Vivimos en la Era de la Sociedad. En todos lados, autoridades del saber de variados tonos políticos y morales pontifican la “necesidad” de una sociedad “preocupada”, “compasiva”, “moral”, e incluso “cristiana”. Ellos, en diferentes grados de fervor real o asumido, proclaman que la “sociedad” tendría o debería hacer esto o aquello, y rápidamente denuncian como “egoísta” a aquel que se niegue a aceptar sus panaceas particulares. Conservadores moralistas tradicionales de derecha, socialistas marxistas de Izquierda (y sus aliados “libertarios”), bienestaristas liberales de centro, todos incitados por sus visiones del pasado, por futuros paraísos o por la última estadística de adultos mayores que sufren de hipotermia, se unen al coro de las súplicas al dios de la Sociedad y demandan que “sea hecho”.
Detrás de este clamor reposa la creencia errónea de que los individuos al formar una “sociedad” crean una entidad orgánica en la cual los individuos solo se relacionan como meras partes celulares de un todo, y a la cual se le pueden hacer solicitudes. Esta creencia no tiene una base en los hechos. “Sociedad” no es ningún ego que pueda causar, sentir o saber algo. Es un sustantivo abstracto que denota una conglomeración especifica de individuos relacionándose entre sí por cierto propósito. Por tanto, pretender que estos individuos no son nada más que células que forman parte de un organismo es una grosera malversación de las palabras. Una célula no existe por sí sola. Un individuo puede existir solo –aunque al costo de una incomodidad e inconveniencia considerables. La “sociedad” es, por tanto, puramente un constructo mental. La única identidad concreta involucrada es el particular, el individuo de carne y hueso.
Se podría objetar esta línea de razonamiento argumentando que el “hombre” es, al fin y al cabo, un “animal social”. Si por esto nos referimos a que cada individuo que vive en una sociedad tiene una multiplicidad de relaciones con otros individuos, entonces, esto es cierto. Sin embargo, si desde este hecho evidente se concluye que estas relaciones inter-individuales constituyen por si mismas un cuerpo real con vida y demandas propias, entonces, estaremos situándonos al mismo nivel que el animismo de los primitivos salvajes. No sería nada más que una hipotetización vacía.
No obstante, ninguna creencia existe sin servir un propósito, sin importar cuan irracional o necia parezca. El mito sociocéntrico es la creencia de que el individuo es meramente un componente de una abstracción llamada “sociedad”, disimula los intereses de aquellos que tienen en mente algún ideal prescriptivo de cómo deberían comportarse las personas. Es otro espectro con el cual embaucan a los inocentes e ingenuos. Poner de manifiesto cual es mi propio interés no es por ningún motivo tan impresionante como invocar los intereses de la “sociedad”. Y mientras uno no se cuestione cómo tal entidad incorpórea puede tener intereses, el mito se mantiene intacto para el futuro uso de sus beneficiarios.
En contra de la mística del sociócrata, se encuentra el ego consciente del autócrata quien maneja su existencia por sí mismo, y aquellos que se refieren a la “sociedad” simplemente como un medio o un instrumento, no como fuente o sanción. El egoísta rechaza ser atrapado por la red de imperativos conceptuales que rodean la hipotetización sobre la “sociedad”, él prefiere lo real a lo irreal, el hecho antes que el mito.
Sidney E. Parker