Hacia un “neofascismo” global: el “destino” de la Democracia occidental como destino de la Humanidad
En aquellos países de Europa donde la Civilización por fin ha dado sus más ansiados frutos de “urbanidad”, “virtud laica”, “buena educación”,… (civilidad, en definitiva), el Policía de Sí Mismo posdemocrático es ya una realidad -ha tomado cuerpo, se ha encarnado
I)
Me propongo volver la vista a la realidad histórico-social que la literatura de la Globalización encubre y deniega: el estado y el futuro de la Democracia Liberal. Marcel Gauchet ha observado que, ciertamente, las democracias occidentales son aún muy jóvenes; y que, de alguna manera, ignoramos qué frutos nos regalarán en su madurez, desconocemos a dónde pueden llevarnos. ¿Hacia dónde apuntan las democracias? ¿Qué nos tienen reservado?
No es fácil responder a interrogantes tan intranquilizadoras; pues, como es sabido, en el pasado los regímenes liberales se mezclaron con el fascismo, lo prepararon y encumbraron… ¿Acabó ya esa relación? ¿Qué ocurre hoy? Hace poco, Günter Anders declaró que la “democracia” en Alemania era la mera tapadera de un auténtico “fascismo”; y la verdad es que, ante semejantes invectivas, no siempre se sabe qué responder. ¿Será cierto?
El estado actual de la Democracia es lastimoso. Se ha quedado sin oponente, pero se dice que también sin sustancia… El desapego de la ciudadanía ante su pretendida “fórmula de autogobierno” no admite ocultamiento: abstención electoral masiva, descrédito generalizado de los dirigentes y sus camarillas, marea alta del apoliticismo,… Impera un difuso desencanto político que en realidad es desafección a la democracia. Como he indicado en otra parte, esta aceptación resignada -y, curiosamente, desengañada- del sistema demo-liberal puede interpretarse como simple docilidad de la población ante un régimen que se proclama “sin alternativa”. Todo cuanto la Democracia prometía (el gobierno del pueblo por el pueblo, la transparencia de la gestión pública, la libertad política,…) se ha venido abajo; y, sin embargo, es ésta la fórmula que ha triunfado, enterradas las restantes modalidades de organización política. Su victoria sabe amarga, pues se ve empañada por el mencionado movimiento de deserción cívica -que la castiga con todos los signos del “consentimiento apático” y de la “des-participación benevolente”. “¿Quiere esto decir que la democracia no vivía en realidad más que de su discusión, y que, desprovista en adelante de adversarios, ha entrado en un torpor final en que apenas se tratará ya más que de la gestión reactiva, al día, de una historia sufrida?”, se pregunta Gauchet.
¿Torpor final? A mí me parece que es ahora cuando la Democracia está empezando a mostrar su verdadero rostro, a desvelarnos sus intenciones; y que sólo ahora, dominante, hegemónica, incontestable, sin la posibilidad de legitimarse por contraste, comenzando a hartar incluso a sus aduladores, nos va a sorprender con el raquitismo de su organismo y la malevolencia de sus propósitos. Ya ha mostrado algo de su lado oscuro, como un jirón de su pequeña alma enferma: tiende a despolitizar a la población, ahuyentando a los ciudadanos de la política y dejando esa actividad en manos de reducidos círculos de hombres ambiciosos y corruptos, hombres mediocres cultivadores del cinismo.
II)
¿Con qué sueñan las democracias? ¿En qué quieren resolverse andando el tiempo? Procurar responder a estas preguntas es plantear la cuestión de la relación entre “fascismo” y “democracia”. ¿Cómo se define el “fascismo” desde esta arena de la “democracia” en que antaño levantara castillos? ¿Es su contrario ? ¿Es otra cosa ? ¿Es lo mismo?
La historia de las ideas ha contemplado tres formas de dilucidar estos interrogantes, tres teorizaciones del fascismo desde la perspectiva de la Democracia. La primera de ellas, nacida en medios historiográficos académicos, ha querido presentar el fascismo histórico (alemán, italiano) como una suerte de monstruo sin parangón, un horroroso fenómeno “aislado” que respondería a causas muy determinadas, específicas, propias de un tiempo y de unos países, de unos hombres y de unas mentalidades, que poco o nada tienen que ver ya con nosotros. El juego de las causas económicas (crisis, paro, carestía, ruina de la clase media, etc.), sociales (turbulencias, conflictos, amagos de revolución, temor de los poderosos,…), políticas (ascenso de determinadas nuevas formaciones, esclerosis y desprestigio de los partidos tradicionales y casi del sistema democrático en su conjunto…) e ideológicas (difusión de planteamientos racistas, nacionalistas, xenófobos, totalitarios, etc.) se bastaría para explicar un proceso local, casi como una planta endémica, que situaría a dos Estados en las antípodas mismas de la Democracia. Para estos historiadores, Mommsen entre ellos, el “fascismo” constituye la antítesis perfecta de la “democracia”; y su plasmación histórica, en el período de entreguerras, devino como desenlace de procesos y circunstancias “particulares”, resultado de una combinación difícilmente repetible de factores “concretos”. La Democracia, habiendo aprendido la lección, deberá permanecer siempre alerta, vigilante, para no verse de nuevo amenazada por organizaciones totalitarias que, aprovechando las coyunturas de crisis y de descontento social, difundirán sus abominables ideas y procurarán fortalecerse sectariamente…
Esta tesis, grata a los políticos y a los gobernantes, pues legitima la Democracia “por contraste” (el monstruo habita fuera de ella; es su contrario absoluto) y tranquiliza de paso a las poblaciones -Auschwitz no se repetirá: hemos enterrado en sal su semilla-, no carece de dificultades internas y mantiene alguna cuestiones en la penumbra: aunque, una vez asentadas en el aparato del Estado, las formaciones fascistas “minaron” desde dentro el régimen liberal, su robustecimiento electoral y su ascenso político se produjeron en el respeto y en la observancia de las “reglas del juego” democráticas -legalización, comicios, alianzas,.. La ciudadanía quiso el fascismo y la democracia lo condujo hasta donde debía llegar: la cúpula del Estado…
Con variantes, esta interpretación liberal del fenómeno fascista ha terminado formando parte de la “ideología oficial del Sistema”; y es la que, durante mucho tiempo, se ha enseñado casi sin contestación en nuestras escuelas, la que se difundía privilegiadamente por los medios, etc. Solía verse aderezada con una sobrevaloración del papel de los líderes (Hitler, Mussolini, demonizados a conciencia) y un énfasis exagerado en la incidencia de las ideologías; y, habitualmente, des-responsabilizaba al conjunto de la población, a los “hombres corrientes” que votaron y aplaudieron hasta el fin a esos partidos, que idolatraron a esos dirigentes, y que -como ha atestiguado recientemente Goldhagen- tampoco quisieron perderse siempre la ocasión de participar motu propio en las torturas, en los asesinatos…
III)
La segunda interpretación surgió en los medios historiográficos y politológicos marxistas, en encendida polémica con las versiones liberales. Desde esta perspectiva, que halló en Nicos Poulantzas un sustentador de excepción, la “democracia representativa” y el “fascismo” deben conceptuarse como dos cartas (valga la metáfora) que la burguesía dominante, las oligarquías nacionales, los valedores sociales y económicos del Capitalismo, pueden poner encima de la mesa, una u otra, guardándose la sobrante debajo de la manga, en el momento en que les interese. En tiempos de bonanza económica y de paz social, la carta democrática sirve mejor a sus aspiraciones, atenuando el recurso al aparato de represión física y suscitando pocos “problemas de legitimación”. Pero en tiempos de acentuada conflictividad social, bajo la amenaza (real o imaginaria) de que se fragüe un proceso revolucionario anticapitalista, tiempos de crisis económica, de desórdenes, de descontento generalizado, de efervescencia de las ideologías contestatarias, etc., las burguesías hegemónicas, las clases dominantes que controlan e instrumentalizan el aparato del Estado, recurrirán, para salvaguardar sus posiciones de privilegio, a esa terrible carta (fascista) que esconden debajo de la manga, y alentarán, financiarán y sostendrán el “proceso de fascistización” encargado de restaurar el Orden e impedir que el sistema capitalista se lesione.
El “fascismo” no se percibiría ya, desde esta plataforma conceptual, como un “horror” enterrado para siempre en el pasado; sino como una opción para el Capital, una mera alternativa funcional a la Democracia, monstruo sustitutorio que muy fácilmente puede re-visitarnos, una baza a la que jamás renunciarán las burguesías dominantes… Según esta interpretación, sin duda menos tranquilizadora, el “fascismo” no constituye la antítesis de la “democracia”: aparece más bien como su hermano de sangre, su recambio ocasional. Dejando a un lado toda sensiblería “humanista”, lo peor que cabría decir del fascismo es que sirve a los mismos intereses que la democracia: allí donde el fascismo es malo, la democracia es perversa. Hijos los dos del sistema capitalista, sus historias correrán siempre de la mano, ocultándose uno detrás del otro, sucediéndose rítmicamente…
IV)
La tercera interpretación ha surgido en medios filosóficos y literarios; y es la menos complaciente, la más inquietante de cuantas conocemos. Por presentarla brutalmente: sostiene que el fascismo, bajo “nueva planta”, es el destino de la Democracia, su verdad y su futuro, aquello hacia lo que apunta, el lugar al que nos lleva, su esencia desplazada y pospuesta. Yo me adhiero a esta versión…
La democracia representativa conduce a un fascismo de nuevo cuño; y, al globalizarse ésta como fórmula de organización política en nuestros días, se mundializa también dicho “neofascismo” en tanto desenlace de la Humanidad. Paradójicamente, las raíces de esta lectura pueden encontrarse en Dialéctica de la Ilustración, de Adorno y Horkheimer, autores que no suscribirían el desarrollo dado a la perspectiva que con su obra arrojaron. La Teoría Francesa (Foucault, particularmente), con su apropiación de los posicionamientos de Nietzsche, constituye la segunda fuente. Desde estas dos tradiciones (Escuela de Frankfürt, Pensamiento Genealógico), se han ido aportando los materiales teóricos y conceptuales con que fundamentar el desenmascaramiento de la democracia representativa liberal como larva del “neofascismo”. Las dos corrientes, a pesar de sus discrepancias, de sus diferentes trayectorias intelectuales, han coincidido en la constatación de una circunstancia cuyo reconocimiento aún molesta al “saber oficial”: que los regímenes democráticos liberales de Occidente se amparan en la misma forma de racionalidad y recurren a los mismos procedimientos que los fascismos históricos y el estalinismo (véase, a este respecto, ¿Por qué hay que estudiar el poder? La cuestión del sujeto, opúsculo de Michel Foucault). Esta “identidad’ de los aprioris conceptuales, de las categorías rectoras, de la matriz filosófica de los fascismos, el estalinismo y la democracia -tres modulaciones de una misma forma de racionalidad, tres excrecencias de la racionalidad política burguesa-, deriva del hecho de que nuestra Cultura se ha cerrado sobre su punto de anclaje en la Ilustración y ha desarrollado sus conceptos políticos en la obediencia a los dictados logocéntricos de la Ratio, en el sometimiento riguroso al Proyecto Moderno.
Establecida esta afinidad de fondo entre “fascismo” y “democracia”, nada excluía que aquél pudiera “suceder” a ésta -o, mejor, superponerse-, sobre todo si se manejaba un concepto amplio, poco restrictivo, del mismo. A la elaboración de ese concepto amplio de fascismo, que admitiría una considerable “diversificación” en sus manifestaciones y legitimaría la idea de un “fascismo de nuevo cuño” -con un formato distinto al “antiguo”, pero una identificación en sus caracteres básicos generadores-, se ha aplicado, entre otros, E. Subirats. Para este autor, la ausencia de resistencia interna (ausencia de oposición estimable, de crítica, de contestación; es decir, “docilidad’ de la población) y el expansionismo exterior (beligerancia, afán de universalización) constituirían los dos rasgos capitales, definidores, del “fascismo” como fenómeno socio-político. Yo añadiría un tercero: la voluntad de exterminar la Diferencia (diferencia cultural, psicológica, político-económica,…). Estos tres rasgos emparentan a las experiencias alemana e italiana de “fascismo” -los llamados fascismos históricos- con los modelos de formación del espacio social (pautas de gobierno de las poblaciones, usos de gestión socio-política) que tienden a caracterizar a los regímenes demo-liberales. Cabría hablar, así, de un neofascismo superpuesto, en mayor o en menor grado, al aparato político de la democracia (elecciones, parlamento, partidos, etc.); un neofascismo de y en las democracias -fascismo democrático o demofascismo- no sé si venidero o instalado ya en nuestras sociedades…
V)
Creo que estamos en el umbral de esa nueva época, si no hemos entrado ya en ella. Y lo menos importante es la adecuación o inadecuación de la expresión que he elegido para designarla. Podría haber hablado de “despotismo democrático”; pero el término se me quedaba corto, al no aludir al expansionismo y a la represión de la Diferencia. Podría haber dicho “posdemocracia”; pero no quería dar la sensación de que me sumaba a una moda (la moda de los “post”: “post-moderno”, “post-industrial”, “post-historia”,…). Las diversas corrientes de pensamiento que han querido distanciarse del Proyecto Moderno, que procuran dar la espalda a la cadena de mitos que nos legó la Ilustración -cadena que tanto estiman las oligarquías del Planeta-, surten elementos, perspectivas, conceptos, para fundar y desarrollar esta idea de la posdemocracia o del demofascismo. Yo me he limitado, en un libro reciente, a “señalarla” y a recolectar indicios de que no es una fantasía, de que tiene los pies en la tierra… Y me ha interesado esta problemática, podéis imaginarlo, porque estimo que ya ha empezado a sobrevenirnos la Escuela del neofascismo, signo y fragua de los nuevos tiempos… A golpes de “reforma”, ya está quedando medio embastada la Escuela posdemocrática…
VI)
He aludido a los rasgos que asimilan la “posdemocracia” al concepto amplio de fascismo, caracteres que comparte con las experiencias totalitarias de Alemania y de Italia. Ahora quisiera referirme a los aspectos que la distinguen y singularizan, casi oponiéndola al modelo de los fascismos históricos.
Se detecta, en primer lugar, una clamorosa “falta de entusiasmo” hacia el régimen liberal, antítesis del “calor de masas” que acompañó a los fascismos antiguos. Esta “falta de entusiasmo” deviene, en parte, como una consecuencia de la despolitización de la sociedad a que ha abocado la práctica insulsa del liberalismo político (votar y esperar a ver qué pasa, esperar a votar porque no ha pasado nada). Frente a la re-politización de la ciudadanía que distinguió a las Alemana e Italia “fascistizadas”, tenemos hoy el apoliticismo creciente de los hombres y mujeres nominalmente demócratas, cada vez más decepcionados por una fórmula que les prometía nada menos que la “autodeterminación política”. Falta de entusiasmo: desilusión, desencanto, abulia,…
En segundo lugar, el “demofascismo” se caracteriza por la subrepción progresiva (invisibilización, ocultamiento) de todas las tecnologías de dominio, de todos los mecanismos coactivos, de todas las posiciones de poder y de autoridad. Tiende a reducir al máximo el aparato de represión física, y a confiar casi por completo en las estrategias psíquicas (simbólicas) de dominación. La dialéctica de la Fuerza debe ceder ante una dialéctica de la Simpatía… La represión posdemocrática resulta, francamente, “muy buena” como represión. Decía Arnheim que, en pintura como en música, “la buena obra no se nota” -apenas hiere nuestros sentidos. De este género es, me temo, la represión demo-fascista: buenísima, ya que “no se nota”, casi no se ve. Su ideal se define así: “convertir a cada hombre en un policía de sí mismo”. Y, en la medida en que deban subsistir figuras explícitas de la autoridad, posiciones empíricas de poder, éstas habrán de dulcificarse, suavizarse, diluirse o esconderse: policías “amistosos”, carceleros “humanitarios”, profesores “casi ausentes”,… En los espacios en que deba perdurar una relación de subordinación, un reparto disimétrico de las cuotas de poder, se procurará que los dominados (las víctimas, los subalternos) tomen las riendas de su propio sojuzgamiento y ejerzan de “doblegadores de sí mismos”: los estudiantes que actuarán como “autoprofesores”, damnificados de sí, interviniendo en todo lo escolar, opinando sobre todo, “dinamizando” las clases, participando en el gobierno del Centro y, llegado el caso, “autosuspendiéndose” orgullosamente, valga el ejemplo. Por esta vía, el “objeto” de la práctica institucional asumirá parte de las competencias clásicas del “sujeto”, una porción de las prerrogativas de éste y también de sus obligaciones, convirtiéndose, casi, en sujeto-objeto de la práctica en cuestión. Los estudiantes haciendo de profesores; los presos ejerciendo de carceleros, de vigilantes de los otros reclusos; los obreros, como capataces, controlándose a sí mismos y a sus compañeros,… De aquí, de esta hibridación, de esta semi-inversión (seudo-inversión) de los papeles, se sigue una invisibilización de las relaciones de dominio, un ocultamiento de los dispositivos coactantes, una postergación estratégica del recurso a la fuerza…
No todos los estudiantes, los obreros, los presos, etc., caen en la trampa, por supuesto: Harcamone, el criminal honrado de Genet, que verdaderamente se había ganado la Prisión (asesinando niños), y no como aquellos otros que recalaban en “la mansión del dolor” (Wilde) por razones patéticas -víctimas de errores judiciales, ladronzuelos arrepentidos, delincuentes ocasionales y hasta involuntarios,…-, quiere un día regalarse el capricho de matar a un carcelero. Y no se equivoca de objeto: no elige a la sabandija de turno, al sádico prototípico, cruel e inhumano; sino a aquel jovencito idealista, lleno de buenas intenciones, que habla mucho con ellos, dice “comprenderlos”, les pasa cigarrillos, critica a los mandamases de la Prisión, y no se permite nunca la agresión gratuita. Harcamone se da el gusto de asesinar al carcelero a través del cual la institución penitenciaria enmascara su verdad, miente cínicamente y aspira incluso a “hacerse soportable”… Tampoco los pobres de Viridiana se dejaron engañar del todo por la cuasi-monja que los necesitaba para sentirse piadosa, generosa, virtuosa, y que no escatimaba ante ellos los gestos (indignos e indignantes) de una conmiseración imperdonable.
Estuvieron a un paso de violarla o de asesinarla… La pobreza profunda es terrible (“Mi privación mata”, parece querer decirnos, después de cada asesinato, el Maldoror de Isidoro Ducase): con ella nadie puede jugar, sin riesgo, a ganarse el Cielo… Por desgracia, ya no quedan prácticamente asesinos con la honestidad y la lucidez de Harcamone, ni pobres con la entereza imprescindible para odiar de corazón a los “piadosos” que se les acercan carroñeramente… La posdemocracia desdibuja y difumina las relaciones de sometimiento y de explotación, ahorrándose el sobre-uso de la violencia física represiva que caracterizó a los antiguos fascismos…
VII)
Y es que el “demo-fascismo” será, o es, un ordenamiento de hombres extremadamente civilizados -es decir, parafraseando y sacando de sus casillas a Norbert Elias, hombres que han interiorizado, en grado sumo, el aparato de autocoerción y se han habilitado de ese modo para soportarlo todo sin apenas experimentar emociones de disgusto o de rechazo; hombres sumamente “manejables”, incapaces ya de odiar lo que es digno de ser odiado y de amar de verdad lo que merece ser amado; hombres amortiguados a los que desagrada el conflicto, ineptos para la rebelión, que han borrado de su vocabulario no menos el “sí” que el “no” y se extinguen en un escepticismo paralizador, resuelto como conformismo y docilidad; hombres que no han sabido intuir los peligros de la sensatez y mueren sus vidas “en un sistema de capitulaciones: la retención, la abstención, el retroceso, no sólo con respecto a este mundo sino a todos los mundos, una serenidad mineral, un gusto por la petrificación -tanto por miedo al placer como al dolor” (Cioran). Nuestra Civilización, nuestra Cultura, en su fase de decadencia (y, por tanto, de escepticismo/conformismo), ha proporcionado a la posdemocracia los hombres -moldeados durante siglos: “aquello que no sabrás nunca es el transcurso de tiempo que ha necesitado el hombre para elaborar al hombre”, advertía Gide- que ésta requería para reducir el aparato represivo de Estado, hombres avezados en la nauseabunda técnica de vigilarse, de censurarse, de castigarse, de corregirse, según las expectativas de la Norma Social.
En aquellos países de Europa donde la Civilización por fin ha dado sus más ansiados frutos de “urbanidad’, “virtud laica”, “buena educación”,… (civilidad, en definitiva), el Policía de Sí Mismo posdemocrático es ya una realidad -ha tomado cuerpo, se ha encarnado. Recuerdo con horror aquellos nórdicos que, en la fantasmagórica ciudad del Círculo Polar llamada Alta, no cruzaban las calles hasta que el semáforo, apiadándose de su absurda espera (apenas pasaban coches en todo el día), les daba avergonzado la orden. Y que pagaban por todo, religiosamente, maquínicamente (por los periódicos, las bebidas, los artículos que, con su precio indicado, aparecían por aquí y por allá sin nadie a su cargo, sin mecanismos de bloqueo que los resguardaran del hurto), aun cuando tan sencillo era, yo lo comprobé, llevarse las cosas por las buenas… Para un hombre que ha robado tanto como yo, y que siempre ha considerado la “desobediencia” como la única moral, aquellas imágenes, estampas de pesadilla, auguraban ya la extinción del corazón humano -será sólo un hueco lo que simulará latir bajo el pecho de los hombres demo-fascistas…
Pedro García Olivo