Todo lo demás es aburrido. Notas sueltas sobre la acción directa.

Pensé en escribir estas notas porque me parece que, últimamente, incluso entre nosotrxs, lxs anarquistas, se está hablando demasiado poco (y también, por desgracia, practicándose demasiado poco…) de acción directa, privilegiando intentos de encuentro con las «masas», más o menos indignadas. He decidido hacerlo en la Cruz Negra porque espero que pueda convertirse en un espacio de debate entre quienes consideran la acción como centro de su camino de lucha. Espero sinceramente que la Cruz Negra no se convierta en reunión de la mala suerte carcelaria, sino en un lugar para mostrar y profundizar, sin pelos en la lengua, desde diferentes puntos de vista, sobre cuestiones consideradas útiles para hacer más incisiva la lucha contra la autoridad. Ciertamente, la acción directa es para actuar y no para pontificar, pero estoy convencido de que aclarar lo que cada unx de nosotrxs realmente entiende cuando usa estas palabras, puede ayudarnos a afilar armas para asaltar el presente.

Para abordar la cuestión sin perderme en inútiles palabras estridentes, quiero primero aclarar lo que, para mí, no es acción directa.

Concentraciones, repartir panfletos, manifestaciones «determinadas y comunicativas», tartas (pintura, escupitajos, etc.) en la cara del infame de turno, huevos de colores y todo este tipo de cosas no se pueden considerar acción directa. Soy consciente de que una lista de ese estilo atraerá a mí las flechas de quienes sostienen que todos los medios tienen la misma dignidad en la lucha, que mi discurso podrá parecer esquemático, «militarista», impregnado de una óptica eficientísima y bla, bla, bla… Pero nadie, honestamente, podrá negar que, en estos momentos, haciendo estas cosas se está más bien viciando la lucha, renunciando a vivirla realmente.

Estoy convencido de que se está afrontando la lucha con ligereza, con la sonrisa en los labios: no se trata más que de un juego, pero nada hay más serio que un juego donde las apuestas están representadas por la calidad de nuestras vidas y de nuestra libertad. Nadie puede negar que la correspondencia entre el pensamiento y la acción debería ser característica fundamental de ser anarquista. Si pensamos que la destrucción de este mundo es necesaria, debemos actuar en consecuencia, no podemos recurrir a simpáticos e inofensivos trucos baratos para silenciar, engañando a nuestras conciencias hambrientas de libertad. Debemos tener el coraje de afirmar que la acción directa, o es destructiva o no es. Los muros que nos aprisionan no se caerán solos, sino solamente si son envestidos por la onda de choque de nuestra rabia. Es inútil que el inteligente de turno recuerde que la insurrección no es resultado de la suma aritmética de los ataques realizados por anarquistas, estoy hablando de otra cosa. Nuestra vida es demasiado corta para desgastarla en centenares de representaciones diseñadas para despertar a las masas adormecidas, para que se presenten puntuales a la cita el día mágico: sólo cuando atacamos concretamente a lo existente conseguimos arrancar pedazos de libertad, aunque sólo sea por unos cuantos momentos, nos liberamos de las cadenas impuestas por la cotidianidad y por la ley.

Nuestra lucha debe ser violenta, sin compromisos, sin posibilidad de mediaciones ni vacilaciones: la acción directa destructiva, el único medio que deberíamos utilizar para relacionarnos con cuanto nos oprime. Pero las cosas, como sucede siempre en la realidad, son un poco más complicadas, por desgracia, la sola acción no es la panacea de todos los males que aquejan a nuestro movimiento. Aunque esté absolutamente convencido de que ningún acto de revuelta es inútil o nocivo, pienso que es fundamental preguntarse sobre la proyectualidad que las generan y, sobre todo, sobre el significado que le dan quienes las realizan. El acto mismo puede asumir significados muy diferentes si se concibe desde una óptica de ataque o de defensa. Voy a tratar de explicarme con un ejemplo práctico, en el Valle de Susa, el año pasado, asistimos a un incremento positivo de las prácticas de sabotaje en la lucha contra el TAV [Tren de Alta Velocidad], perfecto, si en las intenciones de quienes han realizado tales acciones está el intento de afirmar claramente que no está en juego la simple construcción de una línea ferroviaria, sino la necesidad de atacar y destruir todo el sistema tecno-industrial que lo diseña. Otra cosa es si el sentido que se puede leer en algunos comunicados del movimiento NO TAV o, lo que es aún más desconcertante, en el Nº 5 de Lavanda, hoja redactada por algunxs compañerxs que participan en esa lucha. Tales acciones se podrían interpretar como el último recurso de un pueblo que ya ha utilizado todos los medios de presión posibles (y pacíficos…) sin obtener la atención de los que gobiernan. Estoy convencido de que tal interpretación banaliza cualquier aspecto positivo y revolucionario de tales actos, de hecho, sugiere que si el poder fuera más «razonable», si estuviera más abierto al diálogo, existiría la posibilidad de «convencerlo» para mitigar sus aspectos más nefastos.

La acción directa expresa todo su potencial de liberación sólo cuando se concibe desde una óptica de ataque. No golpeamos al enemigo porque nos resulta insoportable el disgusto por su última fechoría, sino por querer ser libres aquí y ahora. No necesitamos justificaciones para golpear, simplemente no podemos aceptar vivir una vida carente de significado como simples engranajes de este sistema mortal. Debemos ser nosotrxs quienes dictemos los momentos de la lucha, hay todo un mundo que demoler y las posibilidades de derrotar al monstruo tecnológico se hacen cada vez más pequeñas en proporción a su desarrollo.

Cuando hablamos de acción directa hablamos de nuestra vida, pues nuestro rechazo a lo existente no es una moda, sino algo mucho más profundo, en él ponemos en juego toda nuestra existencia. Por este motivo, encuentro verdaderamente irritante cuando nos referimos a cualquier tipo de acción, diciendo que «era lo mínimo que podíamos hacer». Estoy convencido de que no existe nada mínimo que se pueda hacer contra aquello que nos oprime, no podemos autoimponernos límites en la acción, ésta debe ser sin restricciones como nuestra sed de libertad. Si nos encontramos frente a un explotador asesino con uniforme etc., y se decide mancharle el vestido con pintura, eso no es lo mínimo que se podía hacer, sino simplemente lo que nosotrxs hemos decidido hacer. Esto, probablemente, está dictado por una serie de análisis que, en lugar de dar mayor fuerza a nuestra acción, no hace más que minimizarla: «la gente no nos entendería, no debemos dar un paso más que los demás, se necesita empezar por acciones pequeñas que son fácilmente reproducibles», etc.

Naturalmente, se trata de consideraciones que necesitarían un trato más profundo y espero que haya forma de volver a esto y discutir seriamente, lo que ahora quiero decir y a lo que debemos aspirar siempre es a hacer lo máximo que nos consientan nuestras habilidades. Cuando actuemos, deberíamos hacerlo esencialmente por nosotrxs mismxs y de la manera más resuelta, no somos distintxs a aquellxs que de manera innegablemente autoritaria llamamos «gente común», cualquier cosa que hagamos la puede replicar cualquier persona, siempre que alimente nuestro propio deseo de destruir la autoridad. No debemos buscar convencer a las masas de la bondad de nuestra tesis, sino buscar cómplices que quieran participar en la obra de demolición. No debemos tener miedo de nuestro odio, sino lanzarnos a la acción conscientes de que el enemigo no duda ni un segundo en su guerra contra la libertad.

Estas notas están dictadas más que desde la aspiración a desarrollar cualquier análisis teórico innovador, desde el simple deseo de tratar de compartir la idea de la necesaria centralidad, en la vida de todx anarquista revolucionarix, de la práctica de la acción directa destructiva. Todo cuanto acabo de decir sería sin duda obvio si no hubiera tantxs compañerxs que consumen sus fuerzas, dando vueltas como trompo, en un activismo carente de toda proyectualidad realmente revolucionaria, marcado por las heridas del asistencialismo y del oportunismo. Sin embargo, ya existen antídotos para todo esto: organización informal, nihilismo, individualismo, rechazo de líderes más o menos carismáticos, rechazo de extra poder asambleario, comunicación a través de la acción. Se necesita volver a mirar lo que está sucediendo en todo el mundo igual que históricamente siempre han hecho lxs anarquistas, enemigxs de toda las fronteras, y nos daremos cuenta de cómo compañerxs de todas las latitudes están experimentando con nuevos modos de acción, liberémonos de los grilletes de las llamadas luchas sociales para lanzarnos sin frenos al asalto del existente. Tenemos que redescubrir la alegría de actuar, dejar de limitarnos a una búsqueda ilusoria del consentimiento popular; sin tantos… teóricos, nuestro objetivo debe ser, simplemente, el de destruir lo que nos destruye. Liberémonos de la política, incluso, en su declinación antagonista, debe quedar claro que no luchamos por un futuro brillante, sino por un vivir, aquí y ahora. La anarquía debería ser en primer lugar un hecho individual que afecte toda nuestra vida: debemos conspirar, alimentar cada pequeño fuego que pueda incendiar la pradera, atentar con todos los medios contra el orden, civilizado y tecnológico, que el sistema trata de imponer. En esta lucha debemos utilizar todas las armas que tengamos a nuestra disposición, en primer lugar las que no faltan en el arsenal de cada anarquista: la voluntad y la acción directa destructiva.

Fray Nicola de Ferrara [Nicola Gai]

Croce Nera, Periódico anarquista, nº 0, abril de 2014 Pág. 2-3.

La urgencia del ataque

El hecho de que vivimos en un mundo de mierda donde el Estado y el Capital nos imponen, básicamente sin problemas, todo tipo de monstruosidades está más que claro. También es cierto que sólo una pequeña minoría de la población intenta oponerse, de forma más o menos consciente, a la supresión de todos los espacios de autonomía y libertad que hacen que valga la pena vivir la vida. Como parte de esta pequeña minoría, nosotrxs lxs anarquistas, conscientes de la necesidad de destruir lo que nos oprime: ¿Por qué no somos más determinados e incisivos? Uno de los frenos más grandes y serios a nuestra acción es, seguramente, el miedo a poner, realmente, nuestras vidas en juego. Muy a menudo, este es un aspecto central de la lucha revolucionaria que no se aborda lo suficiente, porque nos obliga a sacar cuentas con nosotras mismas y con nuestras debilidades. Exaltamos a las llamadas “pequeñas acciones”, fácilmente reproducibles, que seguramente no asustan a la “gente” y, aunque seamos conscientes de la urgencia y la necesidad del ataque destructivo al sistema autoritario-tecnológico, somos reacias a involucrarnos hasta el fondo, a considerarnos en guerra y actuar en consecuencia.

Seguramente, es más fácil encontrarse junto a cientos/miles de personas para defender un territorio amenazado por alguna ecomonstruosidad que esperar solos al responsable fuera de su casa. No hablo de valor, todos y cada uno de nosotros tiene miedo, pero pone en práctica estrategias para controlarlo y gestionarlo; incluso quienes participan en la llamada “lucha social” están en riesgo de encarcelamiento o de resultar heridos (hay cientos de ejemplos en ese sentido), no considero que sea esta lo distintivo, sino algo más complicado, o sea, la decisión de emprender prácticas de lucha que no contemplan ninguna posibilidad de mediación con el Poder, que expresan el completo rechazo a lo existente.

Participamos en asambleas en las que nos hacemos ilusiones de contribuir a tomar alguna decisión aunque, por lo general, nos ajustamos a lo que sugieren compañerxs dotadxs de más carisma; inevitablemente, el compromiso es siempre hacia abajo, después de todo, tenemos que crecer todas juntas (siempre) y no asustar a nadie. Nos hacemos ilusiones con contribuir a un proyecto colectivo, aunque muy a menudo no sea el nuestro; el hecho de que estemos “entre la gente” nos crea la ilusión de estar trabajando concretamente por la insurrección, la próxima aventura.

Podemos compartir nuestras responsabilidades con las demás y confiar en no quedarnos solas si las cosas se ponen feas. No nos damos cuenta de toda la libertad individual que perdemos, es más, nos sentimos seguras con los límites impuestos por la asamblea, podemos esconder nuestra indecisión detrás del riesgo de que nuestra impaciencia sea perjudicial para el proyecto común.

Pero sólo cuando decidimos poner totalmente en juego nuestra vida e, individualmente o con nuestros afines, golpeamos al Poder donde más le pueda doler, sólo entonces, tendremos el control real y podremos afirmar con alegría y serenidad que estamos haciendo nuestra revolución. Poner en práctica una perspectiva de ataque directo nos libera de los grilletes de las luchas defensivas, nos permite infinitas perspectivas de acción y libertad.

No estoy haciendo la simple exaltación estética del acto individual, soy consciente de que la insurrección es un hecho colectivo, que estallará cuando las oprimidas se levanten en armas, pero el tema es el método con el que contribuir a provocarla, nuestra vida es demasiado breve y el trabajo de demolición, demasiado grande y necesario como para que se pueda esperar hasta que todos estén preparados. Es más, estoy convencido de que sólo atizando el fuego y con el ejemplo de la acción, nos podremos acercar a tal momento.

Otro freno que veo a la posibilidad de ataque de las anarquistas es la forma en la que muchos compañeros se acercan a lo social, a las llamadas “luchas sociales”. A mi entender, a menudo se parte de una consideración equivocada, se subestima a la gente, esto nos lleva a ver lo social como algo que trabajar, a lo que hay que acercarse con cautela para no asustarlo y, poco a poco, llevarlo a posiciones más avanzadas hasta que, una vez preparado, nos encontremos juntas en las barricadas de la insurrección.

Yo estoy convencido de que los anarquistas forman parte de lo social y de que deben relacionarse como iguales con las “otras”, combatiendo todas estas actitudes “paternalistas” que, inevitablemente, desembocan en la política. Los anarquistas deben golpear y atacar con todas sus fuerzas, otras con tensiones similares tomarán ejemplo de nuestra acción, encontrarán nuevos cómplices y, cuando finalmente también los demás explotados decidan levantarse, estallará la insurrección.

Debemos ser nosotros quienes dictemos los plazos y los momentos de lucha, cuanto más incisivos y capaces de golpear en los puntos exactos seamos, mayores serán las posibilidades que tendremos de que se propaguen las prácticas de ataque directo. Esto no quiere decir que no hay que participar en las luchas que surgen de forma espontánea, sino que lo tenemos que hacer con nuestros métodos: el sabotaje y la acción directa.

Si en cierta localidad las personas salen a la calle para oponerse a una cierta nocividad, no es necesario que tratemos de conocerlas una por una, que preparemos comida con ellas y, pasito a pasito, tratar de conseguir que suban algunos centímetros la barricada que han construido. Esto no acercará la prospectiva insurreccional, es más, debilitará nuestras fuerzas, debemos golpear a la empresa que la construye, a quienes la diseñan, a quienes la financian.

Debemos dejar claro que cualquiera puede tomar las riendas de su vida y destruir aquello que lo destruye. Debemos enfrentarnos a la policía, no sólo cuando intenta desalojar la concentración de turno, sino provocarla y atacarla, hacer ver que es posible, que se puede/se debe golpear primero a los que nos oprimen. Alguna podría argumentar que mi manera de ver las cosas y entender el accionar puede incubar los gérmenes del autoritarismo o del vanguardismo.

Al contrario, creo que contiene, en sí mismo, el antídoto a estos dos males que afligen a la acción revolucionaria. No se disfrazan los propios deseos, se dice claramente lo que se es y lo que se quiere y, sobre todo, en una relación de igualdad con los demás, se demuestra que armando las propias pasiones, cualquiera puede oponerse concretamente a este estado de cosas. La política, en mi opinión, se oculta justo en el limitarse para seguir el ritmo a las demás, en dejar de lado ciertos discursos para no “asustar” a las personas que no se sienten preparadas para entenderlos.

Debe quedar claro que las anarquistas buscan cómplices con los que sublevarse y no una opinión pública moderadamente favorable a vagos discursos sobre la libertad y la autogestión. Otra de las críticas que a menudo se les hace a las que practican el ataque contra el Estado y el Capital, de forma más o menos inteligente, más o menos acertada, es la de meterse en una espiral de acción/represión con los aparatos del Poder sin dar pasos adelante en el camino de la insurrección.

Ciertamente, es difícil negar que cuanto más representemos un peligro para el Poder, más se emperrará este en reprimirnos, pero esto, por desgracia, es natural y tal concatenación de causa-efecto solamente se detendrá cuando la multiplicación y la propagación de los ataques provoque la ruptura insurreccional.

Pensar que la revolución será sólo el resultado de la toma de conciencia de lxs explotadxs, después de décadas de “entrenamiento” en el gimnasio de las luchas intermedias, guiados por una minoría de iluminados que los llevan de la mano, yendo a penas un paso por delante de ellas, y aplazando continuamente el momento del conflicto armado, es pura ilusión.

Esta práctica es dos veces perdedora porque, renunciando a la acción directa, renunciamos a vivir plenamente nuestra vida, a hacer aquí y ahora nuestra revolución. En segundo lugar, es perdedora porque deja entender que el Estado dará tiempo a los oprimidos a que se den cuenta de su condición, de conocerse, de organizarse y luego, tal vez, de sublevarse, antes de aplastarles.

Un pequeño ejemplo de ello sería la República libre de la Maddalena [de la lucha No Tav de Val Susa]: barrida antes de que alguien pudiera creerse que representaba un peligro real para la autoridad estatal. Además, el Estado dispone de un arma eficacísima, tal vez más poderoso que la fuerza militar: la recuperación. Un ejemplo, cuando el problema de la vivienda es apremiante, las luchas y okupaciones se multiplican y si los desalojos no resuelven el problema, el Poder puede jugar la carta de la legalización. ¿Qué harán los explotados con quienes hemos luchado codo con codo una vez que tengan un techo sobre la cabeza?

Quizá pidan más, continúen rebelándose, pero se contentarán más fácilmente y nosotras estaremos obligadas a tirarnos de cabeza a la próxima lucha esperando que esta vez nos vaya mejor… Solamente cuando nuestra acción no prevé la posibilidad de mediaciones, cuando nuestra lucha va directa a destruir lo que nos oprime, el Estado no nos podrá engañar con la recuperación: o tiene la fuerza para aplastarnos o deberá sucumbir.

Si tenemos la capacidad de tratar de difundir la práctica del ataque y de la acción directa, si sabemos echar gasolina al fuego de las tensiones sociales, avivándolas e intentando evitar la recomposición, tal vez, consigamos realmente incendiar el terreno. Antes de concluir, querría detenerme en otro aspecto que, a veces, parece ser un freno para nuestra acción: el análisis de los efectos y las transformaciones del dominio.

Con demasiada frecuencia, parece que esta no sirva para darnos mayor capacidad de incidir en la realidad, sino para alimentar miedos y sensación de impotencia frente a la magnitud del desafío y la monstruosidad de las nocividades que afrontar. Cuanto más analizamos los aspectos totalitarios y perjudiciales de la tecnología, más denunciamos los proyectos autoritarios del Estado y menos afilamos nuestras armas.

Aterrorizamos a quienes les gustaría actuar con investigaciones más o menos profundas sobre los últimos descubrimientos del control. No estoy sosteniendo que no sirvan los análisis y las profundizaciones, sino que no deben convertirse en fines en sí mismos, ejercicios de capacidad intelectual separados de la acción directa. ¿Para qué sirve publicar listas interminables de empresas responsables de la destrucción de la naturaleza si nadie las ataca? Ya por sí solos, la inmensidad y lo imponente a de los aparatos estatales y económicos, a menudo, nos hacen dudar de la posibilidad de golpearles con eficacia.

Desastres ambientales como la marea de petróleo en el Golfo de México o Fukushima parecen decir que no se puede hacer nada para detener la guerra de la sociedad industrial contra el ser humano y la naturaleza. A pesar de todo, no estamos en la indefensión, con mínimos instrumentos de análisis, la acción directa y la decisión de unas pocas pueden demostrar que no todas nos resignamos a aceptar pasivamente y, al mismo tiempo, indicar a las demás personas explotadas que todavía es posible oponerse. Por ejemplo, la acción de las compañeras del núcleo Olga, de la FAI/FRI, nos dice que es posible solidarizarse con la gente afectada por la catástrofe nuclear, también desde el otro lado del mundo, y golpear concretamente a la industria del átomo.

Espero que mis reflexiones sirvan para iniciar un debate entre compas, para aclarar y quitarse de encima todo lo que nos limita en la acción anarquista. Coraje y fuerza para las compañeras que practican la acción anónima, coraje y fuerza para quienes dan nombre a su propia rabia, coraje y fuerza para aquellas personas que, con sus acciones, dan vida a la FAI/FRI: Hay todo un mundo por demoler.

Nicola Gai