Planteada en el seno de una polémica partidista, esta cuestión suscitará no cabe la menor duda las mismas discusiones que suscita el definir cuándo una acción es o no es terrorista. De ahí la frecuente tentación de pensar en la imposibilidad de llegar, para hablar de la violencia y del terrorismo, a una definición aceptada por todos. Sin embargo, cuando lo hacemos, todos partimos de conceptos que hemos elaborado o que hemos asumido previamente. […]
El verdadero problema es que, respecto a la violencia y al terrorismo, hay generalmente posiciones a priori, de tipo ético y político, que impiden el acuerdo, además de una especie de miedo fantasmagórico a definirnos, porque ello implica poner en causa nuestros propios comportamientos. Esto ocurre también con todas las palabras que nos implican personalmente: justicia, verdad, amor, etcétera. Sin embargo, yo creo que, con un poco de buena voluntad y claro está con mucha honestidad intelectual, el acuerdo es posible. No es un problema que requiera muchos conocimientos o una gran especialización para pronunciarse; basta con situarnos sucesivamente en la posición del que ejerce la violencia o el terrorismo y en la del que soporta sus consecuencias. Si hacemos esto, enseguida veremos que la legitimidad o ilegitimidad de la violencia se nos aparece evidente, y que depende exclusivamente de lo que la motiva. Es decir: del objetivo perseguido con ella.
Todas las acciones humanas, inclusive las consideradas puramente fisiológicas, tienen un origen y una causa, pero también una motivación y un objetivo. Las puramente fisiológicas sacan su legitimidad de la causa, pues el objetivo está implícito en ella; puesto que, salvo en los casos de violencia patológica, el objetivo es exclusivamente responder a lo que provoca la reacción violenta. Cualquiera de nosotros sabe esto y juzga en consecuencia: no es lo mismo utilizar la violencia para comer, porque se tiene hambre, que utilizarla para hartarse sin tener ya hambre, únicamente para que no pueda comer otro que si la tiene. Aquí ya hay otra motivación que la de satisfacer una necesidad vital y legítima de todo ser humano. Hay una intencionalidad que nada tiene que ver con una necesidad vital personal, sino la de impedir que otro ser humano pueda satisfacerla. En un caso así es suficiente con verificar si tal es la intención para calificarla de ilegítima: ¡aquí y en China! A condición, claro está, de que se parta del principio de que todo ser humano, por el simple hecho de serlo, tiene el derecho de existir y de realizar plenamente su humanidad. ¡Sí, el derecho de todo ser humano, de todos los seres humanos!
¿Acaso no es este principio el que fundamenta nuestra ética y la de la civilización en la que vivimos? Entonces, ¿por qué no considerarlo como referencia moral incuestionable para valorar y calificar de legítimas o de ilegítimas las acciones humanas, individuales o colectivas?
Cuando estas acciones trascienden lo biológico y se sitúan dentro de la esfera de la convivencia tienen, necesariamente, una dimensión ética, y por ello hay que juzgarlas por su intencionalidad aunque la intención, el objetivo, no sea siempre evidente. De ahí la necesidad, antes de juzgar la acción, de descubrir su objetivo, de cernirlo y valorarlo a la luz de los principios éticos que todos reconocemos como derechos humanos. Un reconocimiento que, incuestionablemente, es universal aunque muchas veces sólo sea formal.
Me parece muy razonable el tomar en consideración la dimensión ética de la acción humana para diferenciar bien lo que es violencia terrorista de la que no lo es. No es lo mismo luchar por la libertad y la dignidad de todos los hombres, que negárselas para dominarlos y explotarlos. Y eso a pesar de que la historia nos muestra que muy frecuentemente las víctimas se transforman en verdugos, y que también muy a menudo el discurso de la rebelión disimula su verdadera intención. Los libertarios sabemos esto y que el Poder es, en toda circunstancia, la dominación del hombre por el hombre, incluso el poder revolucionario. Como sabemos también muy bien que, si el Poder no puede imponer su dominación por medios pacíficos, no tiene ningún escrúpulo en recurrir a la violencia y al terror para imponerla. Es por esto que rechazamos el Poder y lo combatimos en todas sus formas.
Mi experiencia: la resistencia libertaria al franquismo
Todos sabemos lo que fue el franquismo y cómo se mantuvo durante tantos años. Los libertarios luchamos, como pudimos, contra la dictadura. La resistencia libertaria al franquismo comenzó el mismo día que terminó la guerra y no paró hasta que el pueblo español recuperó las libertades llamadas democráticas. Los nombres de miles de libertarios represaliados, presos o fusilados, y los numerosos comités confederales anarcosindicalistas de la Confederación Nacional del Trabajo, CNT) o específicos (anarquistas de la Federación Anarquista Ibérica, FAI) desmantelados por las fuerzas represivas franquistas lo atestiguan. La lucha se inició y se prosiguió en la medida de nuestros medios, que no eran muchos, intentando oponer a la violencia represiva, incalculablemente superior en hombres y armamento, nuestra violencia resistencial, en muchas ocasiones puramente testimonial.
¿Se pueden equiparar las dos violencias? ¿Respondían a las mismas motivaciones? ¿Tenían la misma intencionalidad, el mismo sentido y objetivo ético?
Yo creo que no, y no sólo por la desproporción entre las dos, sino precisamente por su objetivo. No, no es lo mismo utilizar la violencia para aterrorizar a un pueblo y mantenerlo sometido, que utilizarla para que ese pueblo pueda recuperar la libertad de expresión, de reunión y de organización.
En lo que concierne al franquismo, su intencionalidad era manifiesta, no daba lugar a dudas y estaba presente en todos sus discursos y actos: imponer su voluntad, mantener su dominación y permanecer en el Poder reprimiendo toda oposición. En cuanto a la nuestra tampoco se podía dudar: se recurrió a la violencia solamente para reclamar libertad y en ningún momento tuvo por objetivo el Poder. En esto la violencia antifranquista libertaria se diferenció de la franquista y de la ejercida por otros grupos antifranquistas, que también reclamaban libertad pero que aspiraban al Poder. Por tanto, sólo por mala fe o por ignorancia se pueden equiparar esas violencias.
Los que aspiran al Poder quieren mandar e imponer sus ideas. Para conquistarlo no reparan en conseguirlo por la violencia, sólo depende de la relación de fuerzas. Lo importante, para ellos, es llegar al poder y mantenerse el mayor tiempo posible en él: por la represión y el terror si es necesario. Aceptan la democracia cuando ésta les permite conseguir su objetivo o cuando no hay condiciones para alcanzar el poder por medios violentos. Su violencia es siempre opresiva y negadora de la libertad del otro. Por eso, aunque se pretendan democráticos, su intención es ser hegemónicos en todos los terrenos: en el ideológico, en el político, en el económico y hasta en el cultural. Nuestras divergencias con ellos son enormes y fundamentales. De ahí que me parezca legítimo introducir esta diferencia en el debate y exigir que sea tomada en consideración antes de equiparar todas las violencias.
Además, en lo que concierne a la violencia de los libertarios contra la dictadura franquista, puedo afirmar que siempre se veló por mantener la máxima coherencia entre medios y fines. No sólo rechazamos organizarnos jerárquica y militarmente, sino que se excluyó totalmente toda forma de funcionamiento que pudiese derivar en profesionalización. Los que participaron en la acción lo hicieron de forma voluntaria. No se sacrificó el imperativo ético, que conforma la ideología libertaria, a la eficacia.
Las acciones fueron de auto defensa o testimoniales, para reaccionar frente al terror franquista y aportar nuestra solidaridad a los que sufrieron la represión por reclamar la libertad para todos los españoles. Por ello la violencia en nuestras acciones fue más bien simbólica, se redujo a su mínima expresión, pues no se quiso hacer víctimas, salvo en la persona del dictador. No tuvo por objetivo aterrorizar, sino denunciar la represión de que el pueblo era víctima, alentarlo a resistir para crear, con los demás sectores antifranquistas, una dinámica resistencial capaz de provocar la caída de la dictadura.
Es posible que hubiese quienes soñaran con entrar victoriosos en Madrid e imponer la Revolución por las armas, pero de lo que estoy seguro es que, para la mayoría de nosotros, hacía ya mucho tiempo que ese mesianismo fue superado. No nos consideramos una vanguardia revolucionaria. Supimos que la transformación social no se impone, que ella sólo se consigue con la afirmación y generalización del deseo de justicia y libertad en el seno de las sociedades humanas. Tal era nuestro propósito y sigue siéndolo.
La historia está llena de ejemplos que demuestran cómo se pervierte el ideal revolucionario a través del ejercicio del Poder, cómo la violencia revolucionaria se ha vuelto terrorista y acaba engendrando monstruos totalitarios. Todas esas experiencias terminan en fracasos estrepitosos, y en lugar de transformación social lo que hay al final es regresión. Ninguna de esas experiencias produjo al hombre nuevo. Al contrario, los pueblos que las viven y sufren han quedan desarmados, moral y socialmente, para hacer frente a las castas revolucionarias transformadas en mafias empresariales. Del capitalismo de Estado se ha vuelto al capitalismo más salvaje, a la religión y al nacionalismo más patriotero. Contrariamente a lo que decía buscar, el mesianismo revolucionario contribuye decisivamente a la consolidación de la explotación capitalista a la escala planetaria y al descrédito de la idea de transformación social.
El balance no puede ser más catastrófico y desolador. ¡No lo olvidemos!
Octavio Alberola