La influencia de ideas socialistas libertarias y anarcoindividualistas en el movimiento obrero y estudiantil europeo pronto sería el detonante de otro tipo de vagabundo, más internacional que tirolés, más ateo que goliardo, más lumpen que burgués. En el período de entreguerras se produce un fenómeno de errancia masiva en dirección a los bosques y campos de Europa. Jóvenes alemanes, holandeses, suecos, noruegos, daneses, etc. salen cada primavera a andar con un atadito al hombro, durmiendo bajo las estrellas y trabajando en las cosechas de trigo, fruta o lúpulo para cerveza. Según Osvaldo Bayer, hacia fines de los años veinte —antes de que el crecimiento de las bandas de choque nazis barrieran con este fenómeno— se calculaba que sólo en Alemania deambulaban cincuenta mil vagabundos: toda una subcultura que había inventado una jerga propia con más de dos mil vocablos, y un lenguaje de signos y señales que dejaban talladas en las cortezas de los árboles, cerca de las carreteras, para avisar a otros, por ejemplo, si en la próxima aldea había policías, o perros bravos, o prostitutas. En su libro Landstreitcher, Knut Hamsun narró la vida de estos seres orgullosos, individualistas, enemigos de la autoridad. Bayer observa que, denominándose a sí mismos “monarcas”, se juntaban sobre todo en isla de Fehmarn, en el mar Báltico, donde después de trabajar en las cosechas se gastaban su dinero en las tabernas y prostíbulos, realizaban desfiles y festivales, y se enfrentaban con la policía, a quien ridiculizaban en versos y canciones. Había entre ellos personajes como Pitz, de quien se decía que había sido compañero de caminatas de Máximo Gorki.

Eric Muhsam, quien en contra de la idea marxista del marginal como “lumpenproletario”, siguió las ideas de Bakunin y fundó un grupo llamado Vagabundos. Gregor Gog, quien organizó el primer congreso internacional de vagabundos en Stuttgart en 1929, en donde se proclamó la “huelga general para toda la vida”. Y Jost Pompold, cuya consigna era “el día que todas las mujeres del mundo ejerzan la prostitución comenzará el verdadero clima revolucionario”.

Uno de esos personajes fue Kurt Gustav Wilckens, el vengador de los fusilamientos de la Patagonia, que mató de un bombazo al teniente coronel Héctor B. Varela en 1921. Wilckens, que era de una familia de la alta burguesía, no llegó a ser trashumante en su Alemania natal sino en Estados Unidos, a partir de 1910. Allí recorrió el país con un atado de ropa al hombro, trabajando en las cosechas, en fábricas de envases de conservas y pescados en escabeche, en minas de carbón, participando en asambleas y organizando luchas sindicales. Varias veces terminó despedido de sus trabajos y encarcelado; finalmente, fue expulsado. Pero en vez de quedarse en Alemania, volvió a cruzar el Atlántico, esta vez en dirección al sur: la Argentina sería el destino donde alcanzaría la estatura de héroe.

Aquí también Wilckens vivió como un linyera y trabajó casionalmente en las quintas de frutales, en los huertos y en los puertos de la Patagonia. Cuando estalla la rebelión patagónica de fines de 1920, Wilckens ya vive en Buenos Aires, donde la policía lo tiene fichado por sus vinculaciones con grupos anarquistas porteños. Aunque es un anarcopacifista, un antimilitarista influido por las ideas de Tolstoi, también respeta —y conoce personalmente— a grupos de “expropiadores” (partidarios de la acción armada). Al enterarse de la represión militar que termina con la vida de unos 1.500 peones rurales desarmados (según cifras de los anarquistas), su conmoción es tal que decide tomar la decisión que cambiaría para siempre su derrotero: atentar contra la vida del jefe militar responsable de los fusilamientos.

La historia es conocida y ha sido narrada de un modo magnífico por Osvaldo Bayer: Wilckens arroja una bomba de mano al paso de Varela en la calle Fitz Roy, es herido por varias esquirlas, no puede huir muy lejos, termina en la cárcel. Allí será ejecutado con un tiro en el pecho por un nacionalista de la Liga Patriótica Argentina llamado Pérez Millán. Y a partir de ese momento será inmortalizado por decenas de versos y alabanzas. Así, Miguel Ángel Roscigna, en un artículo que aparece en el periódico Anarchia, de Severino Di Giovanni, llega a elogiar la figura de los vagabundos que “al estilo de ese gran linyera que fue Kurt Wilckens, con su mono al hombro, insometibles, inadaptables a la esclavitud del salario…, recorren el mundo de punta a punta, atacando y desgarrando en mil formas el falso principio que somete a los pueblos: la autoridad”.

Osvaldo Baigorria

 

Fragmento del libro Anarquismo Trashumante