Las sociedades primitivas son sociedades sin Estado: este juicio esconde una opinión que acentúa la posibilidad de una antropología política como ciencia rigurosa. Lo que se dice es que las sociedades primitivas están privadas de algo – el Estado – que es necesario a toda sociedad. Estas sociedades están incompletas. No son verdaderas – no están civilizadas -, viven la experiencia quizá dolorosa de un carencia – carencia de Estado- que no pueden satisfacer. Esto dicen los viajeros y los investigadores: no puede pensarse en una sociedad sin Estado, el Estado es el destino de toda sociedad. Aquí se descubre un etnocentrismo mucho más sólido por ser inconsciente. La referencia inmediata es lo más familiar. Cada cual lleva en sí, como la fe del creyente, la certeza de que la sociedad es para el Estado. ¿Cómo no concebir a las sociedades primitivas, sino como una especie de personas despreciadas por la historia universal, como sobrevivientes anacrónicos de un estadio lejano, rebasado tiempo atrás? Aquí está la otra cara del etnocentrismo, la convicción de que la historia tiene un sentido único, que toda sociedad está condenada a la historia y a recorrer las etapas que van del salvajismo a la civilización. “Todos los pueblos civilizados han sido salvajes”, escribe Raynal. Pero la afirmación de una evolución no funda una doctrina que, uniendo arbitrariamente el estado de civilización a la civilización del Estado, señala a éste como término necesario a toda sociedad. Podríamos preguntar qué ha retenido a los últimos pueblos que aún son salvajes.
Tras las formulaciones modernas, el viejo evolucionismo sigue intacto. Más difícil de ocultarse en el lenguaje de la antropología que en el de la filosofía, aflora en las categorías que se dicen científicas. Ya sabemos que las sociedades arcaicas están determinadas negativamente, por sus carencias: sin Estado, sin escritura, sin historia. Y se las determina en lo económico: con economía de subsistencia. Si con esto se dice que ignoran la economía de mercado donde fluyen los excedentes, no se dice nada, sólo se subraya otra deficiencia más, siempre en relación con nuestro propio mundo. Están sin Estado, sin escritura, sin historia, sin mercado. Pero el sentido común objeta: ¿para qué sirve un mercado sin excedentes? La idea de economía de subsistencia revela que si estas sociedades no producen excedentes es por incapacidad, porque están ocupadas en la sobrevivencia. Antigua imagen, siempre eficaz, de la miseria de los salvajes. Y para explicar su incapacidad de abandonar el vivir al día, se pretexta la inferioridad técnica.
¿Qué hay de cierto en ello? Si por técnica se entiende el conjunto de procedimientos con que se proveen los hombres, no para asegurarse el dominio absoluto de la naturaleza (esto sólo vale para nuestro mundo y su demente proyecto cartesiano del que apenas empiezan a medirse las consecuencias), sino para asegurarse un dominio del medio natural, relativo a sus necesidades, no puede hablarse de inferioridad técnica. Su capacidad para satisfacer sus necesidades es igual a la que enorgullece a la sociedad industrial. Todo grupo humano llega a ejercer dominio sobre su medio. No se sabe de ninguna sociedad que se haya establecido, por presión externa en un medio imposible de dominar. O desaparece o cambia de territorio. Lo que sorprende con los esquimales o los australianos es la riqueza, la imaginación y la fineza de la actividad técnica, la eficacia de sus herramientas. Hay que ir a los museos etnográficos, a observar la exactitud de los instrumentos, que hace de cada uno una obra de arte. No hay jerarquía hablando de técnica, ni superior ni inferior. Un equipamiento tecnológico se mide por la capacidad de satisfacer las necesidades de la sociedad. De ninguna manera las sociedades primitivas han sido incapaces para realizar tal propósito. Es cierto que el potencial de innovación técnica lleva tiempo. Nada se da de golpe, existe la larga sucesión de ensayos, errores, fracasos y éxitos. Los estudiosos de la prehistoria nos enseñan los milenios que necesitaron los hombres del paleolítico para sustituir sus grotescos garrotes por los admirables cuchillos de silex del solutrense. El descubrimiento de la agricultura y la domesticación de las plantas casi son contemporáneos en América y en el mundo antiguo. Los Amerindios no son inferiores – al contrario – en el arte de seleccionar las plantas útiles.
Detengámonos un momento en el interés funesto que llevó a los indios a desear instrumentos metálicos. Se relaciona con su economía, pero no como podría creerse. Estas sociedades estarían condenadas a la economía de subsistencia por su inferioridad técnica. Este argumento no está fundado ni en derecho ni en hechos. No hay escala para medir las “intensidades” tecnológicas; el equipo técnico no es comparable al de una sociedad diferente; no sirve de nada comparar el fusil con el arco. La arqueología, la etnografía, la botánica, etc., demuestran la eficacia de las teconologías salvajes. Si las sociedades primitivas tienen una economía de subsistencia no es a falta del saber-hacer técnico. La verdadera cuestión es: ¿la economía de estas sociedades es realmente de subsistencia? Si no nos contentamos con entender economía de subsistencia como economía sin mercado y sin excedentes – verdad simple, por sólo constatar la diferencia – entonces esta economía permite subsistir a la sociedad que funda; se afirma que esta sociedad sólo provee a sus miembros con el mínimo necesario para la subsistencia.
Aquí hay un prejuicio tenaz, de que el salvaje es perezoso. Si se dice “trabajar como un negro” en América del Sur se dice “perezoso como un indio”. La opción es: o bien el primitivo vive en economía de subsistencia o bien pasa largos ratos de ocio fumando en su hamaca. Fue lo que admiró a los europeos de los indios de Brasil. Reprobaron que hombres robustos y saludables preferían, como las mujeres, pinturas y plumas en lugar de sudar en los campos. Gentes que ignoraban que hay que ganar el pan con el sudor de la frente. Era demasiado y no duró. Se los puso a trabajar y murieron. Dos axiomas guían a la civilización occidental. El primero: la verdadera sociedad se da a la sombra protectora del Estado; el segundo enuncia un imperativo categórico: hay que trabajar.
En efecto, los indios daban poco tiempo a lo que se llama trabajo, no obstante, no morían de hambre. Las crónicas de la época nos hablan de la hermosa apariencia de los adultos, la salud de los niños, la abundancia y variedad de las fuentes alimenticias. La economía de subsistencia no implica la búsqueda angustiante, de tiempo completo, del alimento. Es compatible con una limitación del tiempo para las actividades productivas. Es el caso de los Tupí-guaraní, cuya holgazanería tanto irritaba a los franceses y portugueses. Su vida se basaba en la agricultura y secundariamente en la caza, pesca y recolección. Una misma tierra era usada de cuatro a seis años, luego se abandonaba, o porque era invadida por una vegetación parásita difícil de eliminar. Lo arduo del trabajo era para los hombres, que era desmontar la superficie con hacha de piedra y con fuego. La tarea, al fin de las lluvias, movilizaba a los hombre uno o dos meses. El resto – plantar, escardar, cosechar – por la división sexual del trabajo, era para las mujeres. Los hombres, la mitad de la población, trabajaban ¡ dos meses cada cuatro años! El resto era para cosas placenteras: caza, pesca, fiestas, y finalmente, para su gusto apasionado por la guerra.
Estos datos, impresionistas, los confirman investigaciones recientes, que miden el tiempo de trabajo en las sociedades con economía de subsistencia. Ya se trate de cazadores nómadas del desierto de Kalahari o de agricultores amerindios, las cifran revelan un tiempo inferior a cuatro horas diarias de trabajo. J. Lizot, que vive con los indios Yanomami del Amazonas venezolano, dice que la duración del tiempo dedicado al trabajo, apenas rebasa las tres horas. No hemos hecho lo mismo con los Guayakí, cazadores nómadas de la selva paraguaya, pero sé que los indígenas, hombres y mujeres, pasaban la mitad del día ociosos, pues la caza y la recolección eran entre 6 y 11 de la mañana. Estudios semejantes llegarían a resultados similares, teniendo en cuenta las diferencias ecológicas.
Estamos lejos del miserabilismo de la idea de economía de subsistencia. El hombre salvaje no está sujeto a una existencia animal, de sobrevivencia, pues en un tiempo corto obtiene este resultado y algo más. Las sociedades primitivas tienen todo el tiempo para acrecentar su producción de bienes materiales. El buen sentido pregunta entonces: ¿por qué los hombres de estas sociedades querrían producir más si cuatro horas bastan para asegurar las necesidades del grupo? ¿Para qué les servirían los excedentes? ¿Cuál sería su destino? Siempre es por la fuerza que los hombres trabajan más allá de sus necesidades. Esta fuerza está ausente en el mundo primitivo; su ausencia define la naturaleza de las sociedades primitivas. Puede admitirse la expresión de economía de subsistencia para calificar su organización económica, si por ello se entiende no una carencia o un incapacidad, sino el rechazo de un exceso inútil, la voluntad de acordar las actividades productiva con la satisfacción de las necesidades. En las sociedades primitivas hay excedentes. Las plantas cultivadas (yuca, maíz, tabaco, algodón, etc.) rebasa lo que es necesario al grupo, estando este suplemento de producción incluido en el tiempo normal de trabajo. Este excedente, es consumido, con fines políticos, en las fiestas, la visita de extranjeros, etc. La ventaja del hacha metálica sobre la de piedra es evidente para retardar su uso. Con la primera se hace diez veces más trabajo , o bien se hace el mismo trabajo en diez veces menos de tiempo. Cuando los indios descubrieron la superioridad de las hachas de los hombres blancos, las desearon no para producir más, sino para producir lo mismo en un tiempo diez veces más corto. Se produjo lo contrario porque con las hachas metálicas vino al mundo primitivo la violencia, el poder de los civilizados sobre los salvajes.
Las sociedades primitivas son, dice J. Lizot de los Yanomami, sociedades de rechazo al trabajo. “El desprecio de los Yanomami al trabajo y al progreso tecnológico autónomo es un hecho”(1). Son las primeras sociedades del ocio, de la abundancia, según la alegre expresión de M. Sahlins.
Si tiene un sentido una antropología económica de las sociedades primitivas, como disciplina autónoma, no procedería de la pura consideración de su vida económica, sería una etnología de la descripción, de una dimensión no autónoma de la vida social primitiva. Es más bien cuando esta dimensión pasa a una esfera autónoma que aparece fundada la idea de una antropología económica. Cuando desaparece el rechazo al trabajo, se cambia el ocio por la acumulación, cuando una fuerza externa nace en el cuerpo social, sin la que los salvajes no renunciarían al ocio y que destruye la sociedad primitiva, esa fuerza crea el poder político. Pero así como la antropología deja de ser económica y pierde su objeto al querer aprehenderlo, la economía se hace política.
Para el hombre salvaje, la actividad de producción está medida por las necesidades energéticas. La producción se vuelca sobre la reconstitución de la energía gastada. Es decir, que es la vida como naturaleza que – en la producción de los bienes consumidos en las fiestas – determina el tiempo consagrado a reproducirla. Asegurada la satisfacción de necesidades, nada podría incitar a desear producir más, a alienarse en un trabajo sin destino, si ese tiempo puede ser para el ocio, el juego, la guerra o la fiesta. ¿ En qué condiciones puede transformarse esta relación del primitivo con la actividad de producción? ¿En qué condiciones surge una meta diferente de la satisfacción de las necesidades energéticas? Esto es plantear la pregunta por el origen del trabajo alienado.
En la sociedad primitiva, por esencia igualitaria, los hombres son dueños de su actividad, de la circulación de los productos de esa actividad, actúan sólo para ellos mismos, mientras que la ley de intercambio de bienes mediatiza la relación directa del hombre con su producto. Por ello, todo se altera si esa actividad es desviada, cuando en lugar de producir sólo para sí, el hombre produce también para los demás, sin intercambio ni reciprocidad. Es entonces cuando puede hablarse de trabajo, cuando la regla igualitaria de intercambio deja de ser el “código civil” de la sociedad, cuando esa actividad tiende a satisfacer a los demás, cuando esa regla se sustituye por el terror de la deuda. Allí estriba la diferencia entre el salvaje amazónico y el indio del Imperio Inca. El primero produce primero para vivir, el segundo trabaja para los demás, para los que no trabajan, los señores que le dicen: tienes que pagar lo que nos debes, tu deuda de por vida.
Cuando en la sociedad primitiva lo económico se deja identificar como autónomo, cuando se produce el trabajo alienado, impuesto por los que lo gozan, la sociedad deja de ser primitiva y se transforma en sociedad dividida en señores y siervos, es cuando se ha dejado de exorcizar lo que está destinado a eliminarla: el poder y el respeto al poder. la mayor división de la sociedad es la nueva disposición vertical entre la base y la cima, la gran ruptura política entre poseedores de la fuerza, guerrera o religiosa, y los sometidos a esas fuerza. La relación política de poder precede y funda la relación económica de explotación. Antes de ser económica, la alienación es política, el poder está antes que el trabajo, lo económico deriva de lo político, el Estado determina las clases.
No es por lo incompleto que se revela la naturaleza de las sociedades primitivas. Esta se impone como algo positivo, como dominio del medio natural y social, como voluntad libre de no permitir que de su ser salga nada que pudiera alterarlo, corromperlo o disolverlo. Las sociedades primitivas no son embriones retrasados de sociedades ulteriores, de los cuerpos sociales con despegue “normal” interrumpido por alguna extraña enfermedad, no se encuentran en una lógica histórica que conduce al término inscrito de antemano pero conocido a posteriori, nuestro propio sistema social. (Si la historia es esta lógica, ¿cómo es que existen aún sociedades primitivas?). En el plano de la vida económica se traduce todo esto en rechazo a un trabajo y una producción absorbentes, en la decisión de limitar las reservas a las necesidades, en la imposibilidad de la competencia – ¿para qué serviría ser rico entre los pobres?- en una palabra, en la prohibición de la desigualdad.
¿Qué hace que en una sociedad primitiva la economía no sea política? Que la economía no es autónoma. Son sociedades sin economía por rechazo de la propia economía. Pero entonces, ¿también está ausente lo político en estas sociedades? ¿hay que admitir que al ser sociedades “sin ley ni rey”, les falta lo político? ¿No caemos en el etnocentrismo para el que una carencia marca a las diferentes sociedades?
Está la pregunta por lo político en las sociedades primitivas. No es sólo un problema “interesante”, un tema para especialistas, porque la etnología se desarrolla en una teoría general (por construir) de la sociedad y de la historia. Las diversas organizaciones sociales, no impiden un orden en la discontinuidad, una reducción de diferencias. Reducción masiva ya que la historia nos ofrece dos tipos de sociedad, dos macroclases, que tienen algo en común: están las sociedades primitivas y las sociedades con Estado. Es la presencia o ausencia de la formación estatal (de múltiples formas) lo que da a cada sociedad su lugar lógico, que traza la discontinuidad. La aparición del Estado marca la gran división entre salvajes y civilizados, el corte que transforma el tiempo en Historia.
Hay, en el movimiento de la historia mundial, dos aceleraciones decisivas en su ritmo. El motor de la primera fue la revolución neolítica (domesticación de animales, agricultura, el arte del tejido y la cerámica, sedentarización, etc.). Aún vivimos en la prolongación de la segunda aceleración, la revolución industrial del S. XIX.
No hay duda de que la ruptura neolítica transformó las condiciones de los pueblos paleolíticos. ¿Pero ésta fue suficiente para afectar el ser de las sociedades? ¿Hay un funcionamiento diferente en las sociedades preneolíticas o posneolíticas? La experiencia etnográfica indica lo contrario. El paso del nomadismo a la sedenterización sería consecuencia de la revolución neolítica, porque ha permitido la formación de ciudades y aparatos estatales. Pero con esto se decide que todo “complejo” tecnocultural, sin agricultura, está condenado al nomadismo. Aquí tenemos algo etnográficamente inexacto. Una economía de caza, pesca y recolección no exige una vida nómada. Diversos ejemplos, en América y otros lados, lo atestiguan: La ausencia de agricultura es compatible con la sedenterización. Se puede suponer que los pueblos que no habían adquirido la agricultura no fue por inferioridad cultural sino porque no tenían necesidad de ella.
La historia poscolombina de América presenta agricultores sedentarios que, tras una revolución técnica (conquista del caballo y de las armas de fuego) dejaron la agricultura por la caza, cuyo rendimiento se multiplicaba. Cuando fueron ecuestres, las tribus de América del Norte o las del Chaco en América del Sur, extendieron sus desplazamientos, pero estaban lejos del nomadismo en el que se encuentran las bandas de cazadores-recolectores (como los guayaki del Paraguay) y el abandono de la agricultura no fue por la dispersión demográfica ni por la transformación de la organización cultural anterior.
¿Qué nos enseña el movimiento de las sociedades, de la caza a la agricultura y viceversa? Que parece darse sin cambiar la sociedad; que sigue idéntica si sólo cambian sus condiciones de existencia material; que la evolución neolítica no acarrea un trastorno del orden social. En las sociedades primitivas, el cambio en lo que el marxismo llama la infraestructura económica, no determina su reflejo, la superestructura política, pues ésta es independiente de su base material. El continente americano ilustra la autonomía de la economía y de la sociedad. Los grupos de cazadores-pescadores-recolectores, nómadas o no, presentan las mismas propiedades sociopolíticas que sus vecinos agricultores, sedentarios: “infraestructuras” diferentes, “superestructura” idéntica. De modo inverso, las sociedades mesoamericanas – sociedades imperiales, sociedades con Estado – eran tributarias de una agricultura que, no por eso seguía siendo menos parecida a la de las tribus “salvajes” de la Selva Tropical: “infraestructura” idéntica, “superestructuras” diferentes; puesto que en un caso se trata de sociedades sin Estado y en el otro de Estados consumados.
Lo decisivo es el corte político y no el cambio económico. La verdadera revolución, en la protohistoria de la humanidad, no es la del neolítico, pues deja intacta la antigua organización social; es la revolución política, misteriosa, irreversible, mortal para las sociedades primitivas, lo que conocemos con el nombre de Estado. Y si conservamos los conceptos marxistas, la infraestructura es lo político y la superestructura lo económico. Una sola alteración estructural, abismal, puede destruir a la sociedad primitiva, la que hace surgir en su seno o del exterior, la autoridad de la jerarquía, la relación de poder, la sujeción de los hombres, el Estado. Sería inútil buscar el origen en el cambio de las relaciones de producción, dividiendo poco a poco la sociedad en ricos y pobres, explotadores y explotados; ello conduciría mecánicamente a la instauración de un órgano de poder de los primeros sobre los segundos, a la aparición del Estado.
Hipotética, esta modificación a partir de la base económica es imposible. Para que en una sociedad el régimen de la producción se transforme en mayor trabajo para acrecentar los bienes, es necesario, o bien que los hombres deseen esta transformación, o bien que sin desearla, se vean obligados a ella por una violencia externa.
En el segundo caso, nada ocurre con la sociedad misma, que sufre la agresión de una fuerza externa en cuyo beneficio va a modificarse el régimen de producción: trabajar y producir más para los nuevos dueños del poder. La opresión política determina la explotación. Pero la evocación de tal “escenario” no sirve de nada, pues plantea un origen exterior, contingente, inmediato, de la violencia estatal, y no la lenta realización de las condiciones internas, socioeconómicas de su aparición.
Se dice que el Estado es el instrumento que permite a la clase dominante ejercer su dominación violenta sobre las clases dominadas. Y que para que haya Estado, es necesario que antes haya clases sociales antagónicas, ligadas por la explotación. Luego la estructura de la sociedad – la división en clases – debería preceder al surgimiento de la máquina estatal. Veamos la fragilidad de esta concepción instrumental del Estado. Si la sociedad está organizada de opresores que explotan a los oprimidos, es porque esta alienación descansa en el uso de una fuerza, en la substancia misma del Estado, “monopolio de la violencia física legítima”. ¿A qué necesidad respondería la existencia del Estado, puesto que su esencia – la violencia – es inminente a la división de la sociedad, ya que está dedicado a la opresión de un grupo sobre los demás? Sólo sería el órgano inútil de una función cumplida antes y en otro lugar.
Articular la aparición de la máquina estatal con el cambio de la estructura social sólo lleva a retardar el problema de esta aparición. Hay que preguntarse por qué se produce, en una sociedad primitiva, el reparto de hombres en dominantes y dominados. ¿Cuál es el motor del Estado? Su aparición confirmaría la legitimidad de una propiedad privada surgida previamente; el Estado sería el representante y el protector de los propietarios. Muy bien. ¿Pero por qué aparece la propiedad privada en una sociedad que la rechaza? ¿Por qué hay quienes un día dicen “esto es mío” y cómo es que los demás permiten que surja lo que la sociedad primitiva ignora: la autoridad, la opresión, el Estado? Lo que se sabe de las sociedades primitivas no permite buscar más en lo económico el origen de lo político. Ahí no está el árbol genealógico del Estado. No hay nada en una sociedad primitiva – sin Estado- que permita la diferencia entre ricos y pobres, porque nadie tienen el deseo barroco de hacer, poseer, parecer más que su vecino. La capacidad, igual para todos, de satisfacer las necesidades materiales, y el intercambio de bienes y servicios que impide la acumulación privada de bienes, hacen imposible tal deseo, que es deseo de poder. La sociedad primitiva no deja lugar al deseo de sobreabundancia.
Las sociedades primitivas hacen imposible el Estado. Y sin embargo, todos los pueblos civilizados han sido primero salvajes. ¿Qué fue lo que hizo que el Estado dejara de ser imposible? ¿Por qué los pueblos dejaron de ser salvajes? ¿Qué revolución hizo que surgiera el Déspota, que ordena a los que lo obedecen? ¿De dónde viene el poder político? Misterio, quizá provisional, de su origen.
Parece imposible determinar la aparición del Estado, pero pueden precisarse las condiciones de su no-aparición, y los textos reunidos aquí intentan delimitar lo político en las sociedades sin Estado. Sin fe, sin ley, sin rey. Lo que occidente decía de los indios del Siglo XVI, puede extenderse a toda sociedad primitiva. Esta es la distinción: una sociedad es primitiva si carece de rey como fuente legítima de la ley; es decir, de la máquina estatal. De modo inverso, toda sociedad no primitiva tiene Estado. Es por lo que pueden agruparse los despotismos arcaicos – reyes, emperadores de China o de los Andes, y faraones -, monarquías recientes – el Estado soy yo – o sistemas contemporáneos, el capitalismo liberal de Europa Occidental… o de Estado, como en otros lugares…
No hay rey en la tribu, sino un jefe que no es jefe de Estado. ¿Qué significa esto? Que el jefe no tiene autoridad, poder de coacción, no puede dar una orden. El jefe no es un comandante; la tribu no tiene deber de obedecer. La jefatura no tiene poder, y la figura (mal llamada) del “jefe” salvaje no es la de un futuro déspota. No es de la jefatura de donde se deriva el Estado en general. ¿Qué diferencia hay entre un jefe de tribu y un jefe de Estado? ¿Qué hace imposible esto en el mundo de los salvajes? Esta discontinuidad radical – que hace impensable un paso progresivo de la jefatura primitiva a la máquina estatal – se funda en la exclusión del poder político de la jefatura. Se trata de pensar en un jefe sin poder, pues la jefatura es extraña a su esencia, la autoridad. Las funciones del jefe, no son de autoridad. Encargado de acabar con los conflictos entre individuos, familias, linajes, etc., sólo tienen el prestigio que le reconoce la sociedad. Pero prestigio no es poder y los recursos del jefe para pacificar se limitan al uso de la palabra, no para arbitrar, ya que el jefe no es un juez, no puede tomar partido por nadie, sólo puede – con su elocuencia – persuadir de apaciguarse, renunciar a las injurias, imitar a los ancestros que vivieron en buen entendimiento. Empresa no segura, apuesta incierta, pues la palabra del jefe no tiene la fuerza de la ley. Si la presunción fracasa, el conflicto puede llegar a la violencia y el prestigio del jefe puede derrumbarse, pues es prueba de impotencia para lo que se esperaba de él.
¿En qué estima la tribu que un hombre es digno de ser jefe? En su competencia “técnica”: dotes oratorias, puntería en la caza, capacidad para coordinar la guerra. La sociedad no deja que el jefe vaya más allá, que su capacidad técnica se transforme en autoridad política. El jefe está al servicio de la sociedad – verdadero lugar del poder – que ejerce su autoridad sobre el jefe. Por ello es imposible que el jefe ponga a la sociedad a su servicio o que ejerza poder; la sociedad primitiva no tolerará que su jefe se transforme en déspota.
La tribu somete al jefe a una alta vigilancia; es prisionero porque ella no lo deja salir. ¿Pero, quiere salir? ¿Un jefe desea ser jefe? ¿Quiere suplantar el interés grupal por su propio deseo? En virtud del control al que la sociedad somete al líder, son raros los jefes que transgreden la ley primitiva: tu no eres más que los demás. Es raro, pero a veces sucede que un jefe quiere ser jefe y no por cálculo maquiavélico sino porque no tiene otra opción. Por regla general, no intenta (ni sueña) subvertir la relación (conforme a normas) que él tiene con su grupo; subversión que, de servidor pasaría a señor. Esta relación la define el jefe de una tribu abipona del Chaco argentino, en la respuesta que dio a un oficial español que quería convencerlo de hacer participar a su tribu en una guerra que no deseaba: “Los abipones, por costumbre de sus ancestros, hacen todo a su gusto y no al de su cacique. Yo los dirijo, pero no perjudicaría a ninguno sin perjudicarme a mí mismo; si los forzara ellos me darían la espalda. Prefiero ser amado y no temido por ellos”. No dudemos que la mayoría de los jefes indios habrían tenido el mismo discurso.
Pero hay excepciones, ligadas a la guerra. La conducción de una expedición militar es la única vez en que el jefe ejerce autoridad, fundada sólo en su competencia técnica como guerrero. Después, el jefe de guerra queda sin poder; el prestigio de la victoria jamás se transforma en autoridad. Hay pues una separación tajante entre poder y prestigio, entre gloria de un guerrero vencedor y el mando que le está prohibido ejercer. Lo que calma la sed de prestigio de un guerrero es la guerra. Un jefe cuyo prestigio está ligado a la guerra sólo lo conversa en la guerra. Es una especie de empuje hacia adelante por lo que organiza expediciones guerreras, donde espera beneficios simbólicos en la victoria. Pero su deseo de guerra corresponde a la voluntad de la tribu, en particular de los jóvenes, para quienes la guerra es el principal medio de adquirir prestigio; mientras la voluntad del jefe no va más allá de la sociedad, las relaciones son iguales. Pero el riesgo de un rebasamiento del deseo de la sociedad por el de su jefe, es permanente. El jefe a veces acepta correrlo, imponiendo a la tribu su proyecto individual. Invirtiendo la relación del líder como instrumento al servicio de un fin socialmente definido, intenta hacer de la sociedad el medio para realizar un fin particular: la tribu al servicio del jefe, y no el jefe al servicio de la tribu. Si esto “funcionara”, tendríamos el nacimiento del poder político, como presión y violencia; tendríamos la figura mínima del Estado. Pero esto nunca funciona.
En el hermoso relato de los veinte años que pasó con los Yanomami (2) Elena Valero habla de su primer marido, el líder guerrero Fousiwe. Su historia ilustra el destino de la jefatura salvaje cuando es llevada a transgredir la ley primitiva que, como verdadero poder, rehusa deshacerse de él, se niega a delegarlo. Fousiwe es reconocido como “jefe” por su prestigio como conductor de victorias contra los grupos enemigos. El dirige guerras deseadas por su tribu, se pone al servicio de su grupo; es el instrumento de su sociedad. Pero el infortunio del guerrero quiere que el prestigio en la guerra se pierda pronto, si no se renuevan las fuentes. La tribu, para la que el jefe es sólo el instrumento para realizar su voluntad, olvida las victorias pasadas del jefe. El jefe nunca adquiere nada definitivamente, y si quiere devolver a la gente la memoria perdida, no lo logrará con sus viejas hazañas, sino con nuevos hechos de armas. Un guerrero no tiene alternativa: está condenado a desear la guerra. Es allí que logra el consenso que lo reconoce como jefe. Si su deseo de guerra coincide con el de la sociedad, ésta sigue realizándola.
Pero si el deseo de guerra del jefe se vuelve contra una sociedad que desea la paz – ninguna sociedad, desea siempre la guerra – la relación se trastoca, el líder utiliza a la sociedad para su meta individual. No hay que olvidarlo, el jefe primitivo no tiene poder. ¿Cómo imponer su deseo a una sociedad que lo rechaza? Es prisionero de su deseo de prestigio y su impotencia para realizarlo. ¿Qué puede suceder? El guerrero está destinado a una soledad que lo conduce a la muerte. Ese fue el destino del guerrero sudamericano Fousiwe. Por haber querido imponer una guerra se vio abandonado por su tribu. Tenía que realizar esta guerra sólo y murió acribillado por las flechas. La muerte es el destino del guerrero porque la sociedad primitiva no permite sustituir el deseo de prestigio por la voluntad de poder, está de antemano condenado a la muerte. El poder político separado es imposible en la sociedad primitiva; no hay vacío que el Estado pudiera llenar.
Menos trágica, pero parecida, es la historia de otro líder indio, más célebre que el oscuro guerrero amazónico, pues se trata del famoso jefe apache Jerónimo. Leer sus Memorias (3) es muy instructivo. Jerónimo sólo era un joven guerrero cuando los soldados mexicanos atacaron a su tribu e hicieron una masacre de mujeres y niños. La familia de Jerónimo fue exterminada totalmente. Las diferentes tribus apaches se aliaron para vengarse de los asesinos y Jerónimo condujo el combate. Su éxito fue total, pues los apaches aniquilaron la guarnición mexicana. El prestigio de Jerónimo fue inmenso. Pero a partir de ahí algo le sucede a Jerónimo. Porque si para los apaches, satisfechos con la victoria y la venganza, el asunto está concluido, Jerónimo quiere seguir vengándose, considera insuficiente la derrota sangrienta. Pero no puede ir sólo al ataque de los poblados mexicanos. Trata de convencer a los suyos de atacar de nuevo. En vano. La sociedad apache, una vez alcanzada la meta colectiva – la venganza – quiere descansar. Jerónimo tiene un deseo individual y quiere arrastrar a la tribu para cumplirlo. Los apaches no quisieron seguir a Jerónimo, como los Yanomami no siguieron a Fousiwe. Jerónimo sólo convence a unos cuantos, ávidos de gloria y riqueza. El ejército de Jerónimo, para una de esas expediciones, heroicas e irrisorias, era de dos hombres. Los apaches le dieron la espalda cuando quiso realizar su guerra personal. Jerónimo fue el último gran jefe de la guerra norteamericano, que pasó treinta años de vida queriendo “ser jefe” y no lo logró…
La esencia de la sociedad primitiva, es ejercer un poder absoluto sobre todo lo que la compone, es prohibir la autonomía de alguno de sus subconjuntos, es mantener todos los movimientos internos, conscientes e inconscientes, en los límites y en la dirección queridos por la sociedad. La tribu manifiesta (incluso con violencia), el deseo de fijar este orden, prohibiendo el poder político individual, central y separado. Es una sociedad donde nada se escapa; todas las salidas están cerradas. Sociedad que debería reproducirse eternamente sin que nada la afectara a través del tiempo.
Sin embargo, hay un campo que escapa al control; es un “flujo” al que ella parece poder imponer sólo un “código” imperfecto; se trata del terreno demográfico, con reglas culturales, leyes naturales, espacio de una vida enraizada en lo social y en lo biológico, sede de una “máquina” que funciona con mecánica propia y que está fuera del alcance de la empresa social.
Sin sustituir un determinismo económico por uno demográfico e inscribirlo en las causas – el crecimiento demográfico – la necesidad de los efectos – transformación de la organización social – hay que constatar, sobre todo en América, el peso sociológico de la población; el aumento de las densidades para conmocionar – no decimos destruir – la sociedad primitiva.
En efecto, es probable que una condición fundamental de la sociedad primitiva es la debilidad de su talla demográfica. Las cosas sólo funcionan si la población es poco numerosa. Para que una sociedad sea primitiva, debe ser pequeña. Lo que se constata es una fragmentación en “naciones”, tribus, sociedades, grupos que vigilan su autonomía en el seno del conjunto, además de hacer alianzas con vecinos “compatriotas”, si las condiciones – guerreras – lo exigen. Esta atomización del universo tribal es una forma de impedir conjuntos sociopolíticos que integran los grupos locales y, más aún, un medio de prohibir la emergencia del Estado que en su esencia, es unificador.
Los Tupí-Guaraní parecen, cuando Europa los descubre, alejarse del modelo primitivo: la densidad demográfica de sus tribus rebasa el de las poblaciones vecinas; el tamaño de los grupos locales no se compara con el de las unidades sociopolíticas de la Selva Tropical. Por supuesto, los poblados Tupinamba, de miles de habitantes, no eran ciudades, pero acababan de pertenecer al horizonte “clásico” de la dimensión demográfica de las ciudades vecinas. Sobre este fondo de expansión demográfica se destaca – hecho inhabitual en la América de los salvajes, si no en la de los imperios – la tendencia de las jefaturas hacia un poder desconocido en otra parte. Los jefes tupi-guaraní no eran déspotas, pero no eran jefes sin poder. En un extremo de la sociedad, el crecimiento demográfico, en el otro, el surgimiento del poder político. Sin duda que no toca a la etnología – a ella sola – responder a las causas de la expansión demográfica en una sociedad primitiva. Contraria a esta disciplina surge la articulación de lo demográfico con lo político, el análisis de las fuerza que ejerce el primero sobre el segundo por intermediación de lo sociológico.
En este texto, subrayamos la imposibilidad interna de un poder político separado en una sociedad primitiva, la imposibilidad de una génesis del Estado en el interior de la sociedad primitiva. Y tenemos que evocar, contradictoriamente, a los tupi-guaraní como una sociedad primitiva donde comenzaba a surgir lo que habría podido convertirse en Estado.
En estas sociedades se daba un proceso de constitución de una jefatura con un poder político nada despreciable. Al grado de que los cronistas franceses y portugueses no dudan en nombrar a los jefes con el título de “reyes de provincia” o “reyezuelos”. La transformación de la sociedad tupi-guaraní se interrumpe al llegar los europeos. ¿Si el descubrimiento del Nuevo Mundo se hubiera retrasado un siglo, se habría impuesto el Estado a las tribus del litoral brasileño? Es riesgoso hacer una historia hipotética que nada desmentiría. Pero, respondemos de manera negativa. No fue la llegada de los occidentales lo que cortó el surgimiento del Estado con los tupi-guaraní, sino un sobresalto de la sociedad primitiva, un levantamiento contra las jefaturas, destructor del poder de los jefes. Un extraño fenómeno, hacia el fin del siglo XV, agitaba a las tribus tupi-guaraní, las prédicas de hombres que, de grupo en grupo, llamaban a los indios a dejar todo para ir a la búsqueda de la Tierra sin mal, del paraíso terrestre.
Jefatura y lenguaje están, en la sociedad primitiva, muy ligados, la palabra es el único poder devuelto al jefe, es para él un deber. Pero es otro discurso, no de jefes, sino de esos hombres que en los siglos XV y XVI llevaban a los indios por millares en locas migraciones en busca de la patria de los dioses; es el discurso de los Karai, es la palabra profética, virulenta subversiva, de llamar a los indios a la destrucción de la sociedad. El llamado de los profetas a abandonar la mala tierra, para llegar a la tierra sin mal, a la sociedad de la felicidad divina, implicaba la condenación a la muerte de la sociedad y sus normas. Una sociedad donde se imponía cada vez más la autoridad de los jefes, su poder político naciente. Es posible que si los profetas, surgidos del corazón de la sociedad, proclamaban como malo el mundo, es porque descubrían el mal en esa muerte lenta a la que los condenaba el surgimiento del poder en la sociedad tupi-guaraní, como sociedad sin Estado. Con la sensación de que el mundo salvaje se derrumbaba, obsesionados por la idea de una catástrofe sociocósmica, los profetas decidieron dejar el mundo de los hombres y ganar el de los dioses.
Palabra profética aún viva, así lo dicen los textos “Profetas en la jungla” y “De la unidad sin lo múltiple”. Los cuatro mil guaranís que viven en la miseria en la selva de Paraguay, gozan aún de la riqueza inconmensurable que les ofrecen los Karai. Se duda que son aún conductores de tribus como sus ancestros del siglo XVI, ya no hay búsqueda de la Tierra sin mal.
Pero con la falta de acción el pensamiento se ha embriagado, permitiendo pensar en la desdicha de la condición humana. Y este pensamiento salvaje, enceguecedor por exceso de luz, nos dice que el nacimiento del Mal, de la desdicha, es la unidad. Hay que hablar más de lo que el sabio guaraní designa con el nombre de Unidad. Los temas favoritos del pensamiento guaraní contemporáneo son los mismos que inquietaban, hace cuatro siglos, a los Karai, los profetas. ¿Por qué el mundo es malo? ¿Qué podemos hacer para escapar al mal? Son preguntas que no dejan de plantearse. Los Karai de hoy repiten el discurso de los profetas de antaño. Estos sabían que la Unidad es el mal, lo decían de pueblo en pueblo, y las gentes los seguían en la búsqueda del Bien, en pos de la no-Unidad. Se tiene pues en los tupí-guaraní de la época del Descubrimiento, de un lado una práctica – la migración religiosa – inexplicable si no se lee el rechazo de la directividad, el rechazo del poder político separado, el rechazo del Estado; del otro lado, un discurso profético que identifica a la Unidad como la raíz del Mal y asegura escapar de él. ¿Cómo es posible pensar en la Unidad?
Es necesario que su presencia, odiada o deseada sea visible. Creemos descubrir que bajo la ecuación metafísica que iguala el mal con la Unidad, hay otra ecuación más secreta y política que dice que la Unidad es el Estado. El profetismo tupí-guaraní es al tentativa heróica de una sociedad primitiva para abolir la desdicha, con el rechazo radical de la Unidad como esencia universal del Estado. Esta lectura “política” de una constancia metafísica nos plantea una pregunta, tal vez sacrílega: ¿no podría someterse a lectura semejante toda metafísica de la Unidad? ¿Qué sucede con la Unidad como Bien, como objeto preferencial que, desde su alborada, la metafísica occidental asigna al deseo del hombre? Hay un evidencia: el pensamiento de los profetas salvajes y el de los antiguos griegos es el mismo: la Unidad. Pero el indio guaraní dice que la Unidad es el Mal, mientras que Heráclito dice que es el Bien. ¿Cómo es posible pensar en la Unidad como Bien?
Volvamos, para concluir, al mundo ejemplar de los tupi-guaraní. Una sociedad primitiva amenazada por la ascensión de los jefes, que provoca – a costa de un suicidio colectivo – el fracaso de la jefatura, la exterminación de los reyes portadores de ley. De un lado los jefes; del otro y contra ellos, los profetas. Esta es la sociedad tupi-guaraní de finales del siglo XV. Y la “máquina” profética funcionó bien, pues los Karai llevaban tras ellos masas de indios exaltados, al grado de acompañarlos hasta la muerte.
¿Qué quiere decir esto? Los profetas armados con sus logos, podían hacer algo imposible en la sociedad primitiva: unificar en la migración religiosa la diversidad múltiple de las tribus. Ellos realizaron de un solo golpe el “programa” de los jefes. ¿Argucia de la historia? ¿Fatalidad que a pesar de todo dirige a la sociedad primitiva a al dependencia? No se sabe. Pero la insurrección de los profetas contra los jefes daba a los primeros, por un extraño cambio de las cosas, infinitamente más poder que el que tenían lo segundos. Tal vez hay que rectificar que la palabra sea opuesta a la violencia. Si el jefe salvaje tiene una palabra inocente, la sociedad primitiva puede también, escuchar otra palabra, como un mandamiento: a saber, la palabra profética. En el discurso de los profetas está tal vez en germen, el discurso del poder, y bajo los rasgos exaltados del conductor de hombres que dice el deseo de los hombres, se disimula tal vez la figura silenciosa del Déspota.
Palabra profética, poder de esta palabra: ¿tendríamos allí el origen del poder, el comienzo del Estado en el Verbo? ¿Profetas, conquistadores de almas antes que señores de los hombres? Quizá. Pero, hasta en la experiencia extrema el profetismo (la sociedad tupí-guaraní había alcanzado los límites que determina una sociedad primitiva), es lo que nos muestran los salvajes, es el esfuerzo para impedir que los jefes sean jefes, es el rechazo de la unificación, la conjuración de la Unidad, del Estado. La historia de los pueblos que tienen una historia es la historia de la lucha de clases. La historia de los pueblos sin historia es, diremos con la misma verdad, la historia de su lucha contra el Estado.
Extracto del libro La Sociedad contra el Estado de Pierre Clastres.
Traducción de Rosario Herrera Guido
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(*)La Société contre l’État, Les Edicions de Minuit, Paris, 1974, Capítulo 11.
(1) J. Lizot, Economie ou société? Quelques thèmes à propos de l’étude d’une communauté d’Amerindiens, Journal de la Société des américanistes 9,1973,pp137-175.
(2) E.Biocca, Yanoama, Plon, 1969.
(3) Mémories de Géronimo, Maspero, 1972.