I. La secta del perro
Allá por la mitad del siglo IV aC vivió en Atenas y Corinto un filósofo vagabundo, quien con gestos extravagantes y actitud provocadora predicaba el rechazo de todas las convenciones civilizadas y el retorno a lo natural y espontáneo. Diógenes el cínico, originario de Sinope, ciudad a orillas del Mar Negro, no hablaba en vano: vivía dentro de una tinaja de barro, no votaba ni participaba en el quehacer ciudadano, no trabajaba en oficio alguno y lo mismo hacía en público “las cosas de Démeter” (sus necesidades corporales) que “las de Afrodita” (sus necesidades sexuales). Ayudándose con un bastón, una burda manta le servía de vestido por el día y de resguardo por la noche, y un hatillo contenía las sobras de una dieta frugal, mendigada, en la que no entraban los alimentos cocidos. Al criticar los falsos ídolos que regían la vida de sus contemporáneos, o las instituciones democráticas pervertidas por los tiranos y los demagogos, o la hipocresía social escondida tras valores supuestamente sagrados, contraponía las leyes de la naturaleza a las de la sociedad y escogía a los animales como modelo, buscando la libertad en una vida sin lastres fuera de la polis, lejos de sus leyes y prejuicios. Se reía del destierro, la peor condena en el mundo griego, proclamándose ciudadano del mundo; decía que “sólo hay un gobierno justo: el del universo”. Negaba también la propiedad y la familia y proponía la comunidad de bienes, mujeres e hijos: “Lo poseído no es mío. Parientes, familiares, amigos, fama, lugares habituales, modo de vida, todo eso no son sino cosas ajenas”. Ante la ley de la naturaleza, los hombres, las mujeres y los animales eran iguales, y por eso eran legales, por naturales, todas las variedades de incesto (un detalle menor del amor libre) e incluso el canibalismo (porque “todo estaba en todo y circulaba por todo”). No lo eran en cambio la violencia, fuente de todos los males, ni la idea de patria o el dinero. La armonía con el universo debería resultar de la abolición de la guerra y los guerreros, de la desaparición de la moneda y del patriotismo. En esa misma dirección, Epicuro, fundador de una escuela de pensamiento posterior, desaconsejaba la instrucción ciudadana y condenaba la práctica política. Se dirigía, como Diógenes, al individuo cosmopolita, la gran invención del mundo griego, proponiéndole una vida retirada y tranquila rodeado de amigos y mujeres, basada en la alimentación sencilla, la satisfacción de deseos naturales y la entrega a los placeres auténticos, a saber, la sabiduría y la ausencia de dolor.
Las enseñanzas de la escuela filosófica cínica, en la que se incluye a Diógenes, constituyen pues la primera crítica primitivista de la civilización. Su aparición al final del periodo clásico griego, en plena crisis de la polis, vendría a ilustrar por contraste la separación entre la letra de la ley y la prosa de la realidad cotidiana. Las guerras civiles entre Esparta y Atenas habían provocado el derrumbe de los valores de la civilización griega. Las palabras, cambiaron de significado y las virtudes cívicas se trocaron en su contrario por culpa de la sed de dominio y del espíritu de partido. La corrupción y la guerra de intereses campaban a sus anchas. Según Tucídides, “quienes despreciando las leyes divinas cometían alguna perfidia bajo capa de una causa noble eran los más apreciados. Los ciudadanos que se mantenían aparte caían bajo los golpes de ambos partidos, ya sea porque se negaban a participar en la lucha, ya sea porque su tranquilidad encendía los celos de todos” (“Guerras del Peloponeso”). Poco tiempo después, al comienzo del periodo helenístico, las ciudades griegas agonizaban bajo la bota del poder organizado y las clases favorecidas. Entonces nadie se sentía protegido por leyes y, por lo tanto, nadie se sentía miembro de una comunidad ciudadana. Decía Hegel que, “para que la filosofía surja en un pueblo tiene que haber ocurrido una ruptura en el mundo real.” El hombre se refugia en el pensamiento cuando la vida pública ya no le satisface, cuando la vida moral se ha disuelto. Los griegos empezaron a pensar en la naturaleza cuando habían perdido todo interés por su mundo y todo a su alrededor era turbulento y desdichado. El fenómeno no tiene nada de extraño. Los griegos no concebían al hombre emancipado del universo o separado de la naturaleza, y por tanto, no veían oposición entre ella y el hombre. El universo era un mundo ordenado, generador de relaciones justas, un modelo en donde encontrar aquél orden social “conforme a la naturaleza”. Las obras de los hombres no podían ser superiores a las obras de la naturaleza; a lo sumo, podían acercarse a la perfección en la medida en que se insertaban en ella y reflejaban su orden. En ese sentido Epicuro decía: “Si en cada ocasión no diriges cada uno de tus actos hacia el fin de la naturaleza, sino que te desencaminas y apuntas hacia algún otro fin para huir de aquella o para perseguir éste, tus palabras nunca estarán de acuerdo con tus actos.” La polis había sido un sistema basado en las leyes cósmicas, un sistema natural que se había pervertido, convirtiéndose en algo ajeno, “bárbaro”. Era “más griego” entonces volver a la naturaleza. Dada la ausencia de dimensión histórica del tiempo entre los griegos, el final era sólo el principio. Los romanos tuvieron ese mismo estado de ánimo cuando cayó la república. En la siguiente etapa, el Imperio Romano, la negación primitivista resurgirá como mito en la literatura y como realidad en la periferia.
II. La edad de oro
En el siglo III aC, Zenón el estoico empezaba sus disertaciones con la descripción de una sociedad en la que no hubieran diferencias de estado, ni de raza, ni de partido. Una especie de comunidad mundial igualitaria entregada al culto solar. Ya desde Hesiodo había existido una tendencia primitivista en el pensamiento griego que concebía la vida en tiempos remotos como el reino de Pan, una edad de oro de la abundancia, inocencia y felicidad. Los poetas cantaban a unas Islas Bienaventuradas habitadas por los “heliopolitas”, y gracias al historiador Diodoro Sículo sabemos que en ellas abundaban las flores y los frutos, y que nada pertenecía a nadie; que todos usaban de la tierra, los alimentos o los utensilios por turnos, y ni que decir tiene que la promiscuidad era absoluta. Teócrito situó la escena pastoril en Sicilia, pero fue una agreste e inhóspita región de la Grecia central, Arcadia, la que encarnó más que ninguna otra el mito de los orígenes felices. Virgilio en sus “Bucólicas” describe el lugar con una vegetación frondosa, presta para la recolección, en eterna primavera, sin sufrimiento, donde todo es ocio y amor: “Lejos de la discordia y de las armas, la tierra que siempre prodiga en justicia una sustancia fácil… El hombre no tiene más que coger los frutos de las ramas y cuanto en su provecho produce, espontáneamente, la campiña. Goza de un reposo sin inquietud y de una existencia rica en recursos variados.” Ovidio, en sus “Metamorfosis” da una versión similar de los comienzos de la historia, “antes de que Saturno fuera desposeído por Júpiter”: “los hombres cultivaban la buena fe y la virtud espontáneamente, sin leyes ni restricción alguna. No existían ni el castigo ni el miedo, ni era necesario leer frases amenazadoras escritas en placas de bronce… La misma tierra, sin ser molestada ni tocada por la azada, sin ser herida por ninguna reja de arado, producía todas las cosas gratuitamente…”. Saturno tuvo que refugiarse en Italia con sus primeros habitantes y según Trogo Pompeyo “era tan justo que bajo su gobierno nadie fue esclavo y tampoco nadie tuvo propiedad privada: todas las cosas eran tenidas en común y sin división, como si hubiera una sola heredad para todos los hombres.” La aspiración a la felicidad derivaba no de la imposible edificación de una sociedad nueva, sino de la evocación de un paraíso primigenio que retornase al final de un ciclo marcado por la decadencia y la ruina. Para el Imperio Romano este ciclo había empezado en el siglo III. En efecto, desde entonces hasta el final, en la Galia y en Hispania se sucedieron levantamientos masivos de extrañas gentes, los bacaude, a los que grandes ejércitos no llegaron a someter. Se trataba de esclavos fugitivos, soldados desertores, colonos empobrecidos y ciudadanos arruinados que huían a los bosques buscando la libertad que no tenían en la vida cívica. Allí formaban bandas que expropiaban a terratenientes y asaltaban ciudades, rigiéndose por una justicia “natural”, separados del Imperio, sin magistrados ni gobernadores. En un diálogo conservado de esos tiempos (“Querolus”) un ciudadano pide a los lares que le indiquen un lugar donde pueda ser feliz. Le responden que se vaya a las márgenes del Loira, territorio de los bacaude, pues “Los hombres viven allí bajo la ley natural. Allí no hay dolor. Las sentencias capitales se pronuncian allí bajo los robles y están grabadas en hueso. Allí incluso los rústicos hablan y los particulares emiten juicios. Puedes hacer lo que te plazca…”. Sería el caso de la primera revuelta primitivista de la historia.
Ni la desagregación del imperio ni las invasiones germánicas acabaron con el mundo grecorromano. El radical cambio en la concepción del mundo inducido por el cristianismo fue el verdadero responsable. Los dioses abandonaron el universo, ahora pura creación de Dios, y la armonía cósmica fue rota en provecho del hombre, hecho a su imagen. El mundo interpretado antropocéntricamente quedó devaluado y la realidad perdió sustancia en provecho del más allá. Era un lugar de paso, un episodio en el drama trascendente de la salvación. El espíritu y el mundo, el hombre y la naturaleza, se separaron irremisiblemente. Tal dualismo rigió en Occidente hasta que el desarrollo de las condiciones materiales y espirituales de la sociedad medieval provocaron tensiones y conflictos que llevaron a dos vías de superación: una, dirigida por teólogos, basada en el desencantamiento del mundo llevado hasta sus últimas consecuencias; la otra, encabezada por intelectuales, fundamentada en la exaltación de la cultura antigua y el redescubrimiento de la naturaleza mediante la observación y la experiencia. La Reforma y el Renacimiento.
III. El milenio
La religiosidad reformista negó la doctrina de la salvación mediante los sacramentos, lo cual dejaba al hombre solo ante las consecuencias de sus actos y lo forzaba a racionalizar su conducta. El mundo –y en consecuencia, la civilización– quedaba todavía más desvalorizado que en el catolicismo. Un paso más en esa dirección llevaría a la aparición de sectas que huían del “mundo” y evitaban relacionarse con los no creyentes. Aferrarse al mundo impedía la revelación de la fe por parte del Espíritu Santo, y por consiguiente, la superación de la subjetividad irracional (del estadio primitivo del hombre). En un intento de adoptar el estilo de vida de los primeros cristianos, las sectas predicaban la comunidad de bienes y seguían la Biblia al pie de la letra, rechazando cualquier otra lectura. Ya entre los adeptos al Espíritu Libre, un movimiento sectario que bajo diferentes nombres se extendió a partir del siglo XIII por buena parte de Europa, se perseguía la emancipación espiritual del hombre mediante la identificación con Dios y la negación radical de la propiedad privada. Uno de ellos, Juan de Brünn, predicaba a sus seguidores: “Dejad, dejad, dejad vuestras casas, caballos, bienes, tierras, dejadlo, haced cuenta de que nada es vuestro, tened todas las cosas en común…” No obstante, la vuelta a una perdida Edad de Oro, a un estado natural igualitario realizable en el presente que los Padres de la Iglesia habían asimilado al paraíso anterior a la Caída, no encontró demasiados partidarios, pero cuando se agitaron los campesinos pobres y el pueblo miserable de las ciudades, como pasó en Flandes, Picardía o en Inglaterra (revolución de John Ball), entonces la idea se transformó en un mito revolucionario de masas. Predicadores disidentes como Juan Wyclif la argumentaron y la extendieron por toda Europa, alumbrando revoluciones en Bohemia, Alemania, Holanda, etc., (revuelta husita, guerras campesinas, los Bundschuh, movimiento anabaptista). En plena dislocación del mundo feudal, al lado de los reformadores protestantes surgía un partido plebeyo apocalíptico anunciando la llegada del Espíritu Santo y el retorno por mil años del paraíso originario, una sociedad sin clases y totalmente libre, con la autoridad abolida; sociedad perdida tras la Caída, es decir, tras la civilización. Si los primeros preparaban el mundo para el capitalismo, estos últimos atacaban “Babilonia” (las ciudades comerciales) y quemaban libros. Aunque sólo algunas fracciones radicales practicaron la comunidad de bienes –los adamitas, taboritas extremistas, determinados grupos anabaptistas, etc.– todas ellas proclamaban la inminencia de un reino de la igualdad, donde todos disfrutarían en común de los bienes de la naturaleza, del agua y del bosque, de la caza y de la pesca, donde cada cual recibiría según sus necesidades y donde no habría diferencias de rango o estado y todos serían como hermanos; reino que se entronizaría al final de una lucha de exterminio contra el Anticristo y sus huestes, es decir, contra el Estado, la Iglesia y las clases dominantes. Al exclamar el agitador Thomas Müntzer: “¡A ellos, a ellos, mientras el fuego arda! ¡Que la espada no se enfríe! ¡que no enmohezca! ¡Golpead, golpead en el yunque de Nimrod! ¡Destruid su torre!” invitaba a la destrucción social más completa. Nimrod era el constructor de la torre de Babel y se le consideraba el primer creador de ciudades, el inventor de la propiedad privada y el de las diferencias de estado, es decir, el mismísimo destructor del primitivo Estado de la Naturaleza.
El análisis que hace Engels (“Las Guerras Campesinas”) de estas revoluciones es erróneo. Sentencia que no podían formular un programa comunista sino de forma “fantástica”, destinado a no realizarse dadas las condiciones productivas limitadas de la época. No sólo caía en el error de reprocharles luces que no podían tener sino que les juzgaba en base a ideas que aún no habían nacido. Así, desdeñando el contenido real de las revueltas se condenaba a la incomprensión, y bajo la apariencia de “materialismo histórico” simplemente afirmaba la discutible opinión de que el comunismo sólo era posible con el desarrollo total del proletariado o, lo que viene a ser lo mismo, con las condiciones de la producción burguesa llevadas al extremo. Lo cierto es que, lejos de ser elaboraciones primarias y quiméricas de un proyecto emancipador decimonónico, aquellos levantamientos perseguían la abolición del mundo feudal mediante la realización extremista del ideal cristiano. El milenarismo de la plebe urbana y campesina era exactamente lo que quería ser. No era un movimiento en contra de la historia porque se mantuviera en el terreno del mito del paraíso terrestre y se apartara de la burguesía protestante. Sus fines –la destrucción de la Iglesia y del poder de los príncipes, y la realización del Milenio– eran perfectamente posibles en aquellas condiciones históricas, y para ello no necesitaba otro lenguaje.
IV. Los cavadores
En el declive del Medioevo empieza a expresarse en la literatura un sentimiento de la naturaleza como añoranza de la vida simple del pastor y como sueño de una felicidad natural, es decir, como ideal bucólico, que trasluce un deseo vital de goce. El Mundo Antiguo no estaba lejos. En las condiciones particulares de las ciudades italianas, una de las cuales fue la existencia de una clase cultivada, floreció una cultura ligada a la Antigüedad que despertó el interés por la naturaleza y el deseo de instruirse. Tal actitud devolvió a la naturaleza la realidad que le había quitado la religión cristiana. El mundo dejaba de representarse como una esfera rígida con Dios –o la Tierra– en el centro y se revelaba infinito. La religión dejaba de ser el instrumento que lo hacía inteligible en favor del testimonio de los sentidos y de la experimentación. La religión ya no se solapaba a la existencia y la naturaleza volvía a ser el campo de acción de la experiencia humana. Pero cabe decir que tal cambio de perspectiva, que fue general a partir del siglo XVI, se operaba estrictamente en la clase culta de las ciudades, es decir, en el seno de la burguesía. Las clases ignorantes que componían la mayoría de la población estaban al margen de la agitación intelectual y se manifestaban en términos religiosos. En una época tan tardía como la de la Revolución Inglesa todavía podemos contemplar los esfuerzos por subvertir la sociedad con los evangelios. Gerrard Winstanley, máxima figura de los diggers, una fracción de los Niveladores, propone “usar la palabra Razón en lugar de la palabra Dios… porque mediante esta palabra me han mantenido en las tinieblas, lugar donde veo todavía a gran número de gentes”. La razón empero es una razón revelada; una voz le comunica la nueva: “trabajad juntos, comed el pan juntos, contadlo por todas partes”, pero también le dice que el infierno no existe y que el cielo reside en el interior de las personas. Se refiere como todos a una Edad de Oro primigenia. “Al comienzo de los tiempos, el gran creador, la Razón, hizo de la tierra un tesoro común con el fin de sobrevenir a las necesidades de las bestias salvajes, de los pájaros, de los peces y del hombre destinado a reinar como dueño de esta creación…”. Sin embargo el egoísmo de algunos creó la autoridad y la servidumbre, y les hizo apropiarse de las riquezas naturales que eran comunes a todos, especialmente la tierra, inventando leyes arbitrarias para defender su usurpación. Los “cavadores” fundaban la libertad en el libre disfrute de la tierra y afirmaban que “la tierra tenía que convertirse en el tesoro común del que la humanidad entera sin distinciones sacaría lo que quisiese”. Abogaban por una economía sin dinero, organizada en torno a almacenes públicos donde todos llevarían el producto de su trabajo y recogerían lo que necesitasen. En la práctica rompían cercados y ocupaban tierras comunales y nobiliarias para trabajarlas, recogiendo el lema de anteriores rebeliones campesinas de una tierra unida, sin zanjas ni setos. Asimismo se negaban a pagar diezmos, no respetaban el domingo y exigían regirse por la justicia natural y la Razón sin la mediación de magistrados y sacerdotes. Usando las palabras de Debord referidas con menos propiedad a las guerras campesinas, diremos que se trataba de “una lucha de clases revolucionaria hablando por última vez la lengua de la religión, que es ya una tendencia revolucionaria moderna a la que solamente falta la conciencia de no ser sino histórica.” Esa carencia era consecuencia de la separación entre la clase instruida y la clase inculta, entre necesidad espiritual y material, estando las clases populares, principalmente los campesinos (la “yeomanry” inglesa), atrapadas entre la burguesía y la aristocracia. Será una constante a lo largo de la historia que obligará a los representantes burgueses a vestir el ropaje del apocalipsis. En pleno siglo XIX Georg Büchner escribía a sus amigos de la Joven Alemania: “¿Reformar la sociedad por medio de la idea, desde la clase culta? Imposible. Nuestro tiempo es puramente material; si ustedes hubieran actuado políticamente de manera directa, pronto hubieran llegado al punto en el que la reforma cesa de por sí (…) ¿Y la clase mayoritaria misma? Para ella existen solamente dos palancas, la miseria material y el fanatismo religioso. Todo partido que sepa manejar estas palancas triunfará. Nuestro tiempo necesita hierro y pan — y luego una cruz o cualquier otra cosa…”
V. El buen salvaje
En 1493 el navegante Colón consignaba en una misiva dirigida al escribano de los Reyes Católicos Luis de Santángel los resultados de su viaje a “las Indias”: “La Española es maravilla; las sierras y las montañas y las vegas y las campiñas y las tierras tan hermosas y gruesas para plantar y sembrar, para criar ganados y de todas suertes, para edificios de villas y lugares. Los puertos de mar, aquí no había creencia sin vista, y de los ríos muchos y grandes y buenas aguas, los más de los cuales traen oro. En los árboles y frutos y hierbas hay grandes diferencias (…) La gente desta isla y de todas las otras que he hallado y habido he noticia andan todos desnudos, hombres y mugeres, así como sus madres los paren, aunque algunas mugeres se cobijan un solo lugar con una hoja de hierba o una cosa de algodón que para ello hacen. Ellos no tienen hierro ni acero ni armas ni son para ello; no porque no sea gente bien dispuesta y de hermosa estatura, salvo que son muy temerosos a maravilla (…) Verdad es que, después se aseguran y pierden este miedo, ellos son tan sin engaño y tan liberales de lo que tienen, que no lo creería sino el que lo viese. Ellos de cosa que tengan, pidiéndosela, jamás dicen que no; antes convidan a la persona con ello, y muestran tanto amor que darían los corazones, y quier sea cosa de valor, quier sea de poco precio, luego por cualquier cosa de qualquiera manera que sea que se les dé por ello son contentos”. Los relatos de los descubridores españoles y franceses aportaron los materiales para la recreación de la figura del buen salvaje, una imagen de la libertad en un mundo fragmentado al quebrar la unidad entre la Iglesia, el Estado y la vida terrena. Cuando Montaigne quiso estudiar “la humana condición”, tema insólito en la época, tuvo en cuenta las historias que le contaban los viajeros de “la Francia Antártica”: “me parece que lo que vemos por experiencia en aquellas naciones sobrepasa no solamente a todas los adornos con que la poesía ha embellecido la edad dorada y a todas las invenciones con que han querido mostrar una condición feliz de hombres, sino a la concepción y el deseo mismo de la filosofía. Nadie ha podido imaginar una inocencia tan pura y tan simple como la que hemos visto por experiencia, ni nadie pudo creer que la sociedad pudiera mantenerse con tan poco artificio y tan escasa soldadura. Es una nación, diría yo a Platón, en la que no hay ninguna clase de tráfico, ningún conocimiento de letras, ninguna ciencia de los números, ningún nombre de magistrado, ni de superioridad política; ningún uso de servicio, de riqueza, o de pobreza; ningún contrato, ni herencias, ni repartos; ni más ocupación que el ocio, ni más respeto al parentesco que a los demás, ni vestidos, ni agricultura, ni metal, ni uso del vino o del trigo. Las palabras que significan mentira, traición, disimulo, avaricia, envidia, maledicencia, perdón, no existen. ¿Cuan alejada de esta perfección encontraría la república que imaginó?” (“Ensayos”). Montaigne convenía en llamarles bárbaros si se les juzgaba conforme a la razón pero no si se les comparaba con los civilizados, que les sobrepasaban en barbarie. Incluso no dudaba en afirmar que su lenguaje, de sonido agradable, recordaba los acentos griegos. Acabando, refería la respuesta que uno de estos indígenas, llegado a Francia, dio al rey Carlos noveno. Preguntado por la forma de vivir del país, apuntó una chocante manera de nivelación: “se había percatado de que entre nosotros habían hombres provistos y rebosantes de toda clase de comodidades, y que sus vecinos mendigaban en las puertas, macilentos por el hambre y la pobreza; encontraban extraño que tan necesitados congéneres sufrieran tamaña injusticia sin agarrar a los otros por el cuello y meter fuego a sus casas.”
El mito del buen salvaje será utilizado como arma política de la razón. En “Las Aventuras de Telémaco” Fenelon recurrirá al “hombre natural” y señalará el antagonismo con el hombre civilizado: “Contemplamos las costumbres de este pueblo como una bella fábula, mientras que él contempla las nuestras como un sueño monstruoso”. Al describir las delicias de “la Bética” realmente habla de unos idealizados indios canadienses. Sus habitantes viven en tiendas, todos juntos, sin ligarse a la tierra, donde existen minas de oro y plata, aunque ellos “sencillos y felices en su sencillez no sólo desdeñan el oro y la plata como riqueza sino que no aprecian más que lo que verdaderamente sirve a las necesidades del hombre”. Además, “como no realizaban comercio alguno con el exterior, no necesitaban moneda. Casi todos eran pastores o labradores. En aquél país habían pocos artesanos, pues no soportaban sino las artes que sirviesen a las auténticas necesidades de los hombres…”. Los bienes superfluos vuelven a los hombres malvados, esclavos de falsas necesidades de las que equivocadamente creen que su felicidad depende: “No necesitan ningún juez, pues su propia conciencia les juzga. Todos los bienes son comunes: los frutos de los árboles, las legumbres de la tierra, la leche de los rebaños son riquezas tan abundantes que unos pueblos tan sobrios y moderados como éstos no necesitan repartírselos”. Es más, gracias a que huyeron de vanas riquezas y placeres engañosos, pudieron mantenerse unidos, libres e iguales, pacíficos, monógamos y orgullosos de su estado: “este pueblo abandonaría su país, o se entregaría a la muerte, antes que aceptar la servidumbre; por lo cual resulta tan difícil de subyugar como incapaz es él de subyugar a otros”. El contenido de la obra obedecía a un propósito claro: Fenelon oponía un comunismo natural a la sociedad corrompida de Luís XIV, mostrando por un lado, la incompatibilidad entre el mundo burgués y el absolutismo, y por otro, la debilidad política de la incipiente burguesía francesa.
La expansión de la imagen del mundo y de las posibilidades encerradas en él plantearon el problema de la orientación del hombre; el descubrimiento de las tribus americanas contribuyó a la construcción de una teoría del origen natural de la sociedad y el Estado con la que refutar la teoría contraria del origen divino. Si en Francia esa teoría giraba en torno a construcciones utópicas, en Inglaterra, país en el que el poder real había sufrido los embates de una revolución, las formulaciones burguesas habían sido mucho mejor concretadas. En 1609 Garcilaso de la Vega mandaba imprimir sus “Comentarios Reales” en donde describía el nacimiento y desarrollo del Estado inca del Perú. El inca Garcilaso proporcionaba la prueba de la existencia de un Estado casi perfecto dirigiendo “conforme a lo que la razón y la ley natural les enseñaba” todos los instantes de la vida de sus súbditos. El imperio inca había surgido del estado de naturaleza primitivo, libre e igualitario, gracias a los cuidados de un fundador mítico, Manco Capac. La obra fue traducida al francés y al inglés, influyendo en los enemigos de la monarquía absoluta, especialmente en John Locke. Así, desde las filas del partido whig, el partido burgués que tras la revolución disputaba el poder a la monarquía inglesa y a los aristócratas, Locke definió el estado de naturaleza como “un estado de completa libertad para ordenar sus actos y para disponer de sus propiedades y de sus personas como mejor le parezca, dentro de los límites de la ley natural, sin necesidad de pedir permiso y sin depender de la voluntad de otra persona. Es también un estado de igualdad, dentro del cual todo poder y toda jurisdicción son recíprocos, en el que nadie tiene más que otro, puesto que no hay cosa más evidente que el que los seres de la misma especie y de idéntico rango, nacidos para participar sin distinción de todas las ventajas de la Naturaleza y para servirse de las mismas facultades, sean también iguales entre ellos, sin subordinación ni sometimiento…” (“Ensayo sobre el Gobierno Civil”). De acuerdo con Locke, este estado fue alterado por la transgresión de la ley natural ocasionada por el afán de poseer más de lo necesario y la escasa laboriosidad de algunos, lo que obligó a sus habitantes a constituir la sociedad bajo contrato. El pueblo, buscando protección, renunció a una parte de su libertad individual sometiéndose a un poder superior creado mediante acuerdo general. La filosofía racionalista llamaba “natural” a lo que no era más que histórico. La ley natural no era más que la formulación idealista de la normativa social burguesa.
VI. La ley natural
Si la consideración “geométrica” de la naturaleza la filosofía racionalista (de Descartes a Spinoza) deducía enormes potencialidades para el hombre contenidas en el dominio de aquella, expresadas en la idea de perfectibilidad y progreso de la civilización, a otros autores (Pascal) el desencantamiento del mundo por la ciencia y la razón desvelaba una infinitud cósmica vacía, extraña al ser humano, provocando un mal existencial en el hombre, perdido ahora en un rincón del universo. Este otro planteamiento conducía a la renuncia del mundo y a la religión. Al empezar a manifestarse el lado contradictorio de la civilización, surgieron dudas en cuanto a las garantías de libertad y felicidad que el progreso de la ciencia y de las artes habría de aportar. El gran debate del siglo de las Luces fue el de naturaleza o civilización, progreso “de las artes” o progreso moral. Para unos, se podía ser feliz en la ignorancia; la cultura causaba desigualdad y era fuente de error, infelicidad y miseria. Para otros, era exactamente lo contrario. Sin embargo el pensamiento moderno se separaba irremisiblemente de la idea de Dios y se apegaba a la vida, por lo que el retiro contemplativo no podía ser la solución. Según el abate Raynal el estudio de la vida primitiva había de tener por finalidad que “la ignorancia del salvaje iluminase, de alguna manera, a los pueblos civilizados”. Remontándose pues al salvaje, se dibujaron tres posiciones. Una seguía los caminos de la utopía. En 1753 fue editado el “Naufragio de las islas flotantes, o Basiliada del célebre Pilpaï”, de Morelly, que era una apología de la anarquía natural y un verdadero manual de primitivismo. En una isla bienaventurada vive un pueblo inocente y libre que sabe rechazar las tentaciones de la pereza o la maldad y atenerse a las indicaciones armónicas de la naturaleza, que antes que obstaculizar favorece las pasiones y los deseos. Allí no existen la propiedad, ni el matrimonio, ni la religión, ni los privilegios. Estarán prohibidos el lujo y la acumulación de riquezas. La sociedad, constituida sin contrato explícito, se compone de pequeñas comunidades que practican la agricultura y las artes y se ayudan mutuamente, no obedeciendo más ley que de la naturaleza. En cuanto a la cultura, bastará con un solo libro que la abarque. Otra posición, deudora de Hobbes, es la que pintaba la vida salvaje con los más negros colores. Según ella, lejos de vivir feliz, el primitivo sufría hambre y miserias sin cuento que le convertían en un ser feroz y cruel, y que le empujaban a una guerra perpetua contra todos. Para salir de tan azaroso estado había de suscribir un pacto por el que se comprometía a no causar daño y a prestar ayuda a los demás. Holbach sostenía que los salvajes al estar privados de razón no podían ser libres, que la libertad en manos de seres sin cultura ni virtud era como el cuchillo en manos de un niño: “La Vida Salvaje o el estado de naturaleza al que unos tristes especuladores han querido arrastrar a los hombres, la edad de oro tan loada por los poetas, en verdad no son sino estados de miseria, de imbecilidad, de sinrazón. Invitarnos a entrar en ellos significa decirnos que entremos en la infancia, que olvidemos todos nuestros conocimientos, que renunciemos a las luces que nuestro espíritu haya podido adquirir: mientras que, para desgracia nuestra, nuestra razón todavía está poco desarrollada, incluso en las más civilizadas naciones” (“Sistema Social”). La libertad dependía entonces de una sociedad regida por la ley inspirada en la naturaleza, cuyo objetivo debía ser la felicidad humana. El abate Marly, a mitad de camino entre Holbach y Morelly, llegaba a sugerir como medio la “igualdad perfecta” por medio de la comunidad de bienes, puesto que la propiedad engendraba avaricia y ambición, pasiones que el legislador tenía que combatir (“De la Legislación o Principio de las leyes”). Marly propugnaba una igualdad espartana, enemiga de la ciencia y las artes, puesto que habían alejado la humanidad del estado de naturaleza, y una libertad ateniense, fundada en la trasferencia total de la autoridad al cuerpo social. Una tercera posición, la de Rousseau, continuadora de Locke, a la vez rehabilitaba la comunidad igualitaria primitiva y consagraba el Estado con la voluntad popular y el “contrato”. Tal es el contenido del “Discurso sobre los orígenes y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres”. Para Rousseau la desigualdad no existía en el estado de naturaleza, solamente aparecía cuando el hombre se salía de él, cuando constituía una sociedad: “desde el instante en que el hombre necesitó que otro le ayudase, desde que se percató de que era útil tener provisiones por dos mejor que para uno solo, la igualdad desapareció, la propiedad se introdujo, el trabajo se volvió necesario y los vastos bosques se convirtieron en risueños campos a los que había que regar con el sudor de los hombres, y en los que pronto germinaron la esclavitud y la miseria a la par que las cosechas”. Ese periodo se corresponde con la introducción de la agricultura y la metalurgia. Del cultivo de tierras se llegó al reparto y de ahí a la propiedad. Las artes trajeron consigo un sinfín de necesidades nuevas que se apoderaron del hombre. Luego como corolario vinieron la explotación y las guerras, las leyes y las instituciones. De resultas, el hombre civilizado ha vivido encadenado por deseos superfluos y pasiones artificiales. Por el contrario, “el hombre salvaje, cuando ha comido está en paz con toda la naturaleza y es amigo de todos sus semejantes (…) no deseando sino las cosas que conoce y no conociendo sino aquellas cuya posesión ya tiene o puede adquirirla con facilidad, no habrá cosa más tranquila que su alma ni más limitada que su espíritu”. En la balanza de ventajas e inconvenientes, el fiel no se inclinaba del lado civilizado, porque nunca encontraríamos a un salvaje que se quisiera civilizar y sí en cambio a civilizados que se fueron a vivir entre los salvajes. La innovadora explicación era que la felicidad no tenía que ver con la razón sino con el sentimiento. Finalmente, al considerar la libertad como un don natural y la propiedad como una convención social, Rousseau proporcionaría un argumento decisivo para el igualitarismo, influyendo más que ningún otro autor en la Revolución Francesa, el Romanticismo y el socialismo.
La publicación por Bougainville de su “Viaje alrededor del Mundo” en 1771 avivó las discusiones en torno al estado de naturaleza y a la figura del salvaje. De nuevo el retrato de un mundo natural y feliz se convirtió en el espejo donde la sociedad civilizada descubría su malestar y su desgracia. Tahití, con su voluptuosa naturaleza y la libertad sexual de sus habitantes, se convirtió en el centro de las preocupaciones morales de su época. El salvaje continuaba despertando el sueño nostálgico de una vida virtuosa y feliz en armonía con la naturaleza. Diderot lo expresará como nadie en el “Suplemento al viaje de Bougainville”: “¡Cuán lejos estamos de la naturaleza y de la felicidad! El imperio de la naturaleza no puede ser destruido: por mucho que se le contraríe con obstáculos, él perdurará (…) ¡Qué breve sería el código de las naciones si se conformara rigurosamente al de la naturaleza! ¡Cuántos errores y vicios se ahorrarían al hombre!”. Jamás los tabúes civilizados conseguirán erradicar las inclinaciones naturales del hombre, a lo sumo lograrán disimularlas, para mayor desgracia suya: “¿Queréis conocer la historia, abreviada, de casi toda nuestra miseria? Hela aquí. Existía un hombre natural: en su interior se introdujo un hombre artificial; y en las cavernas se inició una guerra que dura toda la vida. A veces el hombre natural es el más fuerte; a veces se ve vencido por el hombre artificial y moral; y en un caso y en otro el triste monstruo se ve tiranizado, atenazado, atormentado, tirado en el arroyo”. La disyuntiva entre civilizar al hombre o abandonarlo a su instinto es zanjada por Diderot en consecuencia: “Si os proponéis sé su tirano, civilizadlo… ¿Queréis que sea libre y feliz? No os metáis en sus asuntos”. Para Diderot la historia de las instituciones políticas, civiles y religiosas no era más que la historia de la tiranía sobre la especie humana. Con todo, si hubiera de elegir entre civilización o naturaleza, “Vaya, no me atrevería a pronunciarme; pero sé que se ha visto en muchas ocasiones al hombre de la ciudad despojarse e internarse en la selva y que no se ha visto nunca al hombre de la selva vestirse y establecerse en la ciudad”. El hombre ilustrado no renunciaba a la civilización, ni siquiera se planteaba seriamente la conveniencia de detenerse ante el progreso. La oposición entre naturaleza y razón podría ser insuperable con sólo los instrumentos de esta última, pero el filósofo del siglo XVIII no era en absoluto consciente de ello. Lo que Marx llamaba “robinsonadas dieciochescas” eran en realidad una anticipación de la sociedad burguesa que se estaba gestando desde el siglo XVI. En esta sociedad de contrato cada individuo surgía desprovisto de lazos naturales, lazos que en la época medieval habían hecho de él parte integrante e indivisa de la sociedad. El salvaje era la idealización del individuo aislado producto de la disolución del mundo feudal. Era un resultado histórico y no el punto de partida de la historia.
VI. La igualdad
Durante la Revolución Francesa, tanto la corriente específicamente burguesa como la “descamisada” invocaban constantemente a la naturaleza y sus designios, jurando por Rousseau o Marly. El agitador Anacharsis Cloots, “ciudadano de la humanidad”, afirmaba haber descubierto su sistema político, la “República del género humano”, al consultar la naturaleza. Escogiendo un ejemplo al azar, la exposición del abate Fauchet en el círculo de “Los Amigos de la Verdad”, leeremos: “El hombre fue primitivamente un producto de la naturaleza en la plenitud de su ser y en sociedad; fue dispuesto en medio de su dominio para gozar de los bienes de la vida, apropiarse de aquello que mantiene, dulcifica y embellece su existencia, e incrementar mediante su esfuerzo personal las previsiones de la naturaleza (…) Disfrutaba de su ser; tomaba posesión de su imperio; discernía los dones destinados para su uso; aumentaba su placer por el ejercicio de las facultades que le perfeccionaban: el trabajo no era para él una pena; era un desarrollo agradable de su fuerza y de su genio. Feliz por la serenidad de la razón y por la dulce sociedad con la ayuda del prójimo que duplicaba su felicidad; feliz por las liberalidades de la tierra y por las fáciles atenciones que aumentaban sus goces; tal era el estado del hombre en la edad de oro de la naturaleza… El hombre había nacido libre; esta bella facultad le fue dada para que se pusiese a la altura de su destino y para secundar las intenciones de la naturaleza, tan propicia para con él…”. Al ponerse a vivir en sociedad el hombre se apartó de la naturaleza e ignoró sus principios, padeciendo tiranía e injusticia. El hombre no podrá regresar a la edad de oro jamás pero algo de ella podrá recrearse si la sociedad se ordena de forma que “cada cual tenga algo y que nadie tenga demasiado”, en resumen, si se conforma de acuerdo con los datos de la naturaleza: “Sobre el derecho natural es sobre el que por primera vez han de regirse las instituciones legales. El modelo no reside ni en la antigua Grecia, ni en la antigua Italia; está en la naturaleza inmutable: es necesario que el orden social se adapte a ella, so pena de que el género humano sea eternamente miserable (…) La opinión sube al nivel de la naturaleza: los hombres quieren ser felices y justos; lo serán porque su voluntad reunida lo es todo para la felicidad y la justicia. Ningún poder podrá resistirles cuando la naturaleza se entiende con ellos, cuando marchan libremente bajo sus órdenes…”. Según el convencional Marat, el hombre en la naturaleza, para defenderse de la opresión y la injusticia de los demás tenía derecho a rebelarse, robar, someter y matar su fuera preciso. El ejercicio ilimitado de ese derecho había desembocado en un estado de guerra y para salir de él había renunciado a una parte de las ventajas de la naturaleza en provecho de las ventajas en la sociedad: “renuncia a sus derechos naturales para disfrutar sus derechos civiles”; en suma, había firmado un pacto social. “Así, los derechos de la naturaleza toman por medio del pacto social un carácter sagrado. Al haber recibido los hombres los mismos derechos de la naturaleza, deben conservar iguales derechos en el estado social”. Pero el pacto se puede romper si hay privilegiados que disfrutan con los bienes del pobre: “la justicia y la sabiduría exigen que al menos una parte de esos bienes llegue a su destino mediante un reparto juicioso entre los ciudadanos faltos de todo; pues el ciudadano honesto abandonado a la miseria y al desespero por la sociedad, vuelve al estado de naturaleza y por tanto al derecho de reivindicar a mano armada las ventajas a las que no había renunciado sino para obtener otras mayores” (“La Constitución”). Se trata de una expresión particular del derecho a la insurrección, que Marat llama, de acuerdo con el lenguaje político de la época, “retorno a la naturaleza”. Los revolucionarios franceses eran cada día más conscientes del peligro de la desproporción de fortunas, o lo que es lo mismo, de las diferencias de clase. Los más radicales sugerían una igualación forzosa, una nivelación de la propiedad que apuntaba a la propiedad común, pero en principio se limitaban a situar el derecho a la propiedad por debajo de los intereses de la sociedad, socavando sus fundamentos. Para el diputado de La Meuse, Harmand, “la igualdad de derecho era un don de la naturaleza y no un favor de la sociedad”. Para el republicano Antonelle “la naturaleza no ha producido propietarios, como no ha producido nobles; no ha producido más que seres sin nada, iguales en necesidades como en derechos”. La lucha por la igualdad fue el momento cumbre de la Revolución y su reivindicación más perenne, pero la llamada al comunismo tuvo lugar en el ocaso, cuando la burguesía se separaba de la plebe y la perseguía con saña. También para el conspirador Babeuf la propiedad no era un derecho natural, pero en cambio, “el estado de comunidad es el único justo, el único bueno, el único conforme a los sentimientos puros de la naturaleza y fuera de él no pueden existir sociedades apacibles y verdaderamente felices”. Para que el pueblo desposeído crea que el comunismo es más que un sueño habrá de reconocer que “los frutos son de todos y la tierra no es de nadie”.
El comunismo primitivista fue el último retoño de la Revolución Francesa y la forma primera de manifestación de la futura ideología emancipadora del proletariado, la última clase históricamente producida.
VII. Terra Incognita
El conocimiento racional del mundo había creado las bases de una nueva libertad a la vez que desencadenaba fuerzas que impedían su realización. El dominio de la naturaleza lejos de lograr la libertad para el hombre lo sometía más que el despotismo religioso. La ciencia y la razón no habían sido mejores que la verdad revelada y la voluntad divina. El advenimiento de la civilización industrial, hija de la ciencia aplicada y del progreso técnico, con su secuela de destrucciones, trajo consigo la peor esclavitud: el trabajo asalariado. Los frutos instrumentales de la Razón engendraron una civilización espantosa, en la que tanto el hombre como la naturaleza eran aplastados. La oposición entre campo y ciudad fue llevada al paroxismo. El campo vio como las nuevas leyes impulsadas por la burguesía privaban de los medios de subsistencia a la mayoría de su población, que acababa siendo expulsada y concentrada en los suburbios más infectos de las ciudades. Las ciudades crecieron en tamaño y fealdad a costa de una masa humana esclava del trabajo y presa del infortunio. El individuo experimentó en forma de hastío y neurosis la disparidad entre su libertad abstracta y la represión social de sus impulsos. La confrontación entre el mundo tal como su desarrollo había enpequeñecido y el individuo tal como había llegado a hipertrofiarse tuvo un singular producto ideológico: el Romanticismo. Los románticos opusieron el sentimiento y la pasión, la naturaleza en suma, a la razón y el progreso, la sociedad misma. Chateaubriand formuló el drama individual: “Escuchemos la voz de la conciencia ¿Qué nos dice según la Naturaleza? ‘Sé libre’ ¿Y según la sociedad? ‘Reina’”. Dirigieron entonces su curiosidad hacia el pasado, hacia la adolescencia del hombre, a las épocas ignotas. Para Víctor Hugo el hombre de los orígenes no estaba separado de la divinidad y por eso su pensamiento estaba hecho de sueños y su lenguaje era poesía: “Antes de la época que la sociedad moderna ha denominado antigua, había otra, que los antiguos llamaban fabulosa y que sería más exacto llamar primitiva… En tiempos primitivos, cuando el hombre se despierta en un mundo acabado de nacer, la poesía se despierta con él. En presencia de maravillas que le deslumbran y embriagan, su primera palabra no es más que un himno. Está tan cerca de Dios que sus meditaciones son éxtasis y todos sus sueños, visiones. El se desahoga y canta como respira. Su lira sólo tiene tres cuerdas, Dios, alma y creación; pero ese triple misterio todo lo envuelve, y esa triple idea todo lo abarca. La tierra está casi desierta. Existen familias, pero no pueblos; padres, pero no reyes. Cada raza se encuentra a gusto; ni propiedad ni ley, ni ofensas ni guerras. Todo es de uno y es de todos. La sociedad es una comunidad. Nada molesta al hombre. Lleva una vida pastoral y nómada por la cual todas las civilizaciones empiezan y que es tan propicia para la contemplación solitaria y el ensueño caprichoso. Se deja tentar y se deja llevar. Su pensamiento y su vida son como una nube que cambia de forma y de sentido según sople el viento. Ese es el primer hombre y el primer poeta. Es joven y lírico. La oración es toda su religión: la oda es toda su poesía. Ese poema, esa oda de los tiempos primitivos es el Génesis” (Prefacio de “Cromwell”). De ahí un inusitado interés por las tradiciones, por las leyendas y por las canciones populares, pero también por la naturaleza virgen, misteriosa, situada en los confines del mundo, en la “terra incognita”: “El recuerdo de un país lejano y abundante en los dones todos de la naturaleza, el aspecto de una vegetación libre y vigorosa, reaniman y fortifican el espíritu; oprimidos en el presente, nos deleitamos en apartarnos de él para gozar de esa sencilla grandeza que caracteriza la infancia del género humano” (Alexandre Von Humboldt, “Leyendas de El Dorado”). Los países exóticos, sobre todo “el Oriente”, cobraron interés (“España era todavía Oriente”). Se desató una fiebre por las islas vírgenes (la acción de “Robinson Crusoe”, muy leído en la época, o de “Pablo y Virginia” discurre en islas). La imaginación se puso por encima de la razón, la emoción por encima de la lógica y la intuición por encima de la experiencia. Los lazos perdidos con la naturaleza –y con la divinidad– no se podían reconstituir con ayuda de la razón. La libertad era el bien más preciado del hombre que la sociedad no podía garantizar; había que buscarla fuera, en la vida marginal, en los proscritos, en los bandidos, en los pueblos rebeldes, en los salvajes. La sociedad estaba irremisiblemente corrompida. Así hablaba un jefe indio: “empiezo a entrever que esa mezcla odiosa de rangos y fortunas, de opulencia extraordinaria y de privaciones excesivas, de crimen sin castigo y de inocencia sacrificada, forma en Europa aquello que llaman sociedad. No sucede igual con nosotros: entre las cabañas de los iroqueses no hallarás ni grandes ni pequeños, ni ricos ni pobres, sino el reposo del corazón y la libertad del hombre en cualquier lugar”. La naturaleza no solamente aparecía como el sueño de la libertad, asentándose en una comunidad natural soldada por el sentimiento, sino como el objetivo al que debía tender la propia sociedad: “¿acaso no sucede que el último grado de la civilización conecta con la naturaleza?” (Chateaubriand, “Los Natchez”). La absoluta libertad reivindicada y la sociedad establecida no podían ser más irreconciliables; Shelley decía que si los hombres habían sido creados por Júpiter, también podían destronarlo. La solución parecía estar en las revoluciones, pero los románticos fueron viajeros antes que revolucionarios. En todo caso, no en la civilización; volviendo a Chateaubriand: “La civilización ha alcanzado su punto más alto, pero una civilización material, infecunda, nada puede producir pues sólo por la moral se da la vida; se llega a la creación de los pueblos por los caminos del cielo: los ferrocarriles seguramente nos llevarán con más rapidez al abismo”. El presente ya no era visto como un principio sino como un final; la generación romántica se había vuelto pesimista y sencillamente miraba hacia atrás. Las múltiples caras del desengaño convirtieron la ideología romántica en una idealización del atraso y una defensa de formas arcaicas de autoridad, reflejando la nueva forma de dominación posrevolucionaria, fruto de la alianza entre la burguesía y las clases retrógradas en declive. En esa tesitura las teorías naturalistas sufrieron un duro percance a manos del idealismo alemán. Al buscar al hombre en el devenir histórico, es decir, al final de un larga sucesión de civilizaciones, Hegel arruinaba definitivamente el pensamiento político ilustrado y su prolongación romántica. Más tarde, los hegelianos Marx y Bakunin proclamarán a los cuatro vientos que la libertad y la igualdad son hechos sociales y no naturales, y que el proletariado, la humanidad oprimida, debería de buscarlas entre los escombros de la civilización burguesa y no en la naturaleza salvaje.
VIII. La libertad
El cambio de óptica que significó para el siglo XIX la obra de Hegel fue total y trastocó por completo el pensamiento socialista, obligándolo a romper tanto con la ideología rousseauniana de la Revolución como con la metafísica cristiana y el positivismo burgués. A menudo se olvida que Bakunin se formó en la izquierda hegeliana y que la génesis del anarquismo es incomprensible sin ese dato. Bakunin consideraba a Rousseau como el más funesto de los ideólogos de la burguesía porque sobre el supuesto de un contrato social había legitimado el Estado, una forma brutal y primitiva de organización social. Se supone que antes de ello el hombre era libre pero Bakunin pensaba otra cosa de la libertad natural: “No es más que la absoluta dependencia del hombre simio frente a la permanente presión del mundo exterior”. La libertad del hombre salvaje dependía de su soledad: “la libertad de uno de ellos no necesita de la libertad de otro alguno; al contrario, cada una de esas libertades individuales se basta a sí misma, existe por sí misma, y por tanto, la libertad de cada cual necesariamente aparece como la negación de la de todos los demás, y todas ellas, al encontrarse, deben limitarse y restringirse mutuamente, contradecirse, destruirse…”. Hasta ahí Bakunin repetía a Holbach; después se apartaba por completo de él: “El hombre no se hace realmente hombre, no conquista la posibilidad de su emancipación interior sino cuando ha logrado romper las cadenas de la esclavitud que la naturaleza exterior descarga sobre todos los seres vivos”. La humanidad nació esclava de la naturaleza y su libertad empezó cuando se emancipó de ella, es decir, cuando se civilizó. A partir de entonces un cúmulo de circunstancias históricas determinaban al hombre: “El hombre no crea la sociedad; nace en ella. No nace libre, sino encadenado, producto de un particular medio social creado por una larga serie de influencias pasadas, de desarrollos y de hechos históricos (…) Se diría que la conciencia colectiva de una sociedad cualquiera, encarnada tanto en las grandes instituciones públicas como en todos los pormenores de su vida privada y sustentadora de todas sus teorías, forma una especie de medio ambiente una especie de atmósfera intelectual y moral, nociva pero absolutamente necesaria para la existencia de todos sus miembros”. La libertad y la propia individualidad no eran hechos naturales sino productos históricos creados por la sociedad humana: “la sociedad, lejos de disminuir y limitar, crea, por el contrario, la libertad de los individuos humanos”; resumiendo, “la libertad de los individuos no es un hecho individual es un hecho colectivo, un producto colectivo”, con lo cual refutaba a los obreros individualistas, que calificaba de “falsos hermanos”. Marx decía lo mismo: “El hombre es, en el sentido más literal, un zoon politikon, no solamente un animal social, sino un animal que sólo puede individualizarse en sociedad” (“Grundisse”). El cosmopolita Bakunin se imagina al hombre viviendo fuera de toda sociedad, en un desierto y concluye: “si no perece en la miseria, que es lo más probable, no será nada más que un bruto, un mono privado de habla y de pensamiento”. Llega incluso a criticar el espíritu comunitario de las sociedades preburguesas que el llama “patriotismo natural”, aun cuando la solidaridad de oficio y la comunidad local fueran decisivas en los primeros pasos del movimiento obrero: “cuanto menor es la civilización en las colectividades humanas, menos complicado y más simple es el fondo mismo de la vida social, y más intenso se muestra el patriotismo natural. De lo cual se deduce que el patriotismo natural está en razón inversa a la civilización, es decir, al triunfo mismo de la humanidad…”. Sin embargo eran “los bárbaros quienes representan, hoy, la fe en el destino humano y el futuro de la civilización, mientras que los civilizados ya no encuentran su salvación sino en la barbarie”.
A pesar de todo, en el socialismo la victoria contra el primitivismo no fue completa. Engels en su “Origen de la Familia” partía de la comunidad primitiva: “en todos los estadios anteriores de la sociedad, la producción era esencialmente colectiva y el consumo se efectuaba también bajo un régimen de reparto directo de los productos, en el seno de pequeñas o grandes colectividades comunistas”. En un principio pues, era el estado de naturaleza, la edad de oro, pervertida según Engels por la división del trabajo, acarreada sucesivamente por la ganadería, la agricultura, los metales y el comercio. Vinieron entonces la propiedad, la acumulación de riquezas y, finalmente, la formación de clases en conflicto, y precisamente para mantener un equilibrio en la lucha de unas clases contra otras nació el Estado. Lectura de Rousseau y de Hobbes en clave socialista, acompañada por una cantidad de datos de la investigación histórica y etnográfica. Kropotkin, por su parte, tratará de demostrar la solidaridad como principio social buscándolo en la naturaleza, abundando en ejemplos de solidaridad animal (“El Apoyo Mutuo”). A partir de entonces las raíces del pensamiento de Bakunin cayeron en el olvido y fue normal leer exposiciones rousseaunianas en las publicaciones anarquistas. Sucede que el socialismo obrero había reconocido a la sociedad burguesa como un mal necesario pero inevitable y de esa valoración positiva de la burguesía histórica a retomar la idea de progreso y a reivindicar la ciencia y el desarrollo económico sólo había un paso. El proletariado, al renunciar a su propio pasado, al olvidar que su movimiento debutó con una encarnizada lucha contra la industrialización que no se detuvo ante la destrucción de máquinas, fábricas y mercancías, y al ignorar que su propio interés exigía la destrucción del mercado de trabajo y no su control, había dado ese paso. Por otro lado, la burguesía se estratificaba cada día más, volviéndose más reaccionaria en función de su posición en el ordenamiento jerárquico de las clases, limitándose a defender sus privilegios y olvidando el interés general. A medida que abandonaba todas sus veleidades reformadoras que antaño, cuando era revolucionaria, fueron patrimonio suyo, el proletariado, tanto socialista como anarquista, asumía esas mismas reivindicaciones. El anarquismo, por ejemplo, construyó todo un campo de cultura con ellas: la idea de progreso, el individualismo, la instrucción para todos, la oposición a la guerra, la defensa de la naturaleza, la maternidad consciente, la contracepción y demás prácticas de liberación de la mujer, la sexualidad libre, la higiene y alimentación sana, la divulgación de la ciencia, etc. Pero a pesar de que el proyecto emancipador de los trabajador quedaba enriquecido con nuevos contenidos concretos, anteriormente burgueses, experimentaba por eso mismo un retroceso. La socialdemocracia se convirtió en un movimiento reformista. El marxismo revolucionario y el anarcosindicalismo fueron dos intentos de superar aquél paso atrás.
IX. Ninguna Parte
Lo que definía al obrero de hace cien años era su dependencia de la máquina. La máquina había desdoblado al artesano en técnico y obrero. El objetivo perseguido era la racionalización del trabajo y la consecuencia principal, el desplazamiento del trabajador del proceso de producción. Llevado este proceso al límite con la automatización, obteníamos un productor expulsado de la producción (con el salario totalmente depreciado) y un consumidor absolutamente dependiente de las máquinas. El uso colectivo de las máquinas no cambiaba la condición obrera, y por tanto la naturaleza de la explotación, sino sólo la dirección del proceso, en manos esta vez de expertos o dirigentes. Por consiguiente, el proletario así desdoblado no podía suprimirse a sí mismo, es decir, liberarse, mediante el desarrollo de la máquina o mediante su uso comunista, sino por medio de su desaparición. Bien es cierto que en algunas corrientes socialistas se levantaron voces contra una civilización “obrera” concebida a semejanza de la burguesa, pero fueron pocas y su influencia, minoritaria. Significativamente, como calculando la improbabilidad de sus propuestas, presentaron éstas en forma de descripciones utópicas. Por ejemplo, en “La Ciudad Anarquista Americana”, del anarquista Pierre Quiroule, se dice: “Es cierto que todo lo que existe, obra de los trabajadores, debe pertenecer a los trabajadores. Pero estos se engañan al querer “continuar” en vez de “innovar”; porque no debemos imaginar bajo ningún concepto una sociedad nueva, vaciada en el molde de la sociedad actual; porque si fuese así, no valdría la pena mover un dedo siquiera para ayudar a su advenimiento. Todo lo que existe debe ser substituido por algo más racional y conforme a las verdaderas necesidades humanas. Y negaba que las minas de hulla, y los leviatanes del mar, y los dragones de fuego de las líneas férreas, y los autómatas hercúleos de los establecimientos metalúrgicos, fuesen factores de bienestar, de felicidad y de libertad; negaba que los tranvías eléctricos que cruzan las calles representasen un progreso; que los túneles o vías subterráneas sean necesarios; o que las grandes instalaciones eléctricas distribuidoras de fuerza y luz representen un beneficio para los humanos…”. Todas esas creaciones nacidas de una civilización enferma estaban condenadas a desaparecer con el triunfo de la verdadera revolución porque “continuar explotando las minas, y hacer funcionar los trenes y coches eléctricos urbanos, para alumbrarse como en la sociedad capitalista, para accionar las usinas y grandes fábricas, para aprovechar en fín, todo lo que existe, todas esas fuentes de rendimiento, hágase lo que se haga para perfeccionar la mecánica y los medios de producción, con el fin de aliviar, de hacer menos pesado el trabajo, y de favorecer la suerte de los productores encargados de su manejo, siempre será preciso contar con un ejército de esclavos encadenados a una siempre igual labor, ingrata y desmoralizadora…” Por lo tanto, la idea de la expropiación de la burguesía, tal cual, tenía consecuencias opuestas al objetivo libertario. La herencia de una organización social que la técnica complicaba, regimentaba y centralizaba era una herencia envenenada.
Por su parte, el socialista William Morris concebía la sociedad libre como el resultado del proceso inverso a la ruina y despoblación de las aldeas ocasionado por el capitalismo: “Las gentes afluían a las aldeas campestres y, por decirlo así, se arrojaban a la tierra como la fiera sobre su presa, y en un relámpago las aldeas de Inglaterra fueron más populosas que lo habían sido en los siglos medievales; la población crecía y crecía con rapidez (…) la gente comprendió las tareas a que estaba llamada y renunció a emplearse en ocupaciones que no le interesaban. La ciudad invadió el campo, pero los invasores, como los guerreros primitivos, cedieron a la acción del ambiente y a su vez se trocaron en campesinos, y, siendo cada vez más numerosos atrajeron a sus hábitos a la gente ciudadana. Si bien la diferencia entre la ciudad y el campo desapareció poco a poco, el mundo campesino se sintió vivificado con el pensamiento, la actividad y la educación ciudadanas…” (“Noticias de Ninguna Parte”). En ambos casos se defendía un cierto retorno a condiciones precapitalistas pero con la experiencia acumulada combatiendo al capitalismo. Un retorno consciente que no negaba el conocimiento adquirido y más que fijar límites a la técnica, orientaba su uso a la consecución de una sociedad libre de productores iguales.
X. El país de Naturia
En el París finisecular circulaba Henri Zisly, obrero ferroviario y anarquista, redactor de revistas como “Temps nouveaux” y “L’Etat naturel” y autor de un “Viaje al país de Naturia”. Fue el primero en enarbolar la causa de la naturaleza esclavizada por el progreso industrial. Para los anarquistas en general, la naturaleza había hecho a todos los hombres iguales y libres y al perturbarse sus leyes habían aparecido todos los males sociales. El sepulcro de Bakunin había sido cerrado con siete llaves. En la naturaleza reinaba la armonía, es decir, carecía de contradicciones. La anarquía era su norma. La revolución social significaba la abolición del divorcio entre el hombre y la naturaleza y el retorno a la vida natural, mediante la asociación natural de productores. La peculiaridad de Zisly residía en su discrepancia respecto a los medios. Para la mayoría de anarquistas, firmes creyentes en el progreso, la separación entre el hombre y la naturaleza quedaría superada gracias a la ciencia y la razón. Para ellos organización natural de la sociedad era lo mismo que organización científica de la sociedad. La humanidad caminaría hacia la libertad del brazo de la ciencia y el antagonismo entre civilización y naturaleza sería suprimido. Sin embargo Zisly no creía en los poderes benéficos de la ciencia ni en la civilización industrial; “nuestra ciencia es la ciencia de la vida, la ciencia de la naturaleza”. Con gran antelación achacaba al progreso técnico la desaparición de los bosques, los estragos de la contaminación, el cambio climático, las enfermedades o los fenómenos degenerativos producidos en las plantas y animales y en la especie humana. “La civilización es el mal y la Naturaleza el bien” concluía, y por eso luchaba “contra el monstruo de la civilización para el advenimiento de la Naturaleza Integral”. Admitía la emancipación de la clase obrera como requisito para una vuelta al estado natural. Pues de eso se trataba, de reconstruir el estado natural de la Tierra corrompido por la civilización, volver al estadio primitivo de la humanidad ¿Cómo? Obedeciendo a las leyes naturales. Evitando el comercio y la industria. Suprimiendo la propiedad y las necesidades antinaturales. La felicidad vendría de la satisfacción de necesidades básicas como el comer, beber, vestir, cobijarse, trabajar, amar… En su lista de objetos desechables figuraban las lámparas, las estufas, las bicicletas, el gramófono, el vino, las camisas, o las piezas de vidrio o metal. En la “vida normal” en plena “libertad en la Naturaleza Integral” todo el mundo iría a pie y viviría en cabañas o a lo sumo casas de piedra, evitando los bailes, el teatro, las carreras y los toros.
Zisly fue el primer promotor de la corriente naturista en los medios libertarios, y lejos de detenernos en la tosquedad de sus afirmaciones o en el simplismo de sus alternativas, interpretaríamos su papel como el de un defensor de la naturaleza en armonía con el hombre, condición de su emancipación. Zisly y sus amigos captarían antes que nadie que la destrucción de la naturaleza mediante era consecuencia de la colonización tecnológica (o artificialización) de la sociedad, o dicho de otro modo, de la domesticación del hombre por las máquinas. La explotación de la naturaleza era la otra cara de la explotación del hombre. La burguesía identificó el progreso con el desarrollo económico. Tal progreso significaba que la naturaleza era exclusivamente escenario del despliegue de las fuerzas productivas y paisaje de la esclavitud salarial. La degradación de la naturaleza corrió a la par de la degradación obrera. El anarconaturismo, una tendencia eminentemente pedagógica, aportaría al programa de redención social la exigencia de un equilibrio entre naturaleza y humanidad sin el cual igualdad y libertad jamás podrían darse. Si la naturaleza tenía que humanizarse, el hombre tenía que naturalizarse.
XI. El Potlach
El desencantamiento del primitivo por la etnografía, la antropología y los estudios de la prehistoria ha de venir a iluminar la ruta del mundo civilizado ante sus encrucijadas, no a confundirla con ideologías brumosas. Las sociedades primitivas existentes emplean poco tiempo en el trabajo necesario para la supervivencia; pues no están pues los supuestos primitivos forzados a la búsqueda permanente de alimentos, ni jamás trabajan más allá de sus necesidades, es decir, que eran sociedades contra el trabajo. No son sociedades de subsistencia; son capaces de acumular un excedente alimentario superior a sus necesidades, pero para consumirlo o dilapidarlo, no para comerciar con él. El tipo de relaciones que las gobiernan no están basadas en el intercambio o trueque puesto que la escasez es desconocida, sino en el “don”. Por lo tanto, son sociedades sin mercado. Y este detalle puede ser útil a los que deseen recuperar las ventajas primitivas para la sociedad libre y civilizada. Los indios de la costa noroeste americana practicaban una batalla de regalos suntuarios con el fin de humillar, desafiar y obligar al rival, que llamaban “potlach”. Era una explosión de derroche totalmente improductiva, con fines de prestigio y gloria. Georges Bataille se basó en aquella ceremonia para sugerir una superación del conflicto entre civilización y salvajismo. Bajo esta óptica los excesos de la técnica se podían corregir. Lo que la técnica construye el hombre destruye. La técnica adquiría un nuevo papel, el de aumentar las posibilidades de dilapidación. La civilización no podía subsistir si no se destruía en un gigantesco potlach. La revolución social era la forma suprema de potlach. La civilización no tenía más justificación histórica que el de la quiebra revolucionaria, cuando los excedentes habrían de liberarse a la destrucción. Ese desprecio de la riqueza y ese rechazo de los frutos del trabajo, era el verdadero lujo, el lujo de los pobres y el mentís a la laboriosidad predicada desde la dominación. La revolución permanente recibía una sorprendente confirmación teórica. En definitiva, la destrucción competitiva era no sólo una forma natural de nivelación, sino el procedimiento por fin descubierto para la reconciliación del hombre con el mundo. Se podría objetar que la dinámica de destrucción y construcción es precisamente lo que caracteriza a la civilización capitalista, pero hay una diferencia importante: el sujeto de la acción es en este caso es otro. Y el sentido del proceso es lógicamente otro, el opuesto.
La crítica salvaje de la civilización ha interesar a quienes crean que los fines humanos –la libertad y la felicidad– solamente se consigan con el desmantelamiento de la producción, la desurbanización y la vida en comunidad. Sin embargo, no podemos pasar por alto el peligro que conlleva una formulación errónea del problema con la elevación de la naturaleza a principio máximo (por ejemplo, naturaleza igual a anarquía), pues convertiría a esta en un arma contra el pensamiento y contra la libertad. La abdicación del espíritu humano en pro de la naturaleza o la reducción del hombre a pura naturaleza, implicaría una degradación del pensamiento hacia formas irracionales. Proclamar la superioridad del hombre primitivo situando el paraíso en el paleolítico medio y el pecado original en la aparición del lenguaje simbólico, como hace John Zerzan en “Futuro Primitivo”, tampoco contribuirá a clarificar el problema, pues ni las raíces de la infelicidad humana están en el lenguaje ni esta se cura con un retorno a etapas arcaicas. El cazador-recolector de los primitivistas no es más que un reflejo idealizado del individuo atomizado y desclasado de la sociedad de masas, producido por el capitalismo tardío.
La naturaleza no es depositaria de la verdad, solo del lado salvaje. Y la civilización no es simplemente el lugar de la mentira, es el de la historia. Ambas se hallan sometidas al poder independiente de la economía, por lo que ya una forma parte de la otra. Desposeído, separado de sus obras, sumergido en la alienación, al hombre le es ajena la civilización tanto como la naturaleza, pero la primera es su campo de batalla. Haciendo suya ésta, hará suya la otra. Por consiguiente, no se trata de que el hombre escape de la civilización, sino de que la civilización no se le escape al hombre. La naturaleza recuperará sus fueros sólo cuando el hombre sea libre, y será libre sólo cuando controle su obra, o sea, cuando los poderes creados por él e independientes de él –el Estado, la Economía, etc.– sean destruidos. Y puede interesar saber que las sociedades primitivas eran sociedades sin economía y sin Estado porque no permitían forma alguna de poder separado, ya que ni siquiera se podían concebir en su seno los deseos de riqueza, de poder o de sumisión.
Miquel Amorós
Marzo 2003