quienes, en cambio, se aferran al despertar de la servidumbre voluntaria y a posiciones similares, propias de los nucleamientos “anarco-sociales”, superadas por eventos y dinámicas del presente histórico que, continuadamente, vuelven obsoleta cualquier hipótesis general –válida en todas partes y para todos– de intervención subversiva-destructiva.

Y es justo en torno a estos tópicos que surge otro viejo concepto bastante vapuleado en nuestros días: la “propaganda por el hecho”. Históricamente, este concepto ha tenido su muy particular  significado en los círculos anarquistas, quedando auténticamente definido como la difusión del ideal anárquico a través de la violencia directa contra la dominación, ya sea mediante la eliminación física de los representantes del Poder y/o, por medio del ataque a su infraestructura o a sus instalaciones más emblemáticas (edificios gubernamentales, estaciones de policía, cuarteles del ejército, judicatura, legislativo, iglesias, etc.). Tal como lo indica la combinación de vocablos, esta divulgación activa del ideario ácrata no requiere la intervención de las palabras, ya que es el propio “hecho” el que expresa el sentido de la acción, por lo que no necesita ir acompañado de reivindicación alguna. A esta concepción, iban aunadas las reflexiones de época –inspiradas en las aspiraciones de “concientización de las masas proletarias”– que anhelaban la apropiación generalizada de los métodos revolucionarios, por lo que se recomendaba no reivindicar las acciones para conseguir su imitación por la mayoría de los explotados.

Sin embargo, nunca fue del todo cierto que la “propaganda por los hechos” se limitara única y exclusivamente a lo que “expresaba” la acción en sí. Por el contrario, la mayoría de las veces fue acompañada por cartas póstumas y/o manifiestos firmados por sus ejecutores –por lo general, publicadas en los periódicos anarquistas del momento– donde se narraba explícitamente el motivo de la acción o, en su defecto, los hechos eran reivindicados en exaltados editoriales glorificando a los “mártires de la Anarquía” y exponiendo las justas motivaciones que les llevaron a proceder contra la dominación.

Ciertamente, la mayoría de las acciones de “propaganda por los hechos”, salvo rarísimas y contadas excepciones, fueron realizadas por compañeros y compañeras anarquistas que actuaban motivados por sus convicciones y/o en represalia por las ejecuciones de sus compañeros. Jamás se verificó la “imitación” de las acciones por parte de los sectores sociales excluidos (ya fueran motivadas por los hechos anónimos o por las reivindicaciones editoriales), por el contrario, el “contagio” se manifestó entre los propios anarquistas que descifraban fácilmente el mensaje de sus compañeros e igualmente optaban por abandonar la espera por las “condiciones revolucionarias” y, vencían el miedo al poder omnipotente actuando en total complicidad.

En el marco de la dinámica del anarquismo contemporáneo, donde cada componente busca “su” solución, lejos de incrementarse las diferencias, constantemente surgen puntos comunes fundamentales para todas y todos los interesados. En primer lugar, detectamos que no es del todo cierto para ningún componente anárquico, el absoluto alejamiento de lo “social”, ya que –aunque declaren no tenerlo en cuenta– a menudo llaman a intensificar nuestro accionar y desbordar los límites cada vez que se presenta el más mínimo brote de explosión social. Por otro lado, tampoco es verdad que los presuntos “antisociales” no tengan un ojo puesto en la posibilidad post-insurgente, ya que reafirman abiertamente estar tan atentos al futuro como lo están del presente, con la determinación de cortar de raíz cualquier intento o manifestación de poder centralizado por muy “revolucionario” que se asuma; simplemente, no desean restringir el presente con estrechos parámetros ni darle una connotación determinante a lo que pudiera construirse hipotéticamente mañana sobre las ruinas del presente.

En esta misma tesitura, también se inscriben los “otros”, esos que todavía permanecen anclados en las orgánicas rígidas y burocráticas. Si bien este sector se equivoca persiguiendo paradigmas totalmente irrelevantes frente al actual contexto de lucha, es innegable que no desisten en su intento por permanecer lo más cerca posible de la realidad concreta, sin renunciar –pese a nuestros constantes reproches– a ninguno de los anhelos anárquicos, conscientes de que sólo la insurrección permanente abre la posibilidad de confrontación concreta con el sistema de dominación, sin que, ni siquiera “ellos”, pretendan desde hoy imponer lo que sobrevendrá en la hipotética post insurgencia.

Por lo pronto, es posible apreciar una suerte de “acercamiento” general, a modo de diagnóstico de la tendencia informal e insurreccional anárquica, destacando y reconociendo que en su interior existen diversidades irreductibles con sus tensiones, preferencias y formas de abordar la destrucción inmediata de lo existente; pero este hecho, no obstaculiza el desarrollo de nuestro sustrato compartido ni dificulta nuestros objetivos ancestrales de destrucción de toda dominación, sino que abona el terreno para limar asperezas –muchas veces exacerbadas– y consolidar entendimientos. De ahí la propuesta de rebasar concretamente los límites y deficiencias actuales desde la perspectiva de un posible paradigma anárquico renovado que ya no podrá limitarse a ningún espacio “regional” sino que exige la protagónica imbricación internacionalista y su consecuente proyección insurreccional.

Se asiste entonces, al abandono de todas nuestras certezas, a la absoluta indolencia frente a los rituales burocráticos de los recipientes organizativos rígidos, al imperioso rechazo a las planificaciones inviolables e incapaces de corregirse a sí mismas y, se pasa a explorar las infinitas posibilidades de nuevas prácticas susceptibles de provocar y promover el caos, cobrando vida nuevas tensiones que se vuelven móviles y se reconocen más en los recorridos vitales que en la estabilidad mortal de los lugares fijos. Hoy, las historias previsibles ya no conmueven y, los deseos se concentran en el ataque despiadado a toda forma de poder, se nutren en el placer de la insurrección permanente y la pasión por la sorpresa, exaltando el descubrimiento de lo nuevo.

Tomado de Reflexiones en torno al sustrato anárquico contemporáneo informal, insurreccional e internacionalista. Febrero/Abril, 2020