Un casino en llamas

Los efectos combinados de la epidemia del Coronavirus y las repercusiones de la globalización –sobre la que actúa con creciente peso la carrera desenfrenada por apoderarse de la tierra y de los metales raros, necesarios para la construcción de satélites, la digitalización de la producción y de la sociedad, y la llamada transición energética–, abren escenarios impredecibles. Por un lado, asistimos a una aceleración sin precedentes hacia el control totalitario; por otro, la valorización del capital parece cada vez más frágil, poniendo en tela de juicio directamente al Estado. No sólo las condiciones materiales, la salud y la libertad están decayendo, sino que esto está ocurriendo a través de una experiencia de masas, y a escala internacional. El poder ondea la bandera de la necesidad, pero impera la contingencia.

Probemos sustituir «nocividad» por «epidemia»: «A pesar de todas sus evidentes ventajas como método de gobierno, la proscripción de la conciencia no escatima en la devastación de la sociedad, que en sí se corrompe irreversiblemente. Y cuando pretende actuar como garante de la supervivencia de la humanidad, sólo añade a su habitual irrealismo un simulacro de guerra contra la nocividad, el último truco tramposo en un casino en llamas». Lo que le da cierto aire de final de juego a todo esto, no son las pretendidas «crisis insuperables del capitalismo», sino los límites ecológicos del Planeta, los cuales cada vez son mas difíciles de enmascarar con los avances tecnológicos.

En este escenario, un proyecto revolucionario no puede prescindir del análisis cuidadoso de sus «puntos de aplicación». Y aquí volvemos a la cuestión del espacio público. Por una suerte de paradoja, el municipalismo libertario de Bookchin es una de las referencias del «confederalismo democrático» que experimentan las comunidades kurdas en el contexto de la guerra de guerrillas. Dejemos por un momento de lado cuánto hay de autopromoción del PKK en tal referencia. Nos interesa otra línea de razonamiento. Los ejemplos históricos en los que se fundamentó la propuesta Bookchiniana eran los clubes de la Revolución Francesa, la Comuna y la democracia directa de los Consejos. Hace más de veinte años, alguien señaló que era imposible sacar esos ejemplos de organización federalista de su contexto material y psicológico: el movimiento insurreccional. Sin esa ruptura –continuaba el razonamiento– no se construye ningún espacio real de diálogo en las ciudades del Estado. La idea de una secesión progresiva de la dominación mediante municipios libertarios federados entre sí progresivamente, no es sólo una ilusión que antepone los efectos a las causas, sino también el terreno abierto para cualquier tipo de cogestión institucional. El hecho que Bookchin haya aterrizado en la propuesta de las listas cívicas para presentarse a elecciones municipales, no es un accidente en el camino, ni un ejemplo flagrante de inconsistencia personal: es la conclusión lógica de quienes piensan que el «modelo insurreccional» es un fantasma del pasado, un legado del siglo XIX que impidió la formulación y la práctica de una política libertaria acorde a los tiempos. Ahora, no sólo ese fantasma ha vuelto a vagar por el mundo con creciente frecuencia, sino que bajo su «hechizo» las experiencias de democracia directa que realmente merecen ser criticadas, han tomado forma (las demás se critican a sí mismas por la dañina irrealidad en la que se retuercen). Y la crítica, como vimos antes respecto a los consejos obreros, no puede detenerse en la forma (unanimidad versus mayoría, delegados revocables versus portavoces permanentes, etc.), sino que debe descender al nivel del contenido: que no es tanto en el discurso sino en la práctica donde se transforma la vida, lo que se pone en común más allá de las palabras, la relación entre la autoorganización de la violencia y el diálogo real, los ámbitos sociales que se ven tocados y desbordados por la lucha. En resumen, el grado de irreversibilidad alcanzado por el movimiento.

No es casual que quienes piensan en términos de proyección de «ese dominio público, donde la libertad puede desplegar sus seducciones y convertirse en una realidad tangible», sean, sobre todo, quienes se mantienen más alejados de los choques sociales que permiten su formación. Esa es nuestra limitante, que ciertas fórmulas mágicas («destruir el trabajo», «dinamitar lo existente»…) ayudan a disimular. Ahora bien, si realmente deseamos soltar el vaso, es cuestión de ir más allá de esas fórmulas. Y luego, pensar en el anarquismo, no sólo como una metodología insurreccional –si nos limitamos a eso, no abandonamos el ámbito de la forma– sino como proyecto revolucionario. Como un conjunto articulado de contenidos en constante búsqueda de sus «puntos de aplicación». La práctica de los grupos de afinidad y la coordinación informal, nos indican cómo deben organizarse los compañeros; en el mejor de los casos, nos sugieren cómo intervenir en cierto contexto, a partir de determinados ángulos de ataque, que permiten abrir ciertas brechas; pero en sí mismas –precisamente porque un proyecto requiere de un método, pero no es simplemente un método– permiten que transpire muy poco de la vida por la cual están luchando; por ejemplo: las primeras medidas comunistas que intentan adoptar en un contexto insurreccional.

Massimo Passamani

 

Fragmento de “La palabra y la cosa: a propósito del proyecto revolucionario”; Los Días y las Noches: Rivista anarchica. Número 11. Julio 2020.

 

Traducción Corrispondenze Anarchiche.

 

 

A cada uno su nada

Es muy fácil hablar del individuo. A uno le interesa sólo su propia individualidad, otro dice que necesita partir de un plano individual, cierto, pero para llegar a una dimensión colectiva, el otro dice además que el discurso revolucionario es un discurso de comunidad, que el individuo es una abstracción impotente, luego está quien se hace ejecutivo, y por tanto individualista, y por último está quien, no sabiendo qué hacer con su vida, duda, pase lo que pase, él duda. Cuántas discusiones encendidas y sordas sobre el tema. Allí está Stirner y allá Bakunin, aquí el anarquismo social, mientras a su espalda anidan el nihilismo y la rebeldía vacía. Luego Nietzsche y el superhombre, Libero Tancredi y el fascismo. Embellecimiento del vacío, lo llamaría Platón. He fundado mi debate en nada, versión hermenéutica del grito stirneriano. El terreno está demasiado abarrotado para encontrar espacio para el pensamiento, para desarrollar una reflexión que de las etiquetas superficiales pase a lo concreto de la vida, donde de verdad se juega la partida. Ignorar los detalles y abrirse paso con gesto impaciente, ése es el método utilizado. Se descubrirá que hay muy poco que inventar, si no es el uso que hay que hacer de las intuiciones teóricas y prácticas del pasado. Elegir cómo aplicarlas a la vida, cómo combinarlas en nuevas mezclas explosivas. La inteligencia de la experimentación consiste en poner juntos en juego elementos que siempre han estado separados, sacarlos de la cárcel del fragmento para percibir plenamente su potencialidad. Más allá de los debates gastados y de las sistematizaciones académicas, al menos desde hace un siglo y medio la teoría y la práctica de la subversión nos sugieren la importancia decisiva de comprender la existencia individual en su concreción, o sea, en su totalidad. Son las revueltas concretas de los explotados las que han hecho arder las bases sobre las que estaban fundadas las construcciones ideológicas del poder. A mitad del siglo XIX el deseo de poner el mundo patas arriba pone en cuestión la división entre el yo y la realidad circundante. Stirner dice que no existe el único sin propiedad, esto es, que no existe el individuo sin su propio mundo, sin sus propias relaciones; la propiedad es tener sitio para el individuo, y por tanto para su capacidad de comprender y actuar, para sus pasiones y su fuerza. Afirmar la individualidad significa, por eso mismo, cambiar el mundo. Todo esto, añade, no se puede expresar en conceptos, es necesario realizarlo en la vida, porque es la vida de cada uno el único contenido verdadero de una teoría. Contemporáneamente, un recorrido subterráneo que de Hölderlin lleva a Lautreamont hace explotar la exigencia de transformar el arte del ejercicio de la contemplación en algo capaz de cambiar nuestro medio y a nosotros mismos. El medio, con Fourier, deja de ser un espacio neutro y se convierte en el lugar del deseo, realidad inseparable de los estados de ánimo y de las relaciones entre los hombres. Intervenir sobre un medio significa cambiarse profundamente a uno mismo. La separación cristiana y cartesiana entre la interioridad y la exterioridad es eliminada por la pasión por una nueva manera de estar juntos. Con la autoridad se derrumba la mentira de la propiedad privada que hace del individuo una realidad mutilada y raquítica a quien han arrebatado un mundo. Bakunin habla de la revolución de 1848 como “una fiesta sin principio ni fin”, llevando al campo de la acción insurreccional la crítica stirneriana del sacrificio; a los insurrectos de Dresde, el revolucionario ruso les aconseja poner los cuadros de los museos en las barricadas para desalentar el avance de las tropas, entendiendo magníficamente el sentido del rechazo del arte en tanto que esfera separada. Los ataques contra la propiedad, la destrucción de estatuas, la revuelta abierta contra el gobierno y la tentativa de cambiar la estructura de una ciudad como en la comuna de París, representan la acción histórica de esta teoría práctica. Y estamos tan sólo en 1871. De esa fecha nos separa más de un siglo de experiencias teóricas y prácticas en las que la liberación de los individuos se hizo apreciable en su concreción. La crítica de la mercancía y la acción de los anarquistas expropiadores, la idea malatestiana de la necesidad de insurrección y los soviets rusos, dadá y el movimiento consejista en Alemania e Italia, el primer surrealismo y la revolución española, la negación de la burocracia y la Comuna de Budapest, la crítica del urbanismo y la revuelta de Los Angeles, algunas contribuciones de la Internacional Situacionista y el Mayo francés, el rechazo del trabajo y las experiencias más extremas del 77 en Italia. Episodios incompletos en los que a menudo falta la consciencia teórica de su práctica que aspiran todavía a su realización. Pero, como siempre sucede, cuando las ideas no se hacen realidad, se pudren y van a parar al canasto del adversario. Así, toda la filosofía del siglo XX de Husserl, pasando por Heidegger, hasta hoy nos dice que el hombre es su propio mundo, que el sujeto de Descartes no existe, que comprender, interpretar y actuar son la misma cosa; en suma, todo lo que las barricadas nos habían enseñado ya hace tiempo. Pero, y aquí está el precio pagado, junto con el sujeto cartesiano los especialistas del pensamiento separado nos han arrebatado hasta el quién de todo discurso revolucionario, nos han vendido la existencia capitalista como la existencia tout court, han criticado la razón técnica para abandonarnos a un discurso poético purgado de toda peligrosidad. Del mismo modo, los poetas de los últimos setenta años se limitan a describir el exceso de vida con su poesía, la novela vive de sus propios fines y administra la explosión del yo, que Joyce ya había representado. Después de todo, “podemos hacerles pasar por el aro durante cien años más”. Se acumulan estudios sobre el pasado, se presta la máxima atención a los detalles historiográficos, se imitan las nuevas modas culturales, y cada vez se escapa más el sentido subversivo de un conocimiento inseparable del uso que se hace de él. Porque ésta es la clave: saber qué hacer con él. De otro modo, se continuará contraponiendo el individuo a los otros, a hablar de liberación sólo individual (sin darse cuenta de que ese sólo es grande como el universo), a separar los distintos aspectos de la dominación (la explotación del tiempo, el control del espacio, el condicionamiento psicológico, la miseria pasional) y por tanto, de la revuelta (el derrocamiento de la autoridad, la destrucción de la mercancía, la transformación consciente del medio, la afirmación de los deseos). Y entonces se puede ser individualista, anarquista social, comunista, ácrata, libertario o escéptico. A disposición de cada uno de nosotros hay un mundo entero. De definiciones y aburrimiento.

Massimo Passamani